Israel Galván, que actúa en la capital francesa con su
espectáculo sobre el Holocausto gitano, baila para los romaníes del campamento
de Ris-Orangis
François
Hollande prometió durante la campaña electoral que su política
de inmigración sería distinta de la practicada por Nicolas Sarkozy. “No habrá
expulsiones en masa sino caso por caso”, aseguró el candidato socialista, y
ninguna minoría será estigmatizada ni utilizada como chivo expiatorio”. Nueve
meses después de llegar al poder, la promesa se ha deshecho como un azucarillo.
El ministro del Interior, el barcelonés Manuel Valls, ha superado
el récord de expulsiones establecido por su antecesor, el ultraconservador
Claude Guéant. 36.822 extranjeros fueron devueltos a sus países en 2012, contra
33.000 en 2011 (un 11% más) y 28.000 en 2010, según datos oficiales. Un tercio
de ellos eran ciudadanos europeos: gitanos rumanos y búlgaros.
En las últimas semanas se han producido varios episodios de discriminación
de la comunidad romaní que sugieren que, como señalan las asociaciones de
derechos humanos, la política de Hollande y Valls es idéntica a la de Sarkozy y
Guéant. En Marsella se ha expulsado ilegalmente a mujeres embarazadas y a
niños. En el distrito XV de París se ha negado la escolarización a niños
gitanos. En la región de la Val-d’Oise se les ha negado el acceso al comedor
escolar.
Stéphane Maugendre, líder del Grupo de Información y apoyo a los
Inmigrantes (GISTI), ha denunciado “la brutalidad y
el maltrato” de las autoridades hacia los gitanos, y ha enfatizado
que esa persecución “está sirviendo como moneda de cambio en un contexto
económico y social cada vez más crítico”.
El caso más inquietante de discriminación ocurre, está ocurriendo todavía,
en Ris-Orangis, una ciudad dormitorio situada a 23 kilómetros del centro de
París, al sur del aeropuerto de Orly y muy cerca de Evry, el municipio donde
Manuel Valls forjó su leyenda de político-gendarme.
El alcalde de Ris-Orangis, un lugar desolador urbanizado en los años
sesenta donde apenas se ven personas de raza blanca, es Stéphane Raffalli, un
político socialista de la provincia de Essone, feudo electoral de Valls y del
PS. Raffalli declaró la guerra a los campamentos
ilegales de gitanos, y puso la vista en una bidonville levantada
por varias familias rumanas el pasado mes de agosto sobre un terreno baldío
situado bajo la carretera Nacional 7.
Su intención de
derribar las chabolas chocó con la opinión del dueño del terreno, el
Consejo General (diputación), que se opuso al desalojo. Pero el alcalde no se
arredró, y en septiembre se negó a escolarizar en el instituto del pueblo a
trece niños del campo. “Es un caso evidente de apartheid”, afirma Sébastien
Thiéry, fundador de la asociación Perou, que ha levantado en el campamento una
“embajada”, una gran cabaña de madera de pino que hace las veces de Iglesia y
de aula de dibujo.
Raffalli alega que las clases están llenas, que los expedientes de los
niños están incompletos y que no tiene medios para gestionar “tanta pobreza”, y
de momento solo ha aceptado colocar a los alumnos gitanos, que tienen entre 4 y
12 años, en un aula especial, un anejo del gimnasio. Parece mejor que la
solución ideada en la periferia de Lyon, en Saint-Fons, donde los niños
romaníes están escolarizados desde noviembre en una comisaría. Las ONG han
definido este nuevo concepto con la expresión “clases étnicas”, y tanto el
ministerio de Educación como el Defensor del Pueblo, Dominique Baudis, siguen
exigiendo la inscripción de los niños. Hace una semana, Baudis dio diez días de
plazo a Raffalli para cumplir la ley. Pero según apunta Anne, una joven
voluntaria del campo, “los alcaldes saben que si los niños están escolarizados
es mucho más difícil expulsar a sus familias”.
En el campamento, el viernes fue día de fiesta mayor. La estrella del flamenco Israel
Galván, el revolucionario bailaor sevillano, acudió al campamento
para bailar y conocer de primera mano la situación de los gitanos. Galván actúa estos días
en el Teatro de la Villa de París con su espectáculo Lo Real,
una visión sobre la persecución nazi y el Holocausto
gitano —Porraimos, en caló—, en el que murieron más de
600.000 romaníes y sintis.
Junto al bailaor, de madre gitana, estaban Pedro G. Romero, director
artístico de Lo Real; los palmeros Bobote y Caracafé —residentes en el
gueto gitano sevillano de Las 3.000 Viviendas—, y la trianera Carmen Lérida, Uchi,
bailaora de vieja estirpe flamenca.
En el campo hay unas 30 chabolas, cada una más precaria que las otras. La
tierra es negra y húmeda, y no hay agua corriente ni luz. Aquí viven 130
adultos y 40 menores de edad. Muchos de los niños han nacido en Francia porque
la mayoría de familias llegaron hace diez años, explica Dragomir, un joven padre
de tres hijos. Cuenta que él vino a París en 2004, que ha sido desalojado “16
veces”, que todos los habitantes del campo son del mismo pueblo —Bius—, y que
el 80% son romaníes.
Los anfitriones han colocado una tarima de madera cubierta con una lona de
plástico azul para que Galván pueda mostrar su arte, y en la puerta de entrada
han pintado una frase del bailaor: “Las fuerzas que un día no tendré las estoy
gastando ahora”. Galván y el Teatro de la Villa han invitado a 12 habitantes
del campamento a ver Lo Real en directo,
y según cuenta Dragomir, la decana, Ivette, de 80 años, lloró viendo el
espectáculo, y al leer la frase de Galván en el programa de mano, exclamó:
“¡Esa soy yo!”.
Zapatillas de deporte, pantalón naranja y plumífero, Galván baila por
bulerías y tonás (uno de los palos más antiguos del flamenco), y al acabar está
sobrecogido y feliz: “He visto muchas caras como la de mi abuela”, decía. “Y es
impresionante que las fotos de los años cuarenta que usamos para preparar el
espectáculo se parezcan a esto. Ahora tiene más sentido la obra. Lo Real es una
mirada personal, no política, sobre el genocidio gitano, sobre la muerte.
La idea es que, pese a las dificultades, a los gitanos nos salva la alegría, la
energía, las ganas de vivir. Ver la alegría de esta gente me hace pensar que
hemos acertado, llena de sentido la obra, es como cerrar un círculo. El mejor
regalo sería que la función sirva para ayudarles. La acogida de París y de esta
gente justifica el trabajo hecho”.
Emilio Caracafé y Bobote, que viven en el gueto levantado en los años
sesenta por la dictadura de Francisco Franco para alejar a los calós del centro
de la ciudad, no dan crédito a lo que oyen. “Es un crimen que eduquen aparte a
los niños. Es como decirles ‘sois distintos y siempre lo seréis’. Igual que
decir que todos los payos son ladrones porque roba Urdangarín”,
se indignaba Caracafé.
“Lo que está haciendo la alcaldía es ilegal”, les explica el activista
Sébastien Thiéry, “y ya pasaba cuando gobernaba Sarkozy. Lo hacen muchos
alcaldes de izquierdas y derechas. No es una cuestión de partidos, es la
sociedad francesa la que está enferma y obsesionada con
los gitanos”.
El problema parece cada vez más real. El viernes, un artículo de la prensa
local arrancaba con la siguiente frase de un vecino de Ris-Orangis: “Ha llegado
el momento de coger los fusiles de caza”. Pero no todos los franceses tienen
esa fijación. Ese mismo día una veintena de voluntarios de todas las edades ayudaba
a organizar la fiesta de Galván. Y un vecino llegó a pie con una carretilla
acarreando un colchón, y explicó: “He sabido lo que está pasando con esta gente
y he decidido que quiero hacer algo por ellos antes de morirme, porque ya tengo
80 años”.
Las ONG esperan que la visita de los artistas dé visibilidad a un problema que cada vez
parece ver menos gente en Francia. La polémica de las expulsiones
ha bajado mucho de tono porque el Gobierno socialista evita atizar verbalmente
la xenofobia, pero los datos indican que los
desmantelamientos forzosos siguen aumentando.
Según la Asociación Europea para la Defensa de los Derechos Humanos (AEDH),
que sigue desde hace años las demoliciones, 11.803 gitanos fueron desalojados
en 2012. Y el 65% (7.594) lo fueron entre junio, fecha de la llegada al poder
de los socialistas, y diciembre. En 2011, Guéant desalojó a 9.396 romaníes, y
un año antes, cuando Sarkozy estigmatizó a los gitanos durante su
célebre discurso de Grenoble, apenas a 3.300.
La industria de la “expulsión voluntaria” está engrasada desde que se fundó
en 2006, y hay incluso autocares especiales dedicados a llevar a los romaníes
expulsados hasta los aeropuertos, donde embarcan en vuelos chárter colectivos.
Pero en París no es raro ver hoy a familias gitanas durmiendo en la calle,
sobre todo Ópera y Bastilla. Cerca de la plaza dedicada a la Revolución está la
Oficina de Inmigración e Integración que concede las “ayudas humanitarias para
el retorno de ciudadanos europeos”.
Sin embargo, el dispositivo de
repatriación parece estar sucumbiendo a sus paradojas: su éxito lo
ha convertido en inoperante y demasiado costoso, porque muchos expulsados
regresan por segunda vez. El gasto total en 2011 fue de 20,8 millones -9,4
millones para el transporte y 11,4 por la prima monetaria de 300 euros-. Con la
crisis, Interior ha recortado el montante de las ayudas y, desde el 1 de
febrero, la paga de 300 euros a los adultos pasa a ser de 50 euros. Para los
niños, baja de 100 euros a 30.
Este cambio sugiere que las llegadas y expulsiones disminuirán. “El
problema es que los que se quedan, como los de Ris-Orangis, no reciben ayuda
para sus derechos básicos, una vivienda decente, atención médica y educación,
porque Francia sigue sin recurrir a los fondos europeos de ayuda para los
romaníes”, explica Sébastien Thiéry.
Aunque parezca mentira, la segunda economía de la zona euro, 65 millones de
habitantes de todas las razas posibles, no encuentra la
forma de acoger a unos cuantos miles de gitanos por año. El 21 de
enero, el Comité Europeo de Derechos Sociales del Consejo de Europa condenó a
París por “violaciones manifiestas” de los derechos de la minoría gitana. Las
acusaciones no han suscitado la menor reacción del Gobierno, y tampoco de sus
aliados de la izquierda radical. Solo protestan los ecologistas, socios del
Gabinete, pero tan tímidamente que no rompen el consenso.
Valls, que dedicó tiempo y esfuerzo el pasado verano a justificar su
política y explicó que se veía obligado a desalojar porque, según declaró a
este diario, se lo pedían “los alcaldes de izquierda”, ya casi no necesita dar
explicaciones. Los grandes medios apenas se ocupan del tema, la derecha no
rechista, los sondeos —sigue siendo el ministro más popular— respaldan su
“firmeza”, y los alcaldes copian su libreto.
Y así, los gitanos
siguen siendo los indeseables oficiales, los únicos que parecen no
tener hueco en la docta y humanista República francesa. Pese a todo, en
Ris-Orangis, los niños, los adultos y los viejos supervivientes del Porraimos
no han perdido la alegría ni las ganas de vivir. Aunque, desde luego, las
fuerzas que están gastando hoy no las tendrán mañana.
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