Más de cinco millones de personas han muerto ya en Congo
víctimas del conflicto bélico más mortífero desde la II Guerra Mundial.
En la espiral de violencia caen también cada año miles de
mujeres, violadas salvajemente.
Estas son las historias de algunas de ellas
Claudine Ombeni, muller violada, co bebé nacido da ultraxe |
Claudine Ombeni y sus amigas encauzan la carretera sin asfaltar hacia el
bosque. Sus madres necesitan leña para cocinar. Las jóvenes amas de casa
juegan, corren a ratos, como pequeñas siluetas de una acuarela viva marcada por
la imponente figura humeante del volcán. El cielo empuja nubes veloces y
atiborradas de lluvia tropical, los refugiados luchan y los soldados mendigan.
Algún ataque detrás de las montañas, seguro, nada que inquiete
extraordinariamente a los inquilinos de Goma, la capital de Kivu Norte, en
Congo. Las niñas que buscan leña son parte de la escandalosa naturaleza y del
castigado paisaje humano de la cuenca del magnificente río Congo. Es en su
húmeda selva tropical, en la parte oriental de un país que perfiló un astuto y
codicioso rey belga, donde Claudine recoge ramas no demasiado grandes para
calentar su humilde supervivencia.
Sortean patinetes cargados de carbón vegetal y se adentran en el parque
Virunga. Claudine y sus amigas son ajenas a la fascinación que generan los
célebres gorilas de montaña que allí se esconden. Como desconocen el atractivo
económico de la madera de su bosque —el segundo más grande del mundo y pulmón
de África— y de su tierra rellena de estaño, tántalo, tungsteno y oro, todos
ellos “minerales de sangre” tan necesarios en oficinas de encorbatados en
ciudades sin volcanes ni guerra ni polvo, punteras en telefonía y nuevas
tecnologías.
Con el fajo en la cabeza vuelven más lentamente de lo que han ido. Pero no
han salido aún del bosque cuando un grupo de soldados les rodea.
—Nos preguntaron si preferíamos, perder la vida o que nos la destrozaran.
Una de ellas pidió morir. Una bala la desplomó de inmediato.
—A nosotras nos llevaron selva adentro. Estuvimos secuestradas durante un
mes antes de lograr escapar. Nos violaron cada día distintos hombres.
Tan crónicas como la guerra son las violaciones al este del Congo.
La velocidad de la guerra: cuarenta y ocho mujeres por
hora
En la 8ª Región Militar de Goma ha empezado una función sobredimensionada.
El tribunal marcial improvisado bajo una carpa en el patio del cuartel juzga el
caso de la violación de una niña de dos años. En el banco de los acusados un
soldado de bajo rango pagará, sea o no culpable, por todos sus compañeros, que
jamás serán cuestionados. El fiscal grita, gesticula e insulta exageradamente
al sargento. Quiere convencer de que la impunidad, una palabra que repite
enfáticamente, se ha acabado. Pero la realidad es demasiado evidente para que
unos pocos juicios la escondan. Desde septiembre de 2008 hasta principios de
2012 el Tribunal Militar para las zonas operacionales de Kivu Norte solo ha
tratado 41 casos de violencia sexual y solo siete se cerraron con condenas. Uno
de los culpables, sentenciado a perpetuidad por violación masiva, se evadió de
la cárcel.
Las cifras más cautas (las de Naciones Unidas) dicen que más de 15.000
mujeres pueden ser violadas en un año. Pero la revista American Journal of
Public Health dispara las víctimas a 400.000 anuales, lo que significaría
que cada hora son agredidas 48 mujeres. “La mayoría de los violadores son
soldados del Ejército o de algún grupo armado”, deplora la incansable luchadora
Justine Buhimba, amenazada de muerte y obligada a exiliarse en varias
ocasiones. Pero el fenómeno ha empezado a calar también entre los civiles.
Pero ¿por qué violan? “Hay quienes lo utilizan para humillar y exterminar a
un grupo étnico; para otros es un acto de venganza; mientras que la tercera
razón suele ser el fruto de los largos periodos de los soldados sin ver una
mujer”, cuenta otro prodigio de la voluntad, Vinciane Sibkasibka, responsable
de una red de asociaciones locales de Beni que se pasea por el territorio
dejando semillas de apoyo y sensibilización. “Tras meses enteros en la selva,
escondiéndose y luchando, cuando encuentran una oportunidad se abalanzan a
ella. Una decena o más de hombres pueden violar a una sola mujer y si muere
siguen ultrajando incluso su cadáver”, relata.
La invisible justicia calla estridentemente bajo
sus gritos mudos
Y detrás de todos los porqués: la guerra. “Nuestra cultura es machista y
patriarcal, pero la violación jamás había sido aceptada. Cuando yo era pequeña
los violadores eran expulsados de sus comunidades. Rechazados por su familia
tenían que abandonar el pueblo y se veían abocados al vagabundeo y a los
insultos. Es la guerra quien masificó la violencia sexual”, explica Vinciane.
La inestabilidad en el este de Congo empezó con el tsunami humanitario y
militar que dejó el genocidio ruandés, en 1994, y no ha cesado desde entonces.
En este momento, Congo es escenario del peor conflicto del planeta, en el que
participan grupos armados e intereses extranjeros. Y la vecina Ruanda sigue
poseyendo los ases de la baraja de la desestabilización. La provincia más
vejada: Kivu Norte.
Actualmente no son los agresores sino las víctimas las que son impugnadas
por la comunidad.
Puticlubs precoces y excombatientes infantiles
El oro abunda en Beni. Su explotación y comercio sella las actividades de
la región. La tierra es una de rojez intensa y las pinturas presuntamente
sensibilizadoras que en muchas paredes conminan a “respetar a la mujer” con
letras coloridas y simpáticos dibujos parecen burlarse de todas las mujeres,
ancianas y niñas que mantienen en sus andares una dignidad que les arrebatan a
diario. Huele a húmedo.
Los “cuarteles generales” de Beni no son ninguna base militar. Los
batallones son de chicas con falda corta, maquillaje barato y labios
malversados que aún no han cumplido los 18. Beben mbandule —un licor fermentado
de banana— y reciben a los clientes con los brazos abiertos. Los burdeles son
humildes casitas de madera añeja y techo de chapa, sin habitaciones. Trapos
raídos separan los dormitorios sin intimidad. En cada uno convive media docena
de niñas sirviendo a los hombres pobres que pagan miseria o a los hombres
armados que pagan si lo desean. Los primeros clientes llegan a media tarde.
Kesomeko viene a desahogarse por dos dólares. Su amigo Rasta, también
excombatiente mai mai, tiene la cabeza grande y la expresión matizada por
alguna hierba inhalada hace poco rato. Tiene menos cerebro y más verborrea que
Kesomeko. Pero es mayor y más fuerte. Le asignaron el grado de capitán por su
valentía, dice él, una categoría ganada con la formación exprés que le ha dado
salir directamente al combate. Kesemeko era su guardaespaldas. Delgado,
discreto, anda arrastrando una adolescencia de 15 años y recuerdos punzantes.
El pequeño tiene más experiencia. Con 10 años ya era mai mai y es él quien
animó a Rasta a ser parte de la milicia más desordenada de la zona, surgida de
la ira de lo vivido y envuelta por las creencias en fuerzas sobrenaturales. “En
la milicia se pasa hambre, se hace la guerra, pero quería vengar a mi madre
asesinada”, cuenta Rasta mascullando. Ahora, los dos adolescentes solo quieren
unos tragos de mbandule y un polvo por dos dólares en los cuarteles generales
de Beni.
Los niños excombatientes visitan a niñas prostitutas, proyectando con cada
jadeo el futuro absurdo de su generación.
El bebé de Claudine
En una sala de la clínica privada Heal Africa, Claudine cuenta cómo logró
escapar de su cautiverio sexual mientras sostiene un bebé de ojos saltones. La
criatura no llora. Ella tampoco. Pero la tristeza pesa en cada una de sus
palabras más que cien mil sollozos.
—A veces, cuando le miro, toda la secuencia me viene a la cabeza.
Moisés fue concebido por Claudine y uno de sus profanadores. Sin maldad,
con la frágil voz que le autoriza a soltar el miedo, se expresa sinceramente.
—A veces no le quiero. Es como un espejo del pasado. Pienso en abandonarlo
o, si la ira me invade, deseo su muerte. A veces he querido matarle. Sé que no
está bien, que tengo que cuidarle y amarle. Y lo hago. Pero me resulta muy
difícil.
Más allá de los expatriados oenegeros y los cascos azules multiculturales,
que disparan los precios locales y colapsan el tráfico de todoterrenos, se
esconde la verdadera jet set de Kivu. La conforman una trama de congoleses con
puestos de mando, libaneses con negocios e influencias, chinos con buenas
conexiones y amos de las casas de compraventa de mineral, sudafricanos con
concesiones y mestizas bien enlazadas. Hablar de Heal Africa supone para ellos
el estallido de una sarta de anécdotas varias que van desde apendicitis no
detectadas a inyecciones equivocadas. Una rotunda no opción para su salud.
Las mujeres violadas que son aquí cosidas y operadas no pagan. Como tampoco
eligen. El simple hecho de acceder a un médico es para ellas un milagro en un
lugar donde la estructura sanitaria es mínima. A Claudine la “convencieron”
para tener el niño. El aborto es ilegal y la clínica americana, cristiana.
De abusos indeseados a hijos indeseados. Niños cuyo corazón late marcando el
tictac de una bomba de relojería.
El cura y el candidato
Una amistad agoniza entre bocado y bocado. El candidato a diputado
provincial y el cura han sido enemigos encubiertos durante años. Por
conveniencia o por pragmatismo han mantenido un equilibrio antinatural basado
en su origen: Walikale. Es en su tierra natal que se esconde la codiciada y
remota Bisie, la mina de estaño más grande del país, única en el mundo por el
alto grado del metal. También una de las más militarizadas y corruptas. Siempre
controlada por grupos armados, que sacan un alto rédito de su explotación
artesanal y abusiva, da también dividendos al Gobierno provincial, al de la
lejana capital, Kinshasa, que cobra tributos no oficiales por “dejar hacer”, y
sobre todo a Ruanda.
Los llamados “minerales de sangre” de Congo son aquellos vinculados al
mercado ilícito y a la financiación de grupos armados. El estaño es uno de
ellos, junto con el oro, el tantalio y el tungsteno, todos ellos fundamentales
para la producción de los teléfonos inteligentes, ordenadores y para el mercado
de las nuevas tecnologías. Se calcula que en Bisie se encuentra el 70% del
estaño del país.
En el territorio de Walikale una brutal saga de violaciones masivas en 2010
vejó a 300 personas, la mayoría mujeres, en cuatro días. Los atacantes:
soldados de una coalición contranatura entre tres grupos habitualmente
enemigos, todos ellos vinculados al control de Bisie. El cura y el candidato se
amenazan con indirectas mientras se desvanece la cena sin postre. El candidato
está furioso porque es la hermana del cura quien ha obtenido el escaño. De
repente, entre queja y lamento, el derrotado espeta:
—La ola masiva de violaciones es una mentira, una mera estrategia de las
ONG para obtener fondos.
Quizás es por su desfachatez que no sumó suficientes votos. Y con su
comentario ahoga un poco más la dignidad de su pueblo.
“Es imposible disociar el conflicto del Congo y su violencia sexual del
negocio ilícito de minerales”, asegura Fidel Bafilema, investigador de Enough
Project. Mientras haya financiación, habrá guerra; y mientras el conflicto
continúe, seguirá la espiral de denigración de la mujer. Se estima que los
grupos armados ganan unos 65 millones de euros anuales solo con el comercio del
estaño.
Telefónica reconocía en 2010 su “preocupación” por si el suministro de los
metales usados en la fabricación de artículos electrónicos de consumo “está
contribuyendo a la violación de los derechos humanos por grupos armados en la
región en conflicto del este del Congo”. Pero añadía acto seguido que “no
existe ningún método fiable que permita rastrear los metales hasta sus minas de
origen ni verificar que se trata de minerales que no proceden de zonas en
conflicto”.
La industria sigue su ritmo, el juicio de Walikale sigue pendiente y,
mientras tanto, nuevos casos siguen ocurriendo. “El gran problema es que las
violaciones masivas ocurren casi a diario”, suspiraba Justine semanas antes de
tener que volver a huir tras el recrudecimiento de los combates y nuevas
amenazas.
No hay sarcófago para Moisés
El año 2012 arrancó sin más ni menos esperanzas que cualquier año anterior.
El conflicto dormía, como el volcán, hirviendo sin escupir lava. Solo harían
falta unas semanas para que Bosco Ntaganda, Terminator, lo recrudeciera.
Un tal Kambale se esmeraba en sacarse Derecho, Sami asfaltaba para su patrón
chino la carretera principal y Jean Dédé lograba ganarse la vida con su negocio
de cristales con Ntaganda como uno de sus mejores clientes. Aunque acarreaba
una orden de arresto internacional, Ntaganda fue bienvenido en 2009 al Ejército
con cargo de general y hasta hace unos meses comía tranquilamente en los
mejores hoteles de la ciudad protegido por su harén de fieles y comerciaba con
minerales ilegalmente sin causar mayor revuelo. Ahora ha vuelto a la rebelión y
se ha vigorizado de nuevo la guerra.
Cuatro años después, Claudine sigue viviendo a las puertas del campo de
refugiados de Mugunga, en una raquítica alcoba de madera decorada por unas
pegatinas borradas, dos bancos inestables y cuatro fajos de ramas, que habrá
ido a recoger al bosque.
Claudine sigue viva, sigue triste, sigue siendo muy joven. Acaba de cumplir
los 19.
—Moisés murió hace unos meses. Me levanté por la mañana y no respiraba. No
sé la razón. Quizás el hambre. Lo enterramos cerca del lago, sin tumba. No
pudimos pagar un sarcófago.
Y se desmorona.
Fantasmas de ayer y de hoy
Hace poco más de un siglo el empleado de una naviera destinado en el puerto
de Amberes observó que los buques de la línea de Congo llegaban cargados de
marfil y caucho hasta las escotillas, pero que cuando soltaban amarras
dirección a Congo transportan solo oficiales del Ejército, armamento y
munición, cuenta Adam Hochschild en El Fantasma del rey Leopoldo. Aquel
desconcierto llevó a descubrir que la benevolencia del comercio solidario del
que se jactaba el propietario de la colonia, el rey belga Leopoldo II, y del
que había convencido al mundo, no era tal, sino que detrás de la cortina de
humo se escondía un salvaje crimen y un brutal saqueo que redujo la población
congolesa en más de cinco millones de personas. Además de destruir sus
estructuras sociales.
Cien años más tarde, el Congo cuenta con la segunda
misión de paz (MONUSCO) más extensa del mundo y cientos de ONG trabajan sobre
el terreno. Aun así, ya han perecido más de cinco millones de personas en el
conflicto más mortífero después de la Segunda Guerra Mundial. Y la guerra está
lejos de extinguirse. Salen toneladas de minerales y entran soldados, armamento
y munición.
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