“Cuando yo muera, no quiero que
nadie llore. Quiero que hagáis una fiesta y bailéis y os emborrachéis”. Se lo
oí decir muchas veces.
Bebo era un niño. No había más que mirar sus ojos traviesos. Tenía una
sonrisa inmensa y contagiosa. Y era un hombre modesto. Siempre daba más
importancia a los demás que a sí mismo. No era ambicioso. Aunque orgulloso sí.
Sobre todo de su hijo Chucho. Y del trabajo bien hecho. Era un profesional
impecable. Siempre puntual, elegante, con los deberes hechos, amable con todos.
En el hermoso documental biográfico que le dedicó Carlos Carcas, Old Man
Bebo, aparece Pío Leyva, uno de los muchísimos a los que ayudó a lo largo
de su vida, y dice: “Bebo Valdés...” y la voz se le corta, las lágrimas brotan
de sus ojos y añade como en un suspiro que le sale del alma: “¡Qué buena
persona!”.
Probablemente a Bebo eso le importaba más que todo, incluyendo la música,
su obra, su carrera... cosas que no dudó en sacrificar a principios de los
sesenta para que a su nueva familia no le faltase nada. No era un hombre
religioso, aunque creía que detrás de todas las religiones había un único y
mismo dios.
A Bebo no le gustaba hablar de política. Pero rara era la entrevista que no
le preguntaban por Cuba, Castro... “Yo solo quiero hablar de música. No soy
político”. Alguien le dijo una vez: “Entonces usted no piensa volver a Cuba
mientras Castro esté vivo”. Bebo, sorprendido, lo miró: “¿Por qué usted dice
eso? Sí, yo podría volver a Cuba con Castro vivo, perfectamente. Incluso con
Castro de presidente. Eso sí, siempre que sea porque los cubanos lo han elegido”.
¿Es posible una mayor limpieza moral?
Una vez le convencí de hacer un disco de piano solo. Fueron días
maravillosos, los dos solos por estudios de ensayo y de grabación en Madrid,
sin preocuparnos de nada, solo de la música. Ned Sublette (autor de Cuba and
it's music, para mí el mejor libro que existe sobre la música cubana) se me
acercó un día en Nueva York y me dijo: “Quiero decirte que Bebo es el
mejor disco de música cubana nunca grabado, en cualquier época, en cualquier
lugar”.
Creo que en ese disco están contenidas el alma de Bebo y también el alma de
Cuba. Desnudas, sin adornos. Fue lo último que oyó Cabrera Infante, ya enfermo,
antes de morir en el hospital, en Londres. Y salieron lágrimas de sus ojos.
Pensé: ha muerto en Cuba. Se lo conté a Bebo y le dedicamos el disco.
Guillermo murió en Londres. Bebo en Estocolmo. ¿Qué Gobierno puede ser el que
hace que su mejor escritor, que su mejor músico, mueran tan lejos de su patria?
Su único credo político era la Constitución cubana de 1901 según la que
“todos los cubanos son iguales, sea cual sea su raza, sexo o religión, con
libertad de expresar su opinión de palabra o por escrito, viajar libremente
dentro y fuera del país, etc, etc...”. Daba la impresión de que Bebo se la
sabía casi de memoria.
La última vez que lo visité, en su casa en Benalmádena, de pronto me dice:
“Chico, ¿sabes? me gustaría ir a Cuba”. No me lo podía creer. Jamás le había
oído esa frase. “Me parece bien, Bebo. Ningún Castro puede impedirte que hagas
lo que te apetezca. Aunque es un viaje muy largo. Y no te veo con fuerzas”.
Pero me lo imaginaba abrazando a su hermano Arsenio, besando a sus hijos, a
Miriam, a Mayra, a Raúl, a sus nietos... Y también a Carolina... “Me gustaría
ir a ver a mis padres”. Entonces creí entender todo, le había fallado la
cabeza, como ya le pasaba a menudo en los últimos tiempos. Pero no, Bebo estaba
claro: “Quiero visitar su tumba”.
Le conocí cuando le ofrecí participar en Calle 54 y fue “amor a
primera vista”. Entre 2000 y 2010 hicimos juntos ocho discos y cuatro
películas. Viajamos, rodando y grabando, por España, Estados Unidos y Brasil, y
hemos hablado horas, días, meses, desde el desayuno a la cena. Todos esos
momentos son un tesoro para mí. Su humanidad, su bondad, su humildad, su
alegría, su inocencia, eran desarmantes.
Era Cubano hasta el alma, pero amaba la música americana: especialmente
Jerome Kern y George Gershwin. Pero también Cole Porter. También la española.
Granados y Albéniz. Y Debussy. Y Rachmaninov. Y Lecuona y Cortot. Y amaba el
jazz. Y aunque estuviese tocando música clásica, siempre improvisaba. Le
gustaban Bill Evans y Hank Jones.
No era racista. Decía que alguna de la mejor “música negra” la habían
compuesto blancos. Y que una de las mejores canciones cubanas —Romance en La
Habana— era de un costarricense, Ray Tico. A veces me decía que se
imaginaba descendiente de las antiguas tribus perdidas israelitas de Etiopía. Y
eso sería la explicación de que durante toda su vida se hubiera entendido
especialmente bien con los judíos, “ellos siempre me ayudaron”.
Cuando tocabas sus manos te daba la sensación de que ahí residía el
misterio, eran fuertes y delicadas. Como su música. Bebo no tocaba el piano. Lo
acariciaba. Su sentido del tiempo era mágico. Te dejaba suspendido entre dos
notas. El alma se te encogía. Poseía “el secreto”. Algo más allá de la técnica
o del virtuosismo. Con una nota te llevaba a otro continente, a otra época.
Bebo era the real thing.
Yo tuve la inmensa suerte de conocer a Bebo Valdés, el
privilegio de ser su amigo, y por ello le doy, una vez más, gracias a la vida.
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