Un grupo de provincias incendió hace 50 años el mundo. El
calor de aquella hoguera reescribió las reglas del pop y transformó las
actitudes sociales a escala global
Fueron los mejores evangelistas posibles del pop. Su música contagiaba
alegría juvenil y el mensaje se explicitó con una película irreverente, ¡Qué noche la de aquel día!
(1964), que provocó ipso facto la fundación de decenas de miles de grupos (o
“conjuntos”, como se decía aquí). Las crónicas del rock estadounidense reflejan
el impacto entre la comunidad del folk, que entonces recogía al sector
más inquieto de la mocedad universitaria: aparcaron banjos y guitarras de palo
para electrificarse. Con cierto retraso, la misma conmoción se sintió en la
URSS, ante el estupor del Kremlin.
¿Qué secreta consigna transmitían los Beatles? Esencialmente, que el mundo
está lleno de posibilidades y que los audaces harían bien en aprovecharlas.
Pero pocos de los grupos que han venido después contaban con su background.
Mark Lewishon,que acaba de publicar el primer tomo de lo que se perfila como la biografía
definitiva del cuarteto, calcula que, sólo en Hamburgo, tocaron en
directo un total de 918 horas. Previamente a esas pruebas de fuego, ensayaron
centenares de canciones que les permitieron asimilar los mecanismos internos de
diferentes ramas del pop.
En Londres, la almidonada industria discográfica daba por hecho que los
grupos músico-vocales estaban pasados de moda. Y se tomaban a broma el hecho de
que estos, encima, vinieran de Liverpool, puerto que tiene una relación
conflictiva con el resto del Reino Unido: para la industria del
entretenimiento, la ciudad solo producía humoristas. Ellos encararon la
conquista de la capital con descaro y enorme seguridad en si mismos. La misma
arrogancia que, en los noventa, veríamos en Oasis y demás grupos de Manchester.
El saberse diferentes, alentados por un séquito de amiguetes de Liverpool,
les permitió presentar un frente unido. El “solos contra el mundo” explica su
capacidad para sobrevivir a los primeros años, una montaña rusa de histeria y
euforia. Todos los grupos posteriores que conocieron apoteosis de popularidad
comprobaron que lo de los Beatles fue mucho, mucho peor: no había experiencia
en control de multitudes ni en amplificación de sonido.
¡Y las ruedas de
prensa! Tomaban el pelo incluso a los periodistas más hostiles. Ese
ir muy sobrados se explica recordando que, gran novedad entonces, los Beatles
triunfaron con canciones propias (y parían tantas que “regalaban” a otros
artistas las que no necesitaban). Con ellos se desmontó la gran farsa: terminó
la preponderancia de autores que surtían al mercado teenager,
generalmente buscando el mínimo común denominador. Tras su eclosión, escribir
tu repertorio pasó a ser de rigor. El pop ascendía a expresión generacional, no
eran simples juegos de ventrílocuos.
La clave fue la autosuficiencia. Dos compositores en competencia que, si
urgía, remataban magníficamente las ocurrencias del otro. Más un tercero,
Harrison, luchando tímidamente por hacerse un hueco entre la formidable pareja
formada por Lennon y McCartney. Cualquier grupo actual mataría por semejante
prodigalidad: tres fuentes de material manando regularmente. Las cifras son
embriagantes: más de doscientas canciones en menos de ocho años.
Fabulosa productividad posibilitada por una decisión radical: el dejar de
girar en 1966, para concentrarse en el estudio. Los Beatles liquidaron el
ancestral imperativo de que la grabación debía ser un retrato del directo. No,
un disco era una creación autónoma, donde se podía probar con cintas sonando al
revés, el ruido del feedback, instrumentos exóticos etc. Abbey Road no
estaba en la delantera de la ciencia de la grabación pero los Beatles lo usaban
como centro de experimentación, de día o de noche, sin mirar el taxímetro.
Contaban con la lealtad de unos técnicos y un productor que, como empleados de EMI,
aguantaban carros y carretas, aunque solían quemarse y eran reemplazados. Esa
eficiente combinación de tecnología adecuada y personal disciplinado ya no está
al alcance de grupos posteriores: un estudio de 48 pistas convierte cada
grabación en un martirio, por no hablar del personal endiosado.
Un punto importante: esos ayudantes no se colocaban. Desde 1965, la
cotidianidad de los Beatles estuvo marcada por las drogas: marihuana, ácido y,
ocasionalmente, cocaína o, caso de Lennon, heroína. Pero cierto pudor les
impulsaba a disimular y seguir laborando. Dado que su método consistía en fijar
una base rítmica y construir encima un arreglo, siempre había faena para unos u
otros. Y si se descuidaban, un insensible Paul era capaz de grabarlo todo.
Lo que provoca irremediable envidia entre sus continuadores es la
inmensidad del territorio musical que cubrieron. Según el pop prosperó, se
tendió a la especialización. Sin embargo, los Beatles tocaron todo lo que les
apeteció: rock & roll y blues, canciones retro y piezas vanguardistas,
baladas y psicodelia, country y soul, pop barroco y folk-rock.
Su (justificado) sentido de la superioridad explica que, sin complejos,
aprovecharan hallazgos de los Byrds, los Beach Boys, Lovin' Spoonful y otros
discípulos americanos; los repuntes de creatividad de colegas locales como The
Who o los Stones simplemente les empujaban a subir el listón. Unicamente se
mostraron intimidados por Bob Dylan.
Durante esos ocho años, tuvieron al mundo musical pendiente de cada uno de
sus rompedores lanzamientos. Y, en general, a toda su generación. Culturalmente
voraces, sus discos recogían o anticipaban los sucesivos terremotos que
convirtieron a sus coetáneos en protagonistas de la historia: la liberación
sexual, el rechazo a la sociedad de posguerra, el hippismo, la contracultura
politizada, la búsqueda espiritual. No es que ofrecieran soluciones infalibles:
ahí está la calculada ambigüedad de John en las diferentes versiones de Revolution.
Sus fórmulas musicales se reciclan regularmente (¿hace falta mencionar de
nuevo el fenómeno Oasis?) pero también crean un tapón de frustración: como
reconocía Kurt Cobain,
“los Beatles lo hicieron todo en el pop y ahora solo nos queda el punk o
el metal”. En realidad, lo suyo fue posible gracias a las peculiaridades
sociales, económicas e incluso demográficas de los sesenta.
Seamos serios: resulta improbable que vuelvan a coincidir
la pulcritud profesional de un McCartney y la intensidad emocional de un
Lennon. Más un guitarrista inicialmente torpe, pero dotado de un raro lirismo,
y un baterista tan seguro como flexible. Ocurrió una vez y no volverá a
repetirse. El único consuelo es que terminaron tirándose los trastos a la
cabeza. La gran aventura artística de la Década Prodigiosa desembocó en divorcio.
Un divorcio del que no aprendieron los cien mil grupos que les siguieron.
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