Jon Sistiaga recuerda a su amigo José Couso con el que se
encontraba en Irak cuando murió
El día que mataron a
José Couso no escribí ni una sola línea. Ni un solo apunte. Todo fue
tan vertiginoso y tan tremendo, que no me dio tiempo. El 8 de abril de 2003 es
para mí una hoja en blanco desde que a primera hora de la mañana un tanque nos
metiera un obús en la habitación y matara a José. La última frase en mi
cuaderno es del día anterior: “Los Marines siguen ahí. Un grupo ha tomado un
barracón y descansan apoyándose contra la pared. Están lejos, pero se les ve a
simple vista. Parecen jóvenes. Uno de ellos se entretiene tirando piedras de
manera melancólica al misterioso río Tigris…”.
Releo ese texto 10
años después, y me vuelvo a preguntar cómo no nos dimos cuenta de
que, ese día, el enemigo del periodismo, de la verdad, de la información, no
eran los censores iraquíes que nos seguían como sombras, sino los soldados
norteamericanos que estaban a punto de tomar Bagdad. Los que teníamos enfrente.
Nosotros los veíamos y ellos, al otro lado del río, también nos miraban. Y nos
saludaban. “Están apuntando hacia aquí. Nos están mirando”, me dijo José en ese
balcón con los brazos en jarras. Miré por el visor de la cámara y vi el cañón
del tanque enfocando hacia la habitación. Fue el último plano que hizo Couso
que, justo antes de morir, comentó sonriendo: “Esta noche estos se nos
presentan en el hotel”.
Pero en algún lugar, en algún puesto de mando, a un general se le hizo
insoportable que sus tropas, sus chicos, estuvieran en directo en
todas las televisiones del mundo. Que varias cámaras robotizadas grabaran 24
horas al día todo lo que ocurría en Bagdad. Que esa columna de tanques hubiera
tenido la mala suerte de entrar a la ciudad por la avenida en la que estaban
todas esas cámaras. La guerra en directo. Por eso, el ejército de EE UU fue
silenciándolas una a una. La batalla de Bagdad, por si acaso, no podía tener
testigos. Las imágenes de la guerra, que se seguían en vivo en los televisores
de todo el mundo gracias a la señal que proporcionaban esas cámaras, se fueron
yendo a negro. Primero tumbaron la de AbuDabhi TV, que se grabó a sí misma como
era fusilada. Después la de Al Yazeera, donde se dejó la vida el periodista
Tarek Ayoub, y una hora después, la de la agencia Reuters, la última que
quedaba. A partir de ahí, seis horas de oscuridad. Un bloqueo informativo. Un black
out. Un apagón. No hubo imágenes de cómo esa columna de blindados cruzaba
el puente y tomaba el lado este de la ciudad. De cómo caía Bagdad. No hubo
imágenes porque el tanque que destruyó la cámara de Reuters también mató a su
operador Taras Prostyuk, y a José Couso, que estaba filmando en el piso de
abajo. Y porque el resto de periodistas del hotel Palestina salió huyendo
buscando un refugio seguro.
Sí, fue un gaje de nuestro oficio. El oficio de contar la
guerra. Sí, fue un crimen de guerra, porque se disparó premeditadamente contra
civiles. Y sí, alguien debería responder por haber dado esa orden. Porque si
matas al testigo, matas la esperanza, asesinas la verdad y permites la
impunidad. Y la muerte de José, mi colega, mi amigo, el walking smile que le
llamaba el también asesinado Taras, lleva 10 años impune.
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