Dos exposiciones simultáneas en la Fundación Mapfre
y en el Museo Thyssen reactualizan el relato sobre una de las irrupciones
mayores en la historia del arte: el impresionismo. Los tesoros del museo de
Orsay en el primer caso y las relaciones de Monet, Corot, Cézanne o Van Gogh
con la naturaleza, en el segundo, conforman este fascinante viaje
Las espléndidas exposiciones sobre los impresionistas que de forma
simultánea ofrecen la Fundación Mapfre
y el Museo Thyssen
son el relato del movimiento que dio por concluida una larga etapa de la
historia del arte para abrir las puertas a una nueva vida: la de la
emancipación de la pintura de las ataduras formales e ideológicas del canon
académico. Con el impresionismo,
la pintura, el pintor y su entorno crítico y profesional dan un vuelco radical
tras el que ya nada volverá a ser lo mismo.
Todo parte de un gesto que provoca precisamente un gran pintor académico,
Pierre-Henri de Valenciennes, cuando pide a los jóvenes becarios de la Academia
romana, a comienzos de 1800, que salgan a la calle, a la naturaleza, para
pintar "al aire libre", del natural, los detalles del paisaje que
luego incorporarán, como telón de fondo, a las sublimes pinturas de historia.
Lo que ordena la muestra del Thyssen es una taxonomía temática de árboles,
vegetación, agua quieta en los lagos, rugiente en las cascadas, turbulenta en
el mar, montañas, rocas, acantilados y nubes, las malditas nubes inasibles que
obsesionan a Constable con la intervención además del viento y la luz. Son
pinturas íntimas, personales, pequeños cuadros que inicialmente se guardan en
una esquina del estudio pero que, poco a poco, asumen una consistencia y una
autonomía insospechadas.
El paseo por las salas del Thyssen es así un recorrido iniciático en el que
un soberbio lienzo de Corot, por ejemplo, La cascada de la Marmore, está
ya abriendo el camino a los acantilados de Monet, ya puro impresionismo. Un
periodista que viene de París para entrevistar a ese Monet del que tanto
comienza a hablarse le encuentra en el puerto y le pide que vayan al estudio.
Monet le enseña dos barcas amarradas y le dice: este es mi estudio. En una
barca pesco, con la otra salgo a pintar.
Es precisamente con unos iluminadores cuadros de Monet como se inicia el
fascinante viaje por las salas de la Fundación Mapfre de Madrid. En 1893 el
artista escribe una carta a Alice en la que le dice, entusiasmado: "Cuando
comienzo a pintar siempre descubro cosas que no había visto". La pintura
ha dejado de ser representación para ser descubrimiento. Pintar es ya otro tipo
de pulsión, las reglas han dejado de existir. Un artista tan sabio como Renoir
le confiesa a su marchante, Vollard: "He llevado estos cuadros hasta sus
últimas consecuencias, y tengo la sensación de que ya no sé pintar ni
dibujar". Cézanne mira sus montañas y sus frutas, pero confiesa que lo que
ve en el fondo se reduce "a una esfera, un cono y un cilindro".
Gauguin, a su vez, cuando regresa de París a la colonia de Pont-Aven,
decepcionado por la última exposición impresionista, aconseja: "No copien
la naturaleza. El arte es una abstracción", y el magnífico acantilado que
podemos admirar en la Fundación Mapfre está ya en el borde de serlo.
La enigmática mirada del autorretrato de Van Gogh en estas mismas salas
está enmarcada en un rostro curtido por el sol y el viento, cubierto por un
sombrero de paja. Es más el retrato de un campesino que el de un pintor,
alguien que pasa horas, sudando, en medio de un trigal.
Pintar en esas condiciones es también una revolución técnica. El
cuadro sobre el caballete no puede ser de un gran formato, el trazo debe ser
rápido y decidido, no caben los pentimentos, ni temporal ni
técnicamente. La utilización de disolvente y barnices debe restringirse al
máximo: todo lo que puede acarrear el pintor es una caja que no sea una pesada
carga. Igual sucede con los colores. Hay que partir de una gama limitada y
tienen que estar ya preparados. Los impresionistas transforman el comercio de
las tiendas para artistas, generalizan definitivamente el tubo de óleo tal como
lo conocemos hoy, los lienzos ya preparados y los bastidores estándar. Hasta
entonces, en los estudios los colores los preparaban aprendices y los
bastidores se fabricaban por hábiles ebanistas de acuerdo a los formatos.
Es muy interesante ver los traseros de los lienzos en los montajes de las
exposiciones, para comprobar la diferencia entre los cuadros de taller y los
cuadros de las pinturas al aire libre, algo así como la aparición de la
revolución industrial en la infraestructura pictórica. La pincelada rápida y
energética obliga a que la pintura se empaste más, la espátula comienza a ser
tan importante como el pincel, con el inconveniente de que los tiempos de
secado se alargan. Van Gogh le pide repetidamente a su hermano Theo que trate
de encontrar barnices secativos más rápidos. La figura de Theo es, a su vez,
una importante incorporación al universo impresionista: el marchante, que se
ocupa de proveer al artista y comercializar su trabajo para nuevos públicos. El
marchante y su espacio, la galería abierta a la calle, pasan a ser agentes sin
los cuales no es posible entender el entramado del nuevo oficio de pintor.
Los impresionistas han abierto caminos que, en Cézanne, llevan al cubismo,
y en Gauguin a toda una serie de movimientos posimpresionistas como los Nabis,
una aventura mística de incierto interés.
Las dos exposiciones de son una ocasión única para disfrutar del placer de
la mirada moderna y de la definitiva emancipación del cuadro como tema a la
pintura como vivencia.
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