En África hay diamantes de sangre, y en Pakistán, gemas
hechas de esfuerzos sobrehumanos en las montañas del Karakórum, en altitudes de
más de 4.000 metros. Hemos estado con esos hombres que buscan tesoros en las
cumbres.
Una explosión rompe la calma del pueblo de Dassu, a orillas del río Braldo
en las montañas del Karakórum pakistaní. Un par de kilómetros río arriba,
colgado a 80 metros del suelo, Mohammad Ashraf coloca otro cartucho de
explosivo wabox de 50 × 500 milímetros y enciende la mecha
antes de parapetarse en un agujero contiguo. Lleva un viejo arnés del ejército
con el que se asegura a una cuerda despeluchada. Unos metros más abajo, su
compañero Gulam Nassur se protege de los fragmentos de roca detrás de un
compresor chino que han embutido en una oquedad excavada en el granito.
La explosión sacude el valle y hace que una lluvia de piedras salte como un
vómito al vacío. Gulam y Ashraf, provistos con mazos y punteros, pican ahora en
precario equilibrio sobre el abismo. Buscan gemas en las bandas de pegmatita
que fenómenos tectónicos profundos convirtieron en cristales. Manejan kilos de
explosivos ilegales, trabajan en una pared colgados de cuerdas y escalan
cargados con pesados martillos neumáticos para taladrar. No está de más señalar
que están a las puertas de un parque nacional. Pero en estas montañas, como en
otros muchos puntos de Pakistán, la supervivencia desplaza a la legalidad. La
historia de Gulam y Ashraf es la de un país siempre al borde de la tragedia que
se sobrepone a base de risas. Si encuentran una buena pieza de aguamarina, un
rubí o una esmeralda, serán ricos; si no, continuarán trabajando de sol a sol en
su miseria cotidiana.
Skardú es una ciudad polvorienta, capital
de la región de Baltistán, en el norte del país. Los bazares se apiñan a ambos
lados de la única carretera que cruza las montañas en dirección a Islamabad.
Las viviendas de una planta se amontonan detrás de las tiendas, en un caos de
cables, canales de riego y calles sin pavimentar. Gilgit-Baltistán es una de
las zonas de Cachemira controladas por Pakistán. Según el Institute for Gilgit Baltistan Studies, la
renta per capita de esta provincia es una cuarta parte de la media
nacional, y más de la mitad de la población vive por debajo del límite de la
pobreza. En Skardú se concentra la venta de gemas, un negocio abastecido por
unos 3.800 mineros que trabajan principalmente en los valles de Shigar y en el
distrito de Rondu.
Rozi Ali es un bepari, un tratante de piedras preciosas y minerales.
Su casa de Skardú es un edificio de dos plantas con un porche sostenido por
columnas pretenciosas. Conduce un todoterreno último modelo. Las ruedas del
vehículo tienen un profundo dibujo. Cada uno de estos tres detalles –la casa de
dos pisos, el vehículo y los neumáticos nuevos– dan muestra de su elevado
estatus económico. Rozi tiene 35 años y dos hijos, es chií como la mayoría de
la población en Baltistán, y en el salón de su casa muestra orgulloso una foto
de un viaje religioso a Irán. Su hijo pequeño saca paquetes de piedras
envueltos en papel de periódico. En un instante, el estrecho recibidor se llena
de centenares de piezas de aguamarina, topacios, epidotos, esmeraldas,
turmalinas, granates y rubíes. Son piedras en bruto, algunas de alta calidad.
Rozi Ali vende los ejemplares más grandes a museos extranjeros, mientras que
las piezas más menudas viajan a Peshawar, Karachi, India o Tailandia, donde
serán talladas y certificadas por un laboratorio gemológico, muchas veces sin
tener en cuenta su procedencia.
La aguamarina es la estrella de la zona. Se trata de una variedad de color
azul verdoso del berilo que se forma por cristalización de los fluidos
asociados a las venas pegmatíticas. En las montañas de Baltistán, estas vetas
se encuentran en paredes verticales de muy difícil acceso. Rozi se pasa el día
hablando por teléfono con mineros y compradores, en urdu, en baltí y en un
inglés básico. Tras colgar, sujeta con una mano una gran pieza de aguamarina
que compró el día anterior por 800 euros, y que en un par de días venderá a un
museo alemán por el triple. Toda una fortuna en esta parte del mundo. Una
piedra de alta calidad para joyería con grandes dimensiones y de un profundo
color azul puede alcanzar un precio en Skardú de 50.000 rupias paquistaníes
(unos 400 euros) por quilate (0,2 gramos). Esta misma piedra, una vez tallada,
certificada y colocada en el mercado internacional, puede alcanzar los 1.200
euros el quilate.
La aldea de Hushé está situada a una
altitud de 3.100 metros, en pleno corazón de las montañas del Karakórum, no muy
lejos de la frontera con China y del glaciar de Siachen, una zona en conflicto,
ahora ocupada por el ejército indio. Se trata de una de las áreas más remotas
del mundo y la cuna de las grandes montañas que superan los 8.000. Cuatro
cumbres principales y una secundaria superan esa elevación. La más conocida es el K2, segunda altura
del planeta, con 8.611 metros, y la más difícil y peligrosa de
ascender. Una de cada nueve personas que alcanzan esta cumbre muere
durante el descenso. En 2008, 11 personas murieron a causa de una avalancha de
nieve en el lugar conocido como el “cuello de botella”, a una altitud de 8.300
metros. A esa altura, respirar o pensar se convierten en ejercicios extremos.
Durante los últimos 30 años, desde la popularización del turismo de
montaña, los hombres más fuertes de Hushé se han dedicado a trabajar como
porteadores de altura. Son los tipos que cargan, los que ponen la cuerda, los
que abren la huella, los que acarrean las botellas de oxígeno, los que recogen
los campamentos cuando todo ha terminado. Las ganancias durante la corta y
arriesgada temporada pueden ser cuantiosas: unos 1.800 euros por una expedición
de cinco semanas. Para los que no tienen esa fuerza excepcional o evitan tanto
riesgo queda el pastoreo o la minería.
Gulam Nabi tiene una apariencia endeble, pero si se escruta en el fondo de
sus ojos se puede encontrar el gesto alegre e indiferente de quien ha esquivado
muchas veces la muerte. También sus manos cuentan otra historia que poco o nada
tiene que ver con su porte delgado y su aspecto tímido. Conserva todas las
falanges, algo no muy usual entre hombres que se pasan la vida manipulando
explosivos o subiendo cargas a 8.000 metros con temperaturas de hasta 30 grados
bajo cero. Sus dedos son robustos, con la carne prieta y oscurecida por el
trabajo, pero su mirada conserva un brillo adolescente a sus 32 años, como si
sus actividades de cada verano necesitasen un poco de ironía juvenil. Gulam
explica que siempre ha cuidado mucho sus dedos en la altura de la montaña.
“Cuando subo por encima de los 7.000, nunca me quito las manoplas de pluma. Un
momento con la mano descubierta y te congelas”. Termina la frase con un
movimiento que recrea unas tijeras imaginarias. Una leve congelación a esa
altura significa amputación.
Gulam Nabi es de Hushé. Tras ocho años trabajando como porteador de altura,
ahora ha dejado parte de su temporada de verano libre para probar fortuna con
la minería. El verano es corto en estas montañas de Pakistán, apenas dos meses
en los que el clima es lo suficientemente benigno para trabajar por encima de
los 4.500 metros. La mina de Gulam Nabi está a dos días caminando de Hushé, en
el margen derecho del glaciar de Gondogoro, rodeada de montañas que superan los
6.000 metros. A poca distancia del prado, colgado sobre la morrena glaciar
donde se encuentra el campamento minero, está el Laila Peak, una de las
montañas más bellas de Pakistán, y el Masherbrum o K1, 22ª altura del planeta y
una de las más difíciles. Los mineros trabajan en un equipo llamado handual,
compuesto por ocho o nueve personas. Dos o tres son los inversores. Uno compra
el explosivo; otro, el martillo neumático (en este caso, de fabricación china y
de gasolina), y el tercero se ocupa de los gastos de comida. El resto son
obreros sin ninguna preparación. Los inversores no trabajan, pero el reparto de
los beneficios es equitativo entre todos los miembros del handual.
El caso de Gulam Nabi es especial, pues ha decidido trabajar solo. La mina,
enclavada en el parque nacional del Karakórum, es propiedad del pueblo, y él no
tiene ningún permiso. Durante varios días transporta cargas de 30 kilos hasta
el campamento, una dura faena a la que está acostumbrado por su ocupación de
porteador. Desde el prado de Shakg La, a 4.300 metros, busca una vena de
pegmatita donde comenzar la tarea. El lugar elegido resulta estremecedor. Allí,
en el lugar más peligroso de la montaña, Nabi ha establecido su lugar de
trabajo. Gracias a su experiencia como escalador, asciende con facilidad 60
metros sobre la roca compacta hasta alcanzar un dique pegmatítico. “He
observado durante varios días la pared con los prismáticos hasta encontrar
oquedades en una veta. Donde la roca es blanda hay más posibilidades de
encontrar gemas”, dice mientras su mujer calienta un té con madera de sabina.
“Subí el martillo compresor con un sistema de poleas y rápidamente me puse a
picar y a dinamitar para hacer un agujero donde protegerme para que no me
golpeasen las piedras. Pero este primer año no ha habido suerte, apenas he
encontrado unos cristales sin valor”, afirma resignado, sentado en el suelo con
las piernas cruzadas, mientras sorbe el té salado con mantequilla, una bebida
que constituye la dieta básica de los baltíes.
Para la época en que la lluvia torrencial del monzón traspasa la cadena del
Karakórum y provoca inundaciones, Gulam, gracias a sus conocimientos de
montaña, ha encontrado un nuevo negocio: “Cada vez que el río se lleva el
puente de Saitcho, mi compañero Gulam Brasul y yo instalamos una tirolina y
cobramos 200 rupias por trayecto a los turistas que vienen del trekking del
Baltoro”. Gulam Nabi tiene cuatro hijos a los que alimentar y una familia mucho
más numerosa de la que ocuparse. Sus diversos negocios son peligrosos y nacen,
muchas veces, de la desventura y la inaccesibilidad de estas tierras en las que
ha nacido y en las que probablemente morirá joven. El Karakórum está vivo, las
placas tectónicas siguen haciendo crecer las montañas; las lluvias y el
deshielo desgarran la tierra, las piedras caen y ruedan peligrosamente, los
ríos fluyen oscuros y cargados de sedimentos. El Karakórum es “la más genial
expresión de las fuerzas orogénicas del planeta”, según decía Günter Oskar
Dyhrenfurth, uno de los primeros visitantes occidentales en esta cordillera.
La Oficina Antiterrorista del Departamento de Estado de EE UU contabilizó
el año pasado 3.170 muertos en Pakistán en incidentes relacionados con el
terrorismo. En un país donde los explosivos son baratos y accesibles hay muchas
posibilidades de que cualquier cosa salte por los aires. Mohammad Isaac
sostiene en sus manos un cartucho de wabox mientras explica el proceso
que su handual ha utilizado para comprar los más de 40 kilos de barreno
que han utilizado este verano en la mina de Hushé. Isaac trabaja en la misma
pared que Gulam Nabi, pero varios cientos de metros más arriba. “Hay que tener
una licencia especial para comprar los cartuchos. En Skardú hay dos lugares de
venta a un precio por unidad de 150 rupias (un euro y medio)”. Mientras habla,
da vueltas en sus manos al wabox como si fuese un juguete. Este
compuesto, a base de nitrotoluenos, nitroglicerina, DNT y TNT, es la pesadilla
del ejército aliado en Afganistán. Fabricado en Pakistán por Wah Nobel, una
compañía creada en 1962 de la fusión de Saab de Suecia, Almisehal de Arabia
Saudí y Pakistan Ordnance Factories. Se trata de un explosivo basado en
nitratos, fácilmente detectable por perros y máquinas, muy estable y seguro
tanto para almacenar como para transportar y detonar. Además, es asombrosamente
barato, una caja de 25 kilos se puede comprar en cualquier lugar de Pakistán
por algo menos de 170 euros. “Los permisos no son un problema”, dice Isaac.
“Por 2.000 rupias, alguien que tiene la certificación te puede conseguir muchos
kilos”. Esta es la razón por la que todo el mundo en estos pueblos de montaña
tiene unos cartuchos de nitroglicerina en casa. Los utilizan para abrir
caminos, partir grandes piedras en los campos de cultivo o para trabajos de
construcción. Los otros usos del material son innumerables y muy oscuros.
El motel Concordia de Skardú es uno de los centros sociales en este pueblo
del salvaje norte paquistaní. Sus frondosos jardines son un mirador inmejorable
sobre las aguas del río Indo, que en este punto forma una balsa de aguas
tranquilas que se mueve corriente abajo de una manera plácida y perezosa. En
este escenario rodeado de escarpados picos, Wazir Ejaz Hussain, mánager de la
ONG Baltistan Culture & Development
Foundation, explica los esfuerzos de esta organización por
establecer y promover el negocio de las gemas en la región. “En 2004 creamos la
Baltistan Gems and Minerals Association, a través de la cual los vendedores y
compradores de gemas pueden obtener licencias y ayudas para acceder a los
mercados internacionales. En Pakistán, el negocio de las piedras preciosas está
centralizado en Peshawar, y la industria de corte y pulido está localizada en
Karachi, pero queremos conseguir que nuestro producto viaje directamente al
extranjero para minimizar el número de intermediarios, con lo que se garantiza
la calidad a un coste menos elevado”. Según un estudio realizado por la
organización gestionada por Wazir Ezaj, “25 tipos diferentes de piedras
preciosas y minerales se encuentran en los valles de la región. En 2007, la
minería generó unos ingresos de 77 millones de rupias (unos 626.000 euros). Sin
embargo, las técnicas de minería que se utilizan en la actualidad son
primitivas y causan la destrucción del 50% del producto”. Es sorprendente
escuchar en boca de Wazir Ezaj que “ni un solo ingeniero de minas supervisa la
actividad en la región”.
A 74 kilómetros de Skardú se encuentra el pueblo de Dassu, en el valle de
Shigar, por donde circulan los viejos Toyota cargados de montañeros hacia el
glaciar Baltoro. El turismo era hace años una de las principales industrias de
Baltistán, pero tras los atentados del 11-S, el número de extranjeros que
visitan la región ha disminuido drásticamente. Según Nazir Ahmed, de la agencia
de turismo Hushé Treks & Tours,
“en los últimos años, el número de expediciones a las montañas del Karakórum se
ha reducido a un tercio de las que había años atrás, a pesar de que entonces
las comunicaciones y los servicios eran aún más primitivos”.
Podemos decir que esta industria improvisada, peligrosa y
sin clara regulación de las minas de Baltistán es un reflejo del país. Un país
nuevo, alterado por las guerras y por los conflictos internos, un país en el
que cada región tiene su propia lengua y, algunas, su propio movimiento
independentista, y donde la economía está mantenida y velada por más de 430
ONG. Mary Anne Weaver, autora de Pakistan: In the
shadow of jihad and Afghanistan, vaticinó que las debilidades
estructurales de Pakistán son tan avanzadas que “bien podría convertirse en el
Estado fallido más nuevo del mundo; además, un Estado fallido con armas
nucleares”. Según Haroon Arbab, que trabajó entre los años 2008 y 2011
realizando estudios para el Stone and Mining Department, y que concluyó que la
mayoría de las explotaciones mineras de Baltistán son ilegales, “estos mineros
ocasionales no son mineros, sino supervivientes”. Supervivientes cargados de
explosivos. Como el país.
Ningún comentario:
Publicar un comentario