Al noreste del país africano residen un millón y medio de
personas, muchos nómadas. En este lugar desértico y azotado en los últimos
meses por una fuerte sequía, buscan agua y luchan contra la desnutrición.
Quienes lo han pisado se preguntan: ¿por qué vivir aquí?
De repente, una mujer ha surgido de la nada. A 51 grados centígrados, un
poco menos a la sombra, es difícil distinguir entre la realidad y la
imaginación, pero la mujer ha ido cobrando forma en la nebulosa de este inmenso
desierto, el lugar más profundo y caluroso del planeta, en la región de Afar,
al noreste de Etiopía.
Un poco más cerca, la distinguiremos mejor, delgada, cubierta hasta la
cabeza por un vestido azul marino y un velo oscuro con estampados de cachemir
verdes, cargando un niño a sus espaldas. Cuando esté más cerca, tendrá edad: 18
años, asegura. Y luego el nombre: Samala. ¿De dónde viene? Es difícil la
pregunta para la mujer afar (el pueblo seminómada que da nombre a la región).
Su tribu se desplaza constantemente por este vasto territorio de la woreda
(distrito) de Teru, en una de las cinco zonas más remotas de la región. Por eso
no hay otro modo de decirlo: surge de la nada. Pero a Samala Hamed le debe de
parecer que el fotógrafo y los médicos del centro de desnutrición también
surgen de la nada. No importa. Viene a salvar al hijo.
Los afar, algo menos de un millón y medio de personas, caminan por aquí
desde hace siglos, sin descanso, después de que el mar se retirase miles de
millones de años atrás. Y si los geólogos no se equivocan, este antiguo fondo
marino, también una bomba de relojería sísmica y volcánica, volverá a ser
cubierto por el océano. Los restos de Lucy, nombre de una canción de los
Beatles con la que se bautizó al esqueleto de uno de los primeros homínidos
hallado en estas tierras, nos remontan a un tiempo en que esta zona fue un
vergel. Se permite, pues, la exageración: aquí empezó todo, y aquí puede que
todo termine.
La mayor parte de los que han visitado Afar concluyen que este sería el
último lugar donde se hubieran imaginado una vida humana posible. Suelen
compararlo al paisaje de la Luna o al de Marte, pero hay un símil aún más
recurrente: el infierno.
Y sin embargo, aquí, en este infierno de sal, potasio y azufre, hombres y
mujeres se debaten entre el nomadismo tradicional y la sedentarización, entre
la escasez de agua y la amenaza de la desnutrición. No hay ningún visitante,
incluyendo algunos viajeros célebres que pasaron por sus alrededores, como
Rimbaud, cuando dejó la poesía para traficar con armas, o el gran Kapuscinski,
que no se hayan hecho la misma pregunta: ¿cómo es posible la vida en estas
condiciones? Y además, ¿para qué vivir aquí?
Esa es otra pregunta que probablemente no se hace Samala, ni tampoco los sanitarios
que vienen de otras partes de Etiopía con Médicos Sin
Fronteras (MSF) y que tratarán al pequeño que sufre desnutrición. Es
su primer hijo. Tiene nueve meses, cuenta Salama, mientras lo sostiene en
brazos frente a la cámara. El pequeño, enclenque, con la cabeza doblada sobre
el codo, duerme profundamente. Es la segunda vez que ingresa en el centro de
nutrición terapéutica de Alelu, la localidad más importante del distrito.
Salama cree que tras recibir el alta la primera vez, en el camino de vuelta a
casa, “el viento le hizo daño y el pequeño enfermó de nuevo”.
Los afar, en camino
Los niños en Afar, nada más nacer, son puestos al camino (una metáfora
viva) por esta inmensa región tachonada de rocas incandescentes, donde la
tierra se cuece o suda sal. Esta es su “oro blanco”. Solía llevarse a Yibuti a
lomos de dromedarios y mulas, y se pagaba a buenos precios. Pero ahora la
comercialización en masa, por medio de camiones que viajan por la única
carretera posible que une Addis Abeba con Yibuti, entre otros factores, ha
hecho que baje el precio.
El afar apenas deja rastro en los lugares donde se asienta. Sus chozas
precarias resisten tormentas de arena y temperaturas extremadamente calurosas.
Es una pugna constante contra el olvido que impone la naturaleza. Salama
también atravesó con su hijo esa nada cubierta por tormentas de arena,
enfundados los dos en el vestido oscuro. “Caminé durante ocho horas”, dice. Ha
venido sola. Hay otras mujeres que la conocen y la saludan, acercando la palma
de su mano a los labios y luego besándole en la cara. Las que no llevan velo,
que suelen ser solteras, se hacen en el cabello una filigrana de trenzas.
Algunas tienen las paletas afiladas. Se trata de un concepto estético peculiar,
pero a pesar de la dureza del clima, de la amenaza de la desnutrición y de las
largas caminatas, no hay duda: aquí se le da valor a la belleza como una forma
de dignidad.
Muchos hombres afar caminan en fila, como sus dromedarios, por rutas
alejadas de las carreteras a Yibuti. Por cada seis camélidos, un hombre. Lo
poco que queda de los afar son sus tumbas, hechas de piedras amontonadas en
forma circular o cilíndrica. Las que tienen piedras en disposición vertical
indican que hubo una muerte violenta. Los cadáveres suelen enterrarse en el
mismo lugar donde caen. Eso y los Kaláshnikov que algunos cuelgan de sus
hombros, junto a los jilé que llevan en la cintura (una suerte de machete con
forma de daga), son las huellas de una violencia antigua, y que está en el
aire, no siempre de manera evidente. Todo lo demás se mueve con la cadencia de
los dromedarios.
Y todos ellos, hombres y camélidos, con una sola cosa en la cabeza: “el
agua”, me dice Juan Carlos
Tomasi, el fotógrafo que ha estado acompañando en el mes de julio la
intervención nutricional de MSF en la región: “el agua”.
Tomasi y yo hemos viajado juntos muchas veces, y casi siempre a contextos
bastante remotos, olvidados salvo por los cuatro locos de las organizaciones
humanitarias y algunos periodistas. Cuando estamos en España, quedamos siempre
en el London, el viejo bar del Raval de Barcelona donde nos contamos los viajes
mutuamente en un par de cervezas. Pero esta vez ha sido distinto. El fotógrafo
ha sobrepasado los cincuenta años, es padre de un niño reciente, y aunque ha
estado durante las dos últimas décadas en casi todos los conflictos y desastres
de la Tierra, esta vez tiene algo inquietante en la mirada. Extraño al menos.
Hay viajes que se enquistan en la retina. Su relato se ha prolongado durante
más tardes de lo normal en el London. Tomasi le da vueltas a lo que ha
retratado con su cámara para tratar de explicárselo, como si fuera una ecuación
complicada. Es como si quisiera extirparse algo alojado allí donde no podrían
detectarlo los rayos X ni las tomografías.
Es difícil contar su viaje. Él lo hace a través de sus fotos. Es su mirada.
Yo intento traducir sus palabras entrecortadas. Verán, es un tartamudo genial
que habla con todo (gesticulando con la mirada, los labios, los brazos). Cuando
dice que hacía mucho calor, no dice “hacía calor”, sino que abre los brazos
como alguien que se ahoga y busca el aire y repite hasta que duele “¡pero mucho
calor!”. En esta ocasión acompañó como siempre a los equipos de MSF como parte
de un trabajo audiovisual más amplio sobre la desnutrición en diferentes
contextos. En Afar, como en otras partes del Cuerno de África y del Sahel,
estos meses, entre mayo y octubre, suelen ser críticos, y la desnutrición llega
a sus picos más altos. Pero hay algo en Afar que nadie sabe explicar de dónde
viene: la fascinación que produce.
La falta de lluvias de los últimos años, y en particular de los últimos
meses, se lo han puesto más difícil aún a los afar. De ahí que en el mes de
marzo, después de una evaluación realizada por MSF en coordinación con las
autoridades locales, se detectó que la desnutrición aguda severa afectaba ya a
más del 26% de los menores de cinco años, y también a embarazadas y lactantes.
Modernización y bidones de agua
El Gobierno etíope está en constante alerta ante la amenaza de la
desnutrición en sus regiones más complicadas. Conoce la imagen que surge en el
subconsciente colectivo de medio mundo cuando se escucha el nombre de Etiopía: las terribles
hambrunas de los años setenta y ochenta. Las autoridades no quieren
que ello empañe los esfuerzos por desarrollar y modernizar el país. Y esto en
Afar no es una tarea sencilla.
Precisamente, para Firehiwot Sintayehu, investigadora del departamento de
ciencias políticas y relaciones internacionales de la Universidad de Addis
Abeba y buena conocedora de Afar, el primer problema de la región es el impacto
que tiene el desarrollo impuesto por las inversiones del sector público y
privado (la mayoría, siempre foráneas) en el modo de vivir y la economía
tradicional de la población. “Afar es sinónimo de lejanía para el resto de los
etíopes, no solo por los cientos de kilómetros que lo separan de la capital,
sino culturalmente. La mayoría de los etíopes sabemos muy poco de los afar”, me
dice Firehiwot por teléfono desde Addis Abeba. “Se trata de una minoría en un
país de 80 millones de personas y más de 70 lenguas y dialectos”.
En el camino, el Gobierno etíope ha instalado tubos de canalización que
forman una extraña pieza de este paisaje incomparable. También hay algunos
pueblos construidos no hace mucho en zonas remotas, que se agrupan en torno a
un centro de salud y una escuela y un surtidor de agua. Aquí todo surge en
medio de la nada. Pero esas instalaciones se vacían en tiempos de escasez,
porque la vida de los afar se defiende en movimiento y sin mucho equipaje.
Lejos de la única carretera transitable, las señas de la modernidad y el
comercio son los bidones de plástico amarillo con los que mujeres y niños (casi
nunca hombres) acarrean el agua desde los escasos pozos. Una pequeña de apenas
nueve años, muy delgada, vestida con una túnica de algodón de color rojo
chillón y estampados verde fluorescentes, sonríe ante la cámara antes de atarse
a la espalda con un lienzo roto un recipiente de 25 litros. Luego se va
caminando con la espalda doblada. El bidón no tiene tapa y riega por el camino
una buena parte del líquido.
Los milagros del tratamiento contra la desnutrición
El agua es la ley más fuerte, y quienes escuchan a los ancianos aseguran
que su escasez se ha agudizado más en las dos últimas décadas. Las comunidades
de la woreda de Teru viven del ganado (cabras y dromedarios) principalmente.
Pero en la actualidad, la actividad económica ha decrecido debido a la escasez
de animales, básicamente porque no hay suficiente pasto. La falta de agua era
tan grave que, durante las primeras visitas de los equipos médicos en el mes de
marzo, se observaron con cierta frecuencia cadáveres de dromedarios por todas
partes, aunque estos animales pueden aguantar hasta 15 días sin beber,
dependiendo de las condiciones físicas y del terreno. Esos cuerpos inertes
podían ser indicio de otra cosa: la desnutrición para los niños menores de
cinco años y para las mujeres embarazadas y lactantes, que luego se confirmó en
la evaluación médica.
En coordinación con las autoridades centrales y regionales, MSF puso en
marcha una intervención de emergencia para paliar los estragos de la
desnutrición aguda severa y moderada. Según el doctor Jean François
Saint-Sauveur, coordinador médico de la misión de MSF-España en Etiopía, se
estableció un programa de alimentación terapéutica ambulatoria, incluyendo un
centro para ingresar a los pacientes en peor estado o con complicaciones
adicionales (como la neumonía severa, entre otras). “Durante los más de tres
meses de emergencia, entre abril y julio, hemos tratado a más de 1.600
pacientes por desnutrición aguda y moderada, sumando a niños menores de cinco
años y mujeres embarazadas y lactantes”.
La mayoría de los pequeños se han recuperado, y sus familias han seguido
recibiendo ayuda alimentaria, según explica Jean François. “Nosotros tenemos
otros proyectos en Etiopía, pero en casos de emergencia como estos nos
desplazamos ante la alerta dada por las autoridades y tratamos de montar los
equipos en tiempo récord”. Estos incluyeron a 50 trabajadores de salud locales,
que tras una formación, en tiempo récord también, apoyaron la puesta en marcha
del programa nutricional. Su formación servirá para detectar y responder a la
desnutrición.
Los que han visto cómo llegan a los centros de desnutrición niños como el
que trae Samala a la espalda y son testigos posteriormente de cómo salen
totalmente recuperados de los zarpazos de la muerte más violenta del mundo, la
del hambre, suelen utilizar otra expresión que se repite: “esto es lo más
parecido a los milagros”.
En los últimos años, el tratamiento de la desnutrición se ha desarrollado
considerablemente y la incorporación de los preparados alimenticios, como el
Plumpynut, son los que están tras este milagro. Pero hacerlos llegar a quienes
los necesitan no es nada parecido a un milagro, sino a un viaje tortuoso. “La
falta de agua hace que la población se mueva con más asiduidad, y eso nos
obliga a ser más flexibles con equipos sanitarios más dinámicos para llegar a
todas las zonas de un distrito de más de 80.000 personas, donde el problema era
más agudo”, concluye el coordinador.
“Nadie aguanta más de un mes”
El personal internacional y nacional trabajó por turnos de un mes cada uno.
David Noguera y Candela Lanusse son un médico catalán y una enfermera argentina
bregados en muchas emergencias en contextos extremos. Ambos afirman que nadie
que no sea de Afar “aguanta más de un mes allí”. Y con todo, Jean François no
olvidará el rostro de David al volver de Afar hacia Addis Abeba lleno de tierra
y quemado por el sol. “El tipo nos dio las gracias por haberle permitido ir a
echar una mano en un lugar así. Creyó que su trabajo tenía más sentido allí que
en ningún otro lugar ni en ningún otro momento”.
A Candela también se le iluminan los ojos cuando habla de Afar: “La primera
vez que llegué, me recibió una de sus famosas tormentas de arena, a las que es
imposible resistirse. Solo puedes liarte una pañuelo que cubra enteramente la
cara y la cabeza, y esperar. Luego, recoger todo lo que se pueda recoger. Por
la noche, si refresca algo, se podría dormir al raso, pero no es aconsejable,
pues en cuanto enciendes la luz, aparecen arañas enormes y escorpiones. A veces
decíamos en broma que nos íbamos a dejar picar por uno de esos animales para
enfermar y así tener la posibilidad de ser evacuados. Eso lo decíamos cuando el
calor era imposible”.
Por su parte, David recuerda que en una de las pocas ocasiones que
dispusieron de agua suficiente para poder lavarse, aunque al instante la arena
volviera a cubrirles, olió algo que le devolvió a otro lugar, como en un sueño.
Se trataba de perfume, quizá solo desodorante; en ese instante apareció
Candela, reluciente, peinándose y oliendo a fresco. David la miró sorprendido.
Aquella visión, aquel olor, no iban a durar mucho. “¿Qué haces?”, le preguntó,
“dentro de poco vendrá otra tormenta de arena”. Ella contestó teatral y medio
en broma: “Sí, pero deja que me sienta mujer por un minuto”.
Ni siquiera los más aguerridos de la unidad de emergencias de MSF, a la que
pertenece Candela, han podido resistir la prueba de Afar mucho más tiempo. Y a
pesar de ello quieren volver. Por supuesto, no porque se detecte un alto índice
de desnutrición, sino para reencontrarse con algo que solo allí parece
comprenderse. “La experiencia afar es una experiencia extrema”, dice ella. Pero
entonces vuelve la pregunta: ¿Qué hace esa población viviendo aquí a pesar de
todos los inconvenientes: la falta de agua, el inmenso calor, el ganado escaso,
la poca agricultura, el incierto futuro? Una respuesta me la ofrece Firehiwot
desde la Universidad de Addis Abeba, y es obvia y demasiado simple: “Esa es su
vida, la vida”.
Según la investigadora Firehiwot, el futuro para los afar plantea dos
escenarios: uno negativo, en el que las inversiones foráneas impongan su ritmo
y sus condiciones y ellos, los afar, se queden sin su medio de vida; y otro
algo más optimista, que se basa en un modelo de desarrollo en el que sean
partícipes y no solo víctimas o meros espectadores sin saber qué hacer. Pero
corresponde a los afar y a sus Gobiernos la tarea de encauzar con sabiduría el
cambio de un modelo económico y un modo de vida que puede llevar décadas.
Se estima que la sequía prolongada de esta zona es una de las pruebas más
palpables del cambio climático. Dentro de miles de años, aquí vendrá el mar de
nuevo. Un poco antes, la vida en la tierra, dicen los expertos, se parecerá
mucho a Afar. Si vamos a ser así, gente que se mueve con lo poco que puede
llevar encima en busca de agua, merece la pena compartir su experiencia: una
enseñanza que en medio de su crudeza señala que a riesgo de todo, hasta en
estos extremos, es posible la vida y hasta cierto punto el ritmo de una belleza
que surge de la nada para salvar la vida. Hablando de la vida, el hijo de
Salama sobrevivirá esta vez.
Un canto afar dice: “A aquellos que codician esta tierra les decimos:
nosotros somos sus primeros habitantes. Llevamos el árbol de la dignidad sobre
nuestros hombros”. Es posible que aquí estuvieran los primeros hombres, y
también que aquí estén los últimos, cuando no quede nada en el resto del
planeta. Los niños tratados en los centros de desnutrición de MSF llevan
demasiado temprano la marca de los extremos de la vida, sus riesgos e incluso
sus increíbles recursos para la supervivencia. Vivir con lo indispensable. El
resto tendrá que encontrarse en un camino donde no hay nada, y donde a veces,
contra todo imprevisto, surge todo: agua, salud y una sombra.
Se suele comparar a Afar con el infierno. Y a pesar de
sus condiciones extremas y sus temperaturas imposibles, a Candela se le
iluminan los ojos, David da las gracias, y todos dicen que allí hay algo que
emparenta al ser humano con la dignidad. Nadie vuelve del infierno así, con esa
mirada entre la fascinación y el desconcierto sin saber explicar lo que ha
sentido, como tampoco el fotógrafo que, con el asombro y el cansancio todavía
en la cara, se levanta de la mesa: “Tenemos que volver”, me dice. “Ya”.
Ningún comentario:
Publicar un comentario