Un
pueblo de Burgos homenajea a 24 fusilados en 1936 maniatados por la espalda
Los
falangistas habían ido a buscarlo dos noches a su casa para obligarle a cavar
las fosas donde iban arrojando a sus víctimas después de matarlas.
La tercera noche, Gaspar Pereda no volvió. Había cavado su propia fosa.
Recreación da situación na que se atoparon os corpos |
Era 20 de noviembre de 1936. Tenía 55 años, mujer y seis hijos, tres de
ellos menores de edad. “Esa noche, él debió intuir lo que iba a pasar porque
antes de salir de casa, al contrario que las otras dos noches, se despidió de
mi abuela y de mi tía con un beso”, explica su nieta, Ana Pereda.
Gaspar Pereda fue fusilado y arrojado a una fosa de 6,5 metros de largo y
2,5 de ancho en una finca de cultivo de Loma de Montija (Burgos) con otros 22
hombres y una mujer. Un equipo de 25 técnicos de la sociedad de ciencias
Aranzadi exhumó los cuerpos, enterrados a 50 centímetros de profundidad, en
abril de 2011. La mitad tenía las manos atadas por la espalda con alambre.
Tras analizar los restos
genéticamente en el laboratorio de la facultad de Medicina de la Universidad
del País Vasco, ayer se celebró en Gayangos (Burgos) la localidad de
donde procedían la mayoría de las víctimas, un homenaje. Sus familiares
volvieron a enterrarlos juntos, pero bajo una lápida con sus nombres y
apellidos.
Ahora tienen un lugar al que llevarles flores cuando quieran. Francisco
Etxeberria, el forense que dirigió los trabajos de exhumación e identificación de las
víctimas, ha abierto más de un centenar de fosas del franquismo desde el año
2000, pero cuenta que en esta los familiares de las víctimas le
contaron un episodio que le sobrecogió especialmente. “El hijo de uno de los
fusilados me dijo que había ido al sitio con su madre dos años después de que
mataran a su padre para dejar unas flores. Al llegar, les apedrearon vecinos
del pueblo. Tuvieron que escaparse corriendo. El hombre decía que ese era el
recuerdo más triste de su vida”.
Los familiares de las víctimas siempre supieron que sus seres queridos
habían ido a parar a esta fosa porque un hombre logró escapar aquella noche de
la muerte. “El tiro le dejó herido, pero no le mató. Así que cuando los
asesinos se fueron, bajó al pueblo y contó lo que había pasado antes de
marcharse para siempre”, relata Ana Pereda. “En el pueblo, los familiares de
los muertos pactaron no decir que lo habían visto por temor a que los
falangistas mataran a toda su familia en represalia por haber sobrevivido”.
Para entonces, a la familia Pereda ya le habían provocado un sufrimiento
inmenso. Gaspar era, la noche que lo mataron, un padre con el corazón roto que
sabía que el mayor de sus hijos, Lucas, de 24 años, había sido asesinado por
los falangistas y que su cuerpo estaba tirado en cualquier cuneta. “A Lucas lo
fueron a buscar un mes antes de que mataran a mi abuelo. Los dos eran
labradores, gente de campo. No estaban metidos en política, pero estaban
marcados por votar a la izquierda. En el pueblo contaban que había sido el cura
el que había hecho la lista de fusilados para los falangistas”, relata Pereda.
Tras el asesinato de Lucas, los hijos de Gaspar se fueron a esconder al
monte. En la casa solo se quedaron las mujeres, el más pequeño de los hijos y
el propio Gaspar, que no quiso dejarles solos. Hasta que la tercera noche, los
falangistas no le dejaron volver a casa después de haberle obligado a cavar su
tercera y última fosa.
Pero como en tantos otros pueblos, los asesinos no se conformaron con matar
a los hombres. Y después de fusilar a Lucas y a Gaspar, humillaron a las
mujeres. A las viudas. “El día de la fiesta del pueblo cogieron a mi abuela y a
mi tía, les raparon la cabeza delante de todo el mundo y las obligaron a barrer
así la plaza del pueblo. También les dieron aceite de ricino”, cuenta Pereda.
“A ellas y a todas las mujeres de rojos”. “Mi padre nos contó lo que había
pasado, pero nunca quién lo había hecho. Decía que no tenía sentido aumentar
los odios, porque había que convivir con quienes habían hecho todo aquello”.
Agustín Fernández buscaba en esta fosa a su abuela, Severina Pérez. Él fue
quien promovió la exhumación e inició el papeleo para solicitar los permisos,
la subvención del Gobierno... Pero no ha tenido suerte. Ninguno de los restos
hallados se corresponde con su abuela. “Pensábamos que la habían traído aquí.
Sabemos que los falangistas la subieron a un camión junto a su hija Lucía, que
llevaba en brazos a Esperanza, un bebé de poco tiempo”, relata. Finalmente, al
negarse Lucía a dejar a su bebé, la dejaron bajar. Pero Severina, que tenía entonces
62 años y estaba viuda, no pudo librarse. “Mi abuela tenía un negocio de
ultramarinos con una taberna en la parte baja de la casa y yo creo que la
mataron porque tenían deudas con ella”.
Sus hijos estaban en el frente, luchando con los republicanos, cuando
fusilaron a su madre. Al regresar, fueron enviados a distintos penales:
Santoña, Cádiz, Valdenoceda... Esperanza, el bebé que salvó a su madre de
continuar el trayecto en aquel camión, relató durante la exhumación que uno de
sus primeros recuerdos de pequeña era precisamente el de ver a su madre y a sus
tías escribir cartas a los hombres: al frente de guerra primero y a la cárcel
después.
Agustín asegura que seguirá buscando a su abuela. Ana
promete hacer lo posible por rescatar de la cuneta a la que fue arrojado, los
restos de su tío. Lo harán solos, sin apoyo económico, porque la de Loma de
Montija fue una de las últimas exhumaciones que se realizaron con subvención
del Gobierno. Ya no hay dinero para la recuperación de la memoria.
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