El historiador escribe una polémica biografía del
dirigente comunista, repleta de traiciones y purgas
De Carrillo se han escrito montones de cosas. Elogiosas y muy críticas. La
biografía que ahora aporta Paul Preston
(Liverpool, 1946) se suma a las segundas. Y dado que Preston no es
un antiguo correligionario resabiado ni un revisionista de la historia, sino
uno de los mayores especialistas en el siglo XX español, su demoledor y
controvertido retrato del principal líder de la oposición antifranquista arrancará
sarpullidos. El zorro rojo (Debate) se puso en marcha tras la muerte de
Carrillo pero buena parte del material empleado estaba en manos de Preston
desde hace décadas. Después de su tesis doctoral, el historiador comenzó a
investigar a la oposición antifranquista. El Partido Comunista de España (PCE)
era la columna vertebral de aquel movimiento que, pese a sus intentonas, no
logró acabar con la dictadura. “Luego la Transición se desarrolló de otra
forma, no vino por la lucha antifranquista, que es la historia de un fracaso”,
esgrime Preston en su casa de Londres ante un té humeante y un ventanal con
vistas a un jardín nevado que contraría el reloj estacional.
Tras el fallecimiento de Carrillo, el pasado 18 de septiembre, varias
editoriales le pidieron una biografía. “La tenía casi hecha, me puse a
redactarla de forma coherente y lo que salió de mi encuentro con la
documentación no era lo que me esperaba”, confiesa. Lo que salió es una visión
desmitificadora, corrosiva. “Quedará claro que Carrillo poseía algunas
cualidades en abundancia: capacidad de trabajo, ímpetu y aguante, destreza en
la oratoria y escritura, inteligencia y astucia. Por desgracia, quedará
igualmente claro que la honestidad y la lealtad no figuraban entre ellas”,
sostiene el historiador, que le compara a Franco en el afán por reinventar su
pasado y la crueldad.
Carrillo (Gijón, 1915-Madrid, 2012) vivió tanto que tuvo varias vidas.
Nació en una casa pródiga en niños, afectos y conciencia obrera. Su padre,
Wenceslao, era correligionario y amigo del socialista
Francisco Largo Caballero. Fue precoz en militancia y
responsabilidades políticas. “Si este Gobierno, entregado a las derechas, no rectifica,
serán estas Juventudes las que asalten el poder, implantando su dictadura de
clases”, arengaba en un mitin ante unos 80.000 jóvenes en 1934, cuando tenía
¡19 años!
Después de 17 meses en la cárcel a raíz del fracaso de la huelga de ese
año, Carrillo viajó a Rusia. Le deslumbró. “Tuvo la sensación de que el PSOE
era un partido del pasado”, escribe Preston. Ya estaba en la pista de despegue
hacia el comunismo. A la vuelta comienza la guerra. Carrillo formaliza su
ingreso en el PCE al tiempo que se desarrollan los sucesos de Paracuellos, el
episodio que le perseguiría como un fantasma toda su vida, favorecido porque
nunca dio una explicación sincera sobre los hechos, según Preston. Entre 2.000
y 2.500 presos fueron asesinados tras ser sacados de las cárceles en una
operación que perseguía limpiar Madrid de sospechosos quintacolumnistas.
Preston da una versión equilibrada entre quienes eximen y quienes culpan en
exclusiva a Carrillo, y que ya figuraba en su libro El
holocausto español (2011). “La autorización, la organización y
la materialización de lo sucedido a los prisioneros involucró a muchas
personas. Sin embargo, el puesto de Carrillo como consejero de Orden Público,
sumado a su posterior relevancia como secretario general del Partido Comunista,
supuso que le fuera achacada toda la responsabilidad de las muertes. Eso es
absurdo, pero no significa que no tuviese ninguna responsabilidad”, escribe el
biógrafo.
En febrero de 1939, Carrillo cruza la frontera. En París recibe la noticia
del golpe de Casado contra Negrín y, lo que es peor, el apoyo de su padre a la
operación, que le empuja a escribir una aireada carta en la que rompe con él.
No volvieron a verse hasta dos décadas después. “Se puede interpretar que pone
el partido por delante o que se pone a sí mismo por delante. El hilo conductor
es siempre el egoísmo y la ambición”, afirma Preston.
El exilio acoge la peor cara del líder comunista. “Fue donde encontré sorpresas
más desagradables. Saca conclusiones triunfalistas que despilfarran el heroísmo
de muchos militantes de base y, por otro lado, sus interrogatorios son dignos
del KGB”, plantea. El historiador sospecha que “fue reclutado” en su viaje a
Moscú en 1936 y que posteriormente podría haber recibido una formación especial
dadas las brutales técnicas de interrogatorio que aplicaría a comunistas caídos
en desgracia. El hispanista achaca su progresivo ascenso hasta la cima del PCE
a maniobras, mentiras y purgas de quienes podían ensombrecer su camino, como
Jesús Monzón, cerebro de la fallida invasión del Val d’Aran, condenado a 30
años de cárcel, víctima de un intento de asesinato en prisión y expulsado del
PCE. Algunos colaboradores de Monzón son asesinados, según declararon más tarde
dirigentes comunistas, por “orden directa de Carrillo y La Pasionaria”.
En sus memorias, el propio Carrillo escribía: “En aquellos momentos, no había
que dar esas órdenes; quien se enfrentaba con el partido, residiendo en España,
era tratado por la organización como un peligro. Ya he explicado que la dureza
de la lucha no dejaba márgenes”.
Las expulsiones y purgas dentro del PCE, según Preston, tenían más que ver
con el afán de congraciarse con el Kremlin que con la lucha contra la
dictadura. Hasta 1953, cuando muere Stalin, el aparato español reproduce lo
peor del estalinismo. Aunque algunos métodos perdurarán, hasta el extremo de
que Preston titulará las versiones de la biografía en otros idiomas como El
último estalinista. “Uno a uno, dio la espalda a aquellos que le ayudaron:
Largo Caballero, su padre, Segundo Serrano Poncela, Francisco Antón, Fernando Claudín,
Jorge Semprún,
Pilar Brabo, Manuel Azcárate o Ignacio Gallego”, escribe.
El Carrillo de la Transición es otro. “Hizo cosas por un
lado pragmáticas para mantener al PCE en el tablero, pero que contribuyeron a
disminuir el entusiasmo de las masas. Su manera de dirigir siempre fue
autoritaria, imponiendo y no explicando”, indica Preston. Una gestión que acabó
devorándole y expulsándole del partido en 1985. El único gesto de grandeza que
el hispanista no rebate es el del 23-F, cuando Carrillo permanece sentado en su
asiento. El único que mantiene el tipo junto a Suárez y Gutiérrez Mellado.
Creía, sin ninguna duda, que le iban a matar y pensó que el secretario general
del PCE no podía morir como un cobarde.
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