Ildefonso Arenas revive la decisiva batalla en una novela
monumental centrada en el general español Miguel de Álava, ayuda de campo de
Wellington
JACINTO ANTÓN
Waterloo 23 DIC 2012 - 20:33 CET
Piso en este día gris el embarrado campo de batalla de Waterloo y la tierra
parece rezumar sangre bajo mi bota. Hasta donde alcanza la vista estamos solos
a excepción de una bandada de cuervos que aparecen en nuestro flanco izquierdo
como un remedo de los negros jinetes de Blücher, los húsares de la muerte,
llegando a tiempo aquel 18 de junio de 1815 para el festín de la victoria al
grito de “¡keine gefangenen!”, (¡sin prisioneros!). Impasible entre la
ventisca, con las espesas cejas que le dan un aire de mariscal ruso casi
heladas, Ildefonso Arenas revive el combate, la carga devastadora de Ney contra
los cuadros ingleses, el ataque final de la Vieille Garde, y el aire se llena
del ensordecedor tronar de los cañones, el chasquido de los fusiles y el
retumbar de la caballería. Le pediría al escritor que nos refugiáramos bajo el
célebre olmo de Wellington, pero él árbol ya hace mucho que no está.
Desde ayer recorro esforzadamente con Arenas, autor de una novela
monumental sobre Waterloo, los escenarios, algo dejados de la mano de Dios, de
la batalla que desbarató a Napoleón y cambió el destino de Europa. Hemos
visitado, en una galopada digna de Si hoy es martes esto es Bélgica
tantos parajes, pueblos y monumentos (a veces camuflados cerca de un Media
Markt o discutibles como el de la caballería holandesa en Quatre-Bras) que
hasta durante una parada piadosa en el Museo Hergé de Louvain- la-Neuve, que
nos pillaba de paso, me ha parecido escuchar entre las viñetas de Tintin el
temible fragor de los coraceros. En el museo Wellington de Charleroi (antiguo
cuartel general del duque), agotado, he estado a punto de echar una cabezadita
en una cama, pero Arenas me ha advertido de que en ella expiró el coronel sir
Alexander Gordon tras parar con la pierna en Waterloo un proyectil francés de
ocho libras y quedarle el fémur saliéndole por el calzón...
Ildefonso Arenas (Madrid, 1947), una figura prácticamente desconocida hasta
ahora de nuestras letras pero que cuenta ya con Carmen Balcells como agente, ha
alumbrado una novela extraordinaria: por el tamaño (1.214 páginas: imaginen lo
que es llevarla en Ryanair y arrastrarla por media Bélgica, lloviendo), el
asunto (la última campaña de Napoleón y el antes y el después de la misma) y la
calidad literaria. Es Álava en Waterloo (Edhasa) una novela histórica de
las importantes, grandísimo fresco de toda una época, en la que caben sutilezas
políticas, escenas de cama (o bañera: ¡Talleyrand y su sobrina!) y bailes,
junto a grandes maniobras, sanguinarias acciones bélicas y salvajes
amputaciones. Pese a todas las atrocidades que, al cabo relato de una guerra,
no puede evitar, el libro está atravesado por una fina ironía y un gran sentido
del humor.
Además, se centra en un personaje sensacional de nuestra historia al que
resucita y reivindica: el militar y diplomático español “injustamente olvidado”
Miguel de Álava (Vitoria, 1772-Barèges, 1843), que no sólo fue la única persona
que estuvo, agárrense, en Trafalgar (como capitán de corbeta en el Príncipe
de Asturias) y en Waterloo, sino que en la segunda batalla, agregado al
Estado Mayor británico, lo hizo (ataviado con uniforme de general inglés) en
calidad de ayuda de campo y amigo del gran vencecedor de la jornada,
Wellington, al que ya había asistido en la campaña de la Península. Si Álava
fue como lo pinta Arenas —él asegura que sí—, valiente, leal, efectivo
(“decisivo en Waterloo, Wellington le debe parte de su gloria”) y simpático,
vive Dios que habría valido la pena conocerlo. “Era como Gutiérrez Mellado, esa
clase de hombre”, afirma el escritor, que considera a Álava “el militar más
internacional que hemos tenido”. Liberal, ilustrado y sospechoso de masón,
Fernando VII lo hizo encerrar aunque luego se lo cedió a Wellington, al que no
podía negarle nada.
El itinerario con Arenas, tras encontrarnos en el aeropùerto de Charleroi,
comienza de manera bastante poco prometedora en Fleurus, donde nos perdemos en
busca del molino Naveau desde el que Napoleón oteó a los prusianos el 16 de
junio, antes de pegarles una paliza en Ligny (“en realidad Waterloo son cuatro
días y seis batallas”). Al final damos con el dichoso molino. “Ahí arriba, en
una plataforma que le montaron, se situó el Emperador con el catalejo mientras
las pasaba putas a causa de un cólico nefrítico. Ligny podría haber sido una
batalla decisiva, pero Napoleón dejó escapar luego a los prusianos. Ahí empezó
a perder la batalla de Waterloo”. Arenas, que manifiesta una curiosa
predilección por los prusianos (“fueron los verdaderos vencedores de Napoleón,
pero Wellington era un genio del marketing”) quiere que sigamos la ruta de
retirada de éstos. Lo hacemos, en coche, al pass de charge de los grenadiers-à-pied,
mientras el escritor va brindando informaciones. “Napoleón tenía el
ejército lleno de prima donnas, hasta 25 mariscales en 1815; piensa que
los prusianos, gente seria, tenían solo dos”. “Aquella fue una campaña de
locos, todos cometieron errores, los franceses y la Séptima Coalición de los
Aliados, aunque al final pasó lo que era lógico: el ejército de 220.000 hombres
derrotó al de solo 125.000”. En Ligny —lugar de la derniere victoire de
Bonaparte—, el museo dedicado a la atroz batalla está cerrado, pero paramos en
una curva para retratar un cañón de 12 libras (“Napoleón los llamaba belles
filles, este se le conoce como Le Formidable) en la cuneta. Le pregunto a
Arenas, para calentarme, por ese mundo de la alta sociedad que retrata en su
libro, lleno de aristócratas rijosos y duquesas y princesas casquivanas. “Si no
fuera inmoral no sería interesante, en todo aquello había intereses y política,
pero también mucho vicio”.
Más tarde, precisamente mientras comemos unas boulettes à la liégeoise
en Lasne, Arenas explica lo de la herida de Álava. “En la campaña de España,
recibió un tiro en un mal sitio, malo de verdad, y quedó averiado para
procrear”. Cambio de tercio y le pregunto por la aportación de su libro a la
infinidad de relatos sobre Waterloo. “He explicado la campaña en tramos
horarios, algo que es original y la hace muy comprensiva, aparte de devolver a
Álava su importancia en los acontecimientos”, dice. De vuelta a la batalla,
admiramos en el Museo Wellington la prótesis de Lord Uxbridge, sables hallados
en el campo de batalla, y el uniforme de un Royal Scot Grey, entre otras
maravillas.
Al día siguiente, tras dormir entre pesadillas de dragones y lanceros,
ascendemos la vertiginosa escalera del monte artificial de la Butte du Lion
para ver el campo de batalla, entramos en el tan grandioso como hoy naíf
panorama y nos pateamos todos los monumentos conmemorativos vecinos: a la
legión alemana, a Gordon, a los belgas muertos aquel 18 de junio, al último
cuadro de la Garde Impériale —dit de l'Aigle Blessé—... Pero es frente a
la Haye Sainte, la granja ensangrentada clave de la posición de Wellington y
que vivió uno de los combates más feroces, donde la historia, pese a los automóviles
que discurren velozmente ante el edificio, parece materializarse con mayor
fuerza. A los pies de los muros el ladrillo desencalado presenta un siniestro
tono rojo oscuro. Es fácil evocar los “miles y miles de cuerpos, de hombres y
de caballos, retorcidos en posturas imposibles” de los que habla Arenas. En la
iglesia de Saint Joseph, en el pueblo de Waterloo, leemos con emoción las
estelas conmemorativas de los caídos, como Alexander Hay, de 18 años, corneta
del 16º de Light Dragoons.
Mientras cae la tarde visitamos el monumento a los
prusianos en Plancenoit, que es el lugar favorito de Arenas, y el cementerio de
la iglesia del pueblo donde la Jeune Garde masacró a un centenar de prisioneros
(“Hago la guerra”, decía Napoleón, “no sin horror”). Con el ánimo ya muy
sombrío llegamos a Genappe y en el pequeño puente sobre el río Dyle, hoy junto
a una mercería, el escritor revive magistralmente el terrible embotellamiento
de los franceses en fuga, incluida la comitiva imperial —Napoleón abandonó aquí
sus carruajes para montar uno de los caballos de sus lanceros rojos y huir—
perseguidos por los prusianos tras Waterloo. Fue una debacle. “Aquí desaparece
la Gran Armée. Aquí acaba en realidad Waterloo”. Las vecinas Galeries du Meuble
ponen una nota premeditadamente escalofriante con su letrero de Liquidation
totale. Y se hace de noche.
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