La muestra sobre el fotógrafo que amó la realidad y que
rechazaba la categoría de artista llega al Círculo de Bellas Artes de Madrid
“Las imágenes de Català-Roca dignificaron todo lo que tocaron. No hay
atisbo de condescendencia ni juicio cuando dirige su mirada a la gente humilde
del campo o la ciudad. Sabe respetar la distancia exacta para narrar desde la
posición de testigo”. Esta es una de las frases que enmarcan el recorrido por
la exposición Català-Roca. Obras maestras que se muestra en el Círculo
de Bellas Artes de Madrid hasta el 12 de enero. Y da cuenta de una de las
razones por las que estar frente a las fotografías de este retratista de la
realidad española sea como hacer un emocionante viaje en el tiempo. Una
jovencísima Micaela Flores La chunga baila ante unas fábricas en
Barcelona, Joan Miró trabaja abstraído, un grupo de personas desciende por las
escaleras del metro de Madrid, dos señoras esperan atentas los números
ganadores de la lotería, Salvador Dalí salta a la comba en 1953 en el Parc
Güell, un carbonerito sonriente se apoya en la pared para aliviar la
carga de su cesta, un cura bendice a los animales el día san Antón de 1955… Los
vemos, vivimos con estas personas un momento; y la fealdad si en algún instante
existió, se transforma en belleza.
El fotógrafo Francesc Català-
Roca (Valls, 1922- Barcelona, 1998) no quería ser considerado un
artista. Le importaba poco que se destruyeran sus fotografías —en una ocasión,
relata el comisario de la muestra Chema Conesa, estampó una en el suelo como
prueba—, o que fueran expuestas directamente en bastidores. No deseaba que se
las enmarcara, o que estuvieran protegidas por un cristal, o sufrieran algún
tipo de manipulación. Afirmaba que, si la fotografía tiene valor, es porque
puede ser reproducida infinitamente. Pero desechaba todos los negativos malos,
y, del rastreo de más de 200.000 en diversos formatos y 17.000 hojas de
contacto de la investigación que han llevado a la exposición, Conesa afirma que
todos estaban impecables. La muestra, coproducida por La Fábrica y Fundación
Barrié, ha pasado por Vigo, Valladolid, Barcelona, Zaragoza, Oporto y Sevilla.
“No he tenido problemas con la gente que fotografiaba, he tenido la
intuición, sabía cuándo pedirlo y cuándo no”, decía Català- Roca. El campo, la
ciudad, las tradiciones, un gesto por la calle, como el piropo que inmortaliza
en una calle de Sevilla ante la presencia de curas y militares… O aquel domingo
de 1955 en que fotografió una corrida que había organizado Luis Miguel
Dominguín en Carrascosa del Campo (Cuenca) para impresionar a la que sería su
futura mujer, Lucía Bosé, lo recuerda el fotógrafo como la jornada en la que
hizo mejores imágenes de una sentada. Entre ellas, la de un Domingo Ortega a
quien llevan a hombros y que alza como trofeos las orejas y el rabo.
Esta es solo parte de la historia. No se puede entender el documentalismo
español sin este hombre que se colgó una cámara al hombro a los 13 años y desde
entonces ya no la soltó, para hacer algo muy distinto de lo que vio en su
propia casa. Su padre Pere Català Pic, un vanguardista convencido, seguía las
premisas del constructivismo ruso. Su vástago, sin embargo, buscaba captar la
realidad y comunicar y no le dolieron prendas para recorrer España y apropiarse
de ese instante que poseyera más fuerza y que configura el ADN del reportaje
fotográfico, el que hizo que se adelantara a las premisas de Henri Cartier-Bresson.
“Nos enseñó a mirar por un objetivo, a contar el mundo de una manera honesta,
con las únicas armas del momento adecuado y de la luz…”, apostilla Conesa,
quien conoció a Català-Roca cuando tenía 13 años; el fotógrafo "de nariz
partida, chaqueta de cuero y cámara maravillosa" pidió permiso para
acceder al balcón de su casa en Murcia a la caza de uno de esos instantes.
Català-Roca trabajó en blanco y negro hasta entrados los setenta, y fue en
formato medio por requisito de las revistas en las que publicaba.
Català-Roca. Obras maestras es un
conjunto de 150 fotografías que retratan la España de los años cincuenta y
sesenta. Un video reúne además al grupo de amigos con los que compartió mesa y
trabajo. Los también fotógrafos Isabel Steva Hernández Colita y Oriol Maspons, el
ceramista Joan Artigas, su asistente Josep Gol y sus hijos, Andreu y Martí,
retratan a un hombre que disfrutaba de la vida y que se interesaba por ella.
”Era el más rápido, el mejor… Teníamos la mala costumbre de llegar antes que
nadie a los sitios para tomar posesión del lugar, comprobar la luz…”, rememora
Colita. En la mesa del fondo de Casa Mariona estos amantes de la fotografía se
reunían a comer por poco dinero. Unos encuentros marcados por las risas, como
relata Colita: “Nos distinguía el sentido del humor, lo intentábamos pasar bien
y eso se reflejaba en nuestra forma de trabajar…”.
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