Ángel Gonzalo - Periodista de Amnistía Internacional España 29/11/2012
Constantin, de 39 años, lleva 20 residiendo en Francia, y
durante este tiempo ha sido desalojado dos veces al año por termino medio y
expulsado a Rumania en tres ocasiones. Llevaba 18 meses viviendo con su
esposa y sus dos hijos en un asentamiento informal de La Courneuve, cuando una
delegación de Amnistía Internacional se entrevistó con él, el 21 de septiembre
de 2012, tres días después de que un agente judicial le entregara una orden de
desalojo inmediato del lugar. Según explicó, no había habido consulta de
ninguna clase.
"Es muy duro estar mudándose de un sitio a otro y no tener un lugar
fijo donde vivir. No podemos quedarnos siquiera un poco -explicó Maria, mujer
gitana que vivía en un almacén en Sucy-en-Brie-. Cuando sé que tenemos que
marcharnos, siempre es igual, me duele el corazón."
Carmen, de 27 años, tiene un hijo de ocho y una hija de
cuatro. Vivía en una casucha levantada de manera provisional en
Villeneuve-le-Roi hasta que la desalojaron el 11 de septiembre de 2012. Le
ofrecieron dos noches de alojamiento de emergencia en un hotel. La policía no
le permitió entrar a por sus cosas durante el desalojo y tuvo que caminar
durante cuatro horas con sus hijos y el equipaje hasta llegar al hotel, que
estaba a varios kilómetros de la estación más próxima. Pasó allí sólo una
noche, porque estaba muy lejos del lugar donde vivía anteriormente. Cuando
Amnistía Internacional la encontró, el 22 de septiembre, vivía en una pequeña
tienda de campaña, para dos personas, con su marido y sus dos hijos, en un
asentamiento informal de Champs-sur-Marne. No había acceso a agua ni a retretes
en el campamento, y ninguno de los niños estaba escolarizado. El 16 de octubre
de 2012, se presentó un agente que repartió una citación judicial de desalojo
entre los habitantes del campamento porque se ubicaba en una propiedad privada.
La vista estaba fijada para el 27 de noviembre de 2012 ante el Tribunal de
Grande Instance de Meaux.
Estos testimonios los recogimos en París,
pero hubiéramos podido escucharlos en el poblado de Puerta de Hierro
en Madrid -a punto de ser desmantelado por el Ayuntamiento- y en muchas otras
ciudades de España y de Europa
como Burgás, en Bulgaria; Atenas en Grecia; Roma en Italia; Miercurea
Ciud en Rumania; o Nuevo Belgrado en Serbia. La población gitana es la minoría
étnica más numerosa de Europa, con 12 millones de personas, y una de las que
más discriminación sufre.
Las personas de etnia gitana viven mayoritariamente
en asentamientos carentes de servicios públicos mínimos y a menudo son
desalojadas sin ser consultadas previamente, sin recibir aviso con suficiente
antelación y sin que se les ofrezca ningún alojamiento alternativo. Con
frecuencia, son víctimas de desalojos forzosos, pierden sus hogares y se ven
abocadas a unas condiciones de vida y vivienda deplorables. Muchas también
pierden sus propiedades y el acceso que tuvieran a educación, empleo, sanidad y
servicios sociales.
En el caso de Francia, la mayoría de las 15.000 personas
gitanas que viven en su territorio proceden de Rumania, y algunos de Bulgaria.
Casi todos han huido de la pobreza crónica y la discriminación que sufrían en
sus países de origen.
Al no tener la ciudadanía francesa, les está
prohibido por ley permanecer en el país más de tres meses si no tienen
trabajo o no pueden demostrar que cuentan con medios suficientes para su
sustento.
Sin embargo, al pertenecer a la Unión Europea, si les
expulsan, tienen derecho a regresar, que es lo que muchas personas hacen en
reiteradas ocasiones.
Como en Francia -y tantos otros países del entorno- hay
una falta crónica de vivienda adecuada y refugio de emergencia para quienes lo
necesitan, las personas que son desalojadas se ven obligadas a vivir dans la
rue. Y esto, pese a quien le pese, es una flagrante violación de derechos
humanos. La pregunta es hasta cuándo van a seguir permitiéndolo las
autoridades. El problema no es nuevo. Y las calles, aunque sean de París, no
son acogedoras para vivir.
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