El asalto a la Embajada de EE UU en Irán en noviembre de
1979 congeló las relaciones entre los dos países durante 34 años hasta la
llegada de Rohaní
Esta es una vieja historia. A la velocidad con la que gira el mundo y la
huella cada vez más leve que dejan los acontecimientos en una sociedad líquida,
un hecho sucedido hace ya 34 años es prehistoria para cualquiera por debajo del
medio siglo de existencia. Por trazar una frontera generosa. Solo, como es el
caso, si Hollywood lo considera material de oscar, puede romperse este
principio. Lo hizo posible recientemente la magnífica película Argo al
contarnos un imaginativo rescate de los rehenes norteamericanos tras la toma de
la Embajada de Estados Unidos en el Irán de la Revolución Islámica. Hoy es
pertinente volver a este extraordinario acontecimiento que trastocó el tablero
de Oriente Próximo exportando un fundamentalismo religioso radical, de raíz
islámica y corte político, que ha cambiado el planeta.
En la mañana del domingo 4 de noviembre de 1979, en Teherán, donde hace
solo unos meses un imán alto, de luenga barba blanca, Ruhollah Jomeiní, ha
instaurado una República Islámica tras derrocar a la monarquía más vieja del
mundo, 400 estudiantes islamistas asaltan el enorme edificio que alberga a la
Embajada de EE UU. Superan a los marines que custodian el recinto y en dos
horas se hacen con el control del lugar tomando como rehenes a 67 empleados y
diplomáticos estadounidenses. Enarbolan pancartas con el lema: “Jomeiní lucha,
Carter tiembla”. Jomeiní se siente seguro y acelera la radicalización de su
régimen teocrático señalando a su principal enemigo: los Estados Unidos de
América.
El ataque, un acto de piratería sin precedentes en las relaciones
internacionales, es justificado por las autoridades iraníes por la llegada del
shah a EE UU para tratarse del cáncer que padece en el Cornell Medical Center
de Nueva York. La radio oficial califica a la Embajada como un centro de
espionaje imperialista que conspira contra la revolución. Pero Washington
aguanta y no cambia al shah por los rehenes. Pocos días antes, el líder supremo
de la revolución se había preguntado en público ¿Por qué necesitamos realmente
la relación con América? La misma tarde del domingo, el propio Jomeiní utiliza
la televisión para apoyar la ocupación de la Embajada y llamar a una lucha sin
cuartel contra el Gran Satán. Pocos días después el primer ministro, Mehdi
Bazargan, nacionalista religioso, y su Gobierno dimiten en bloque después de
denunciar la toma de la Embajada como “una acción contraria a los intereses de
Irán”.
Desaparece el último contrapeso institucional de resistencia a la dictadura
clerical. Jomeiní se ha deshecho de toda la oposición. El ayatolá se vanagloria
de que “la civilización occidental ha recibido una bofetada en su rostro”. La
humillación de Estados Unidos es extraordinaria y comienza ya a sugerirse un
retroceso de la influencia de la superpotencia en el mundo. En este clima
emocional y de barrido de todo lo existente, se cierra el año I de la
“Espléndida Revolución”, como la bautizaron sus autores. Revolución que
comenzaba a devorar a sus propios hijos. En marzo de 1980, el presidente de EE
UU, Jimmy Carter, fracasa en una operación de rescate de los rehenes: los
helicópteros se estrellan en el desierto iraní; en noviembre el presidente
perdería las elecciones; un acuerdo entre EE UU e Irán, por mediación de
Argelia, es firmado el 19 de enero de 1981 en la capital argelina. Washington
levanta las sanciones económicas decretadas tras la toma de la Embajada. Y el
20 de enero, minutos después de que Ronald Reagan toma posesión de la
presidencia, mientras Carter vuela ya hacia Georgia como un ciudadano privado,
Teherán libera a los rehenes. ¿Cuáles son los antecedentes de esta historia?
El 16 de enero de 1979, pasados ocho minutos de la una de la tarde, Reza
Palhevi, el shah, el rey de reyes, parte desde el aeropuerto internacional de
Teherán, Meherabad, como un paria en un exilio que le llevará, primero a Egipto
y luego a Marruecos, Estados Unidos y Panamá. EE UU, que ha sido el protector
del shah al que colocó en el trono derrocando, con la ayuda británica, al
Gobierno democrático del socialdemócrata Mossadegh que había pensado que el
petróleo de Irán era para los iraníes, ha retirado su apoyo a Reza. Un hombre
débil que ha gobernado con mano de hierro su país apoyado en una temible
policía política, la Savak. El 5 de enero, en una reunión celebrada en la isla
francesa de Guadalupe en el Caribe, el presidente Carter, el presidente
francés, Valéry Giscard d’Estaing, el canciller alemán, Helmut Schmidt, y el
primer ministro británico, James Callaghan, sancionaron la caída del monarca
que tanto había hecho por los intereses occidentales.
El embajador norteamericano en Teherán, William H. Sullivan, telegrafiaba
al Departamento de Estado: “Los militares no han querido hacer por el sha lo
que el sha no ha querido hacer por sí mismo. Pertenece ya al pasado. Nuestros
intereses nacionales en Irán exigen que busquemos un modus vivendi entre los
religiosos y el Ejército a fin de impedir la amenaza de los comunistas”. Ya era
demasiado tarde, las esclusas de la revolución estaban abiertas y Washington
manifestaba que no tenía plan b y que desconocía lo que ocurría en Irán.
El 1 de febrero, un Jomeiní triunfante desembarcaba en Teherán procedente
de París, donde inteligentemente había fabricado una campaña política favorable
a la toma del poder por los islamistas, aplaudida sin excepción por la
izquierda europea. En pocas semanas, una sorprendente mezcla de clérigos
oscurantistas, aliados a los comunistas y a los socialdemócratas,
desencadenaron una revolución. Los militares declararon su neutralidad, les
sirvió de poco, sus principales mandos fueron pasados por las armas.
El Estado se desmoronó, la Justicia fue depurada y sustituida por unos
tribunales revolucionarios islámicos. Jomeiní impone la islamización total del
país. Fueron prohibidos los teatros, la música, el cine. Solo en Teherán las
turbas prendieron fuego a 88 cines. Y todo bañado en sangre. Jomeiní: “Es
necesario que la sangre sea derramada, cuanto más sangre en Irán, más vencerá
la revolución”. Un monarca autoritario, un déspota laico, es sustituido por un
déspota religioso. Fin de la historia.
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