El juicio abierto al general Ríos Montt por genocidio
pone al país centroamericano ante los horrores de su pasado reciente.
Viajamos tras las huellas de una guerra interna que dejó
200.000 muertos, en su mayoría indígenas en las zonas rurales.
Me llamo Tiburcio Utuy, soy de Chajul. Fue en marzo de 1982. No teníamos
comida y se organizó un grupo de tres personas para ir a buscar caña. Cuando
estábamos caminando en la montaña, alcancé a ver la huella de un zapato y pensé
que el ejército estaba emboscado, cuando de repente sentí que me agarraron
soldados del ejército y yo grité, y en ese momento me dijeron: ‘No grites, hijo
de puta’. Y después me empezaron a torturar, amarraron mis manos y mis pies
bien duro hacia atrás, después me taparon la boca, y toda mi barriga se quedó
adelante y mi cabeza se juntó con mis pies hacia atrás, y tenían puesto fuego,
y fueron a traer tizones y me pusieron aquí en los ojos, en la barriga y en los
testículos y luego mi respiración me salía abajo. Se abrió completamente mi
barriga y los intestinos se me salieron”.
Tiburcio es una de las víctimas de las masacres
cometidas por el Ejército de Guatemala durante el conflicto interno que asoló
este país durante 36 años. Su relato será escuchado, junto al de 150
testigos más de las matanzas, por el expresidente de Guatemala el general Ríos
Montt. Es la primera
vez en la historia que un tribunal de América Latina juzga a un expresidente
por crímenes de genocidio. Otro de los responsables imputados, el
general Romeo Lucas García, falleció en 2006.
La guerra interna entre el Gobierno y la guerrilla se saldó con más de
200.000 muertos, la mayoría –un 83%– eran indígenas mayas que se vieron
envueltos en una serie de torturas sistemáticas que formaban parte de un plan
organizado desde el ejército para acabar con su etnia y así apoderarse de sus
tierras, como afirma el informe Guatemala:
memoria del silencio, elaborado en 1999 por la Comisión para el
Establecimiento Histórico (CEH) y apoyado por la ONU. Tras la toma
del poder en un golpe de Estado en 1982 por el general José Efraín Ríos Montt,
la violencia alcanzó nuevos máximos de brutalidad. Hoy el exdictador será
enjuiciado por el asesinato de al menos 1.771 indígenas referenciados en el
área Ixil durante su mandato entre 1982 y 1983.
Uno de los testigos de las masacres de la zona es Antonio Caba, vecino de
la aldea de Ilom, población de la región Ixil. Antonio tenía 11 años cuando
presenció la matanza de sus padres: “Era 1982, alrededor de las cinco de la
mañana, mataron a 95 personas, nos obligaron a pasar sobre los muertos, las
cabezas partidas, mucha sangre había en ese lugar. Y todo sucedió en la plaza
donde hacían el mercado. Hubo mujeres embarazadas a las que les abrieron el
vientre y quitaron el bebé”.
Durante los años cuarenta, en Guatemala, las enormes desigualdades sociales
entre una población mayoritariamente indígena y una minoría ladina –población
mestiza o hispanizada–, que concentraba todos los bienes productivos, dieron
lugar a movimientos sociales que exigían cambios. Entre 1944 y 1954 se produjo
la llamada primavera democrática, en la que se llevaron a cabo, entre
otras, reformas agrarias que favorecían a los más pobres. Estas
transformaciones no gustaron a la multinacional estadounidense United Fruit
Company, que tenía el monopolio de la fruta en Guatemala, ni a los
terratenientes locales. La inteligencia estadounidense consideró las reformas
como “comunistas” y las atribuyeron a la influencia soviética. En 1954, la CIA
orquestó un golpe de Estado en Guatemala –la llamada Operación Success– para
destituir al presidente electo Jacobo Arbenz y colocar en su lugar al coronel
Castillo Armas. Aquello significó el fin de las reformas, la prohibición de los
sindicatos y el principio de una larga sucesión de generales y militares en el
poder que utilizaron el ejército como fuerza represora de las demandas
sociales. Se extendió la idea de que existía un enemigo subversivo apoyado por
el pueblo. Con esta excusa, y aprovechándose del racismo existente en la
sociedad guatemalteca hacia los mayas, se orquestó un plan de exterminio de la
etnia indígena, a la que se acusó de ayudar a la guerrilla.
“En Guatemala existe un racismo claro contra la población maya, y esto se
utilizó para destruirla sin que el resto de la sociedad hiciera nada al
respecto”, señala la abogada española Almudena Bernabéu. Ella dirige el equipo
legal internacional que reunió la prueba de genocidio para el caso que hoy se
juzga en Guatemala. Un ejemplo claro de este racismo es la terminología
empleada por el ejército en las operaciones militares donde se refieren a los
niños que asesinan como “chocolates”. “Así ocurrió en Ruanda, en la Alemania
nazi, en los Balcanes…”, afirma Bernabéu. “Los procesos abiertos por
violaciones de los derechos humanos son lentos porque es muy complicado buscar
justicia de la mano de un Estado que te violó, te asedió o te masacró”.
Son las 12 de la mañana y la carretera parece interminable. Las montañas
del departamento del Quiché, en la zona noroccidental de la ciudad de
Guatemala, comienzan a dibujarse en el horizonte. Las aldeas de la zona Ixil,
donde golpeó con dureza extrema el ejército, aún parecen muy lejanas. Nos
dirigimos junto a Almudena Bernabéu y su homóloga guatemalteca Renata Ávila a
la aldea de Chajul, donde viven hoy día muchos de los testigos de las masacres
sobrevivientes del conflicto.
Tras la ventanilla del coche desfilan pequeñas casas humildes, pastores
acarreando el ganado y niños que recorren distancias infinitas para ir a la
escuela. Imágenes de paz que esconden uno de los crímenes más atroces cometidos
en América Latina: 626 asesinatos y un millón y medio de desplazados tan solo
entre 1978 y 1983 son cifras que hablan por sí mismas. Tiburcio Utuy nos recibe
en la aldea de Chajul. A sus 78 años le cuesta caminar por las torturas que
sufrió cuando le secuestraron. Almudena Bernabéu y él se abrazan al verse. “Es mucho
lo que hemos compartido en estos ya siete años de lucha conjunta”.
Fue en 2006 cuando esta abogada valenciana, que trabaja en casos de
justicia universal en la Audiencia Nacional y en Estados Unidos de la mano de
la ONG Center of Justice and
Accountability, se incorporó al caso de Guatemala. Pero su lucha por
la justicia universal viene de lejos: “No hay un precedente directo en mi
familia, pero con los años me he dado cuenta de que quizá el silencio de mis
abuelos respecto a su estadía en un campo de concentración durante la Guerra
Civil y la resignación con la que lo ocultaron pudo inducirme a dedicarme a
esto. La justicia universal llegó por accidente, pero el principio de superar
fronteras formales y humanas para ejercer el deber de proteger a las personas
lo llevo escrito en el alma”.
La primera demanda por genocidio, terrorismo y tortura sistemática contra
Ríos Montt y otros siete oficiales del Ejército guatemalteco fue presentada
en la Audiencia Nacional española por la premio Nobel de la Paz Rigoberta
Menchú en 1999. Menchú, que había sido laureada en 1992 por su lucha
en la defensa de los pueblos indígenas, tuvo que ver cómo su padre fue
quemado vivo por agentes comandados por el general Lucas García junto a 36
personas más en la Embajada española de Guatemala mientras se
manifestaban de forma pacífica por sus derechos.
“Siete años después de que Rigoberta
interpusiera la querella por genocidio, el caso se había estancado y fue en
2006 cuando decidieron acudir a nosotros”, explica Almudena Bernabéu. La
exitosa experiencia de esta abogada en el caso jesuitas de El Salvador,
en el que consiguió demostrar la culpabilidad del exviceministro salvadoreño
por los asesinatos de jesuitas españoles, avalaba su trabajo. Coordinó en
tiempo récord un grupo de expertos en diferentes campos para recopilar pruebas
contundentes del genocidio cometido contra la población indígena. La Audiencia
Nacional dictó en 2007 un auto de procesamiento por genocidio contra los ocho
generales guatemaltecos. Cuando el proceso estaba ya en marcha, las autoridades
de Guatemala se negaron a extraditar a los acusados. El juez Santiago Pedraz
decidió invitar entonces a declarar a los testigos de las matanzas a España.
“Yo viajé a Madrid en 2008”, recuerda Tiburcio. “Para mí fue algo increíble que
un juez por primera vez en mi vida escuchara todo lo que yo había sufrido”.
Tiburcio nos presenta a su segunda mujer y a los hijos de su segundo
matrimonio. Toda su familia anterior, hijos, esposa, primos, tíos, todos,
fueron asesinados por el ejército. “Estoy intentando rehacer mi vida, pero
hasta que no haya justicia no podremos cerrar las heridas”. Su testimonio será
una de las piezas clave en el juicio de Guatemala.
En la cocina humea una olla que la esposa de Tiburcio ha puesto a fuego
lento. Él agarra una silla y sin apenas pestañear narra su historia: “Me fueron
a meter en un cuarto de la zona militar del Quiché. Estuve allí como 12 días. Era
un cuarto lleno de sangre, la mera rastra de todas las personas que mataron.
Allí había un montón de zapatos, de cinchos, de botas, como a dos metros para
arriba, como dos mil personas que habían muerto ahí. Me golpearon, me quebraron
la cabeza, me quebraron el pecho, me quebraron tres costillas, me arrancaron
las uñas y los dientes y todos esos golpes sufrí, pero gracias a Dios aquí
estoy vivo para denunciarlo”.
En Nebaj, otra de las aldeas de la zona Ixil, es día de mercado. Las aceras
de la aldea han sido colonizadas por un enjambre de coloridos huipiles
que se mezclan con el agradable olor de los puestos de flores y verdura. La
vida ha vuelto a estas calles hasta hace poco manchadas por la sangre y el
terror, pero, como dice Feliciana Macario, “aún siguen viviendo entre nosotros
el miedo y el dolor”. Feliciana es directora de la Coordinadora Nacional de las Viudas de Guatemala
(Conavigua). Las mujeres de las aldeas cercanas quieren compartir
sus testimonios junto a Feliciana. A María Castro, una de las testigos que
declaró en la Audiencia Nacional en 2008, le mataron a su hijo a modo de
venganza después de regresar de España. “Los mismos que nos violaron durante el
conflicto viven en la aldea con nosotros, se ríen de nosotras cuando pasamos,
no hay justicia”, dice Teresa Sic. A ella la violaron 150 hombres de un
destacamento militar junto con los PAC, las patrullas de autodefensa civil.
Luego la volvieron a capturar y durante dos semanas la violaron a ella y a otra
mujer cada día, dejándoles descansar solo para dormir. Según el informe de la
CEH, unas 100.000 mujeres fueron violadas durante el conflicto armado, de las
cuales el 35% eran niñas. El 97% de las violaciones han sido atribuidas al
ejército y a las PAC.
Junto a Teresa está doña Faustina. Con su voz pausada habla de lo que vio
en su aldea en los años ochenta: “A las muchachas las habían amarrado de las
manos y los pies, en cuatro estacas, y así las habían violado. Estaban sin ropa
y con señales de violación. Había una muchacha aún viva, pero que no podía
hablar porque le habían cortado la boca”. María Toj acude a esta cita con su
hermoso huipil de colores azules y rojos. Parece agotada y triste. Se
apoya en su nieta para caminar. “Todo esto de dar testimonio lo hacemos solo
por ellos”, dice señalándola. “No queremos que se vuelva a repetir”. Todas las
mujeres coinciden con Feliciana cuando afirma que “toda violencia sin castigo
del pasado es la consecuencia directa de la violencia del presente”.
Patricia Yoj es abogada de etnia maya y una de las mujeres que han ayudado
al equipo coordinado por Almudena Bernabéu para recabar los testimonios que se
necesitaban para probar el genocidio. “Cada día hay nuevos casos de violencia
sobre todo contra las mujeres”, explica. “Guatemala se ha convertido en la
capital de los feminicidios de América Latina, superando incluso a Ciudad
Juárez”. Los asesinatos de mujeres –más de 700 en 2012– suelen ir acompañados
de torturas salvajes y mutilaciones. Todo ello, coinciden las abogadas, se debe
a “la impunidad de estos crímenes durante el conflicto; el asesinato y la
tortura sexual se han convertido en lo normal, tan solo el 2% de estos
casos llegan a ser juzgados”.
“Acabar con todos los mayas es una tarea muy difícil, pero si destrozas a
las mujeres, te aseguras que la población queda mermada y al final desparece,
es una de las fórmulas más crueles de acabar con un pueblo”, afirma Paloma
Soria, de la ONG Women’s Link
Worldwide. Soria ha sido nombrada perito del caso para probar como
genocidio la violencia de género durante el conflicto. Las masacres, las
violaciones y las torturas esporádicas no fueron suficientes para detener “al
enemigo subversivo”. Entre 1978 y 1983 se desarrolló el quinquenio negro,
en el que las matanzas se volvieron indiscriminadas contra la población civil.
El ejército de Guatemala, bajo la dirección del gobernante militar Efraín
Ríos Montt, condujo en 1982 una deliberada campaña contrainsurgente
encaminada a masacrar campesinos indefensos, según describe Kate Doyle,
analista documental, en su informe sobre Guatemala para el National Security
Archive. A esta campaña se le denominó Plan de tierra arrasada, y los
datos de todas las operaciones aparecen en un documento secreto de la
inteligencia militar guatemalteca llamado Operación Sofía. La aparición
de estos documentos originales en 2009 –entregados de forma anónima– permitió
por primera vez vislumbrar públicamente archivos militares ocultos. Las 359
páginas de sus registros contienen referencias explícitas del asesinato de
hombres desarmados, mujeres y niños, la quema de viviendas, destrucción de
cosechas, sacrificio de animales y bombardeos aéreos indiscriminados en contra
de refugiados que intentaban escapar de la violencia. Doyle fue la encargada,
dentro del equipo coordinado por Almudena Bernabéu, de verificar estos
documentos que hoy son una prueba clave del juicio. “Hemos determinado que
estos registros fueron creados por oficiales militares con el objeto de
planificar e implementar una política de tierra arrasada en las comunidades
mayas del Quiché”, afirma Doyle. “Los documentos registran los ataques
militares genocidas en contra de poblaciones indígenas”.
Pablo fue testigo de estos bombardeos viendo morir a su hija: “Yo presencié
cómo el ejército, tras haber sitiado la finca Sichel, arrojó granadas al
interior de la misma. Como consecuencia de las granadas, cinco muchachas
murieron, entre ellas mi hija Cristina”. Ataques como este obligaron a la
población a huir de sus aldeas. Se calcula que hubo un millón y medio de desplazados,
que tuvieron que ocultarse en las montañas sin comida, sin medicinas y sin
ropa. Si salían “al claro”, como ellos decían, los mataban y así nacieron las
comunidades de población en resistencia (CPR). En las huidas, muchos perdieron
a sus familiares. “Los niños que se extraviaban eran asesinados o quemados. Les
clavaban hachas en la cabeza, los degollaban, a veces nos bombardeaban con
helicópteros mientras huíamos”, recuerda entre sollozos Feliciana Macario.
Estamos en la ciudad de Guatemala y hay 30 grados a la sombra. El aire se
caldea bajo los plásticos que hacen las veces de tejado mientras esperamos
junto a las enormes fosas comunes del cementerio municipal de La Verbena a que
llegue Fredy Peccerelli, el director del equipo de la Fundación de Antropología
Forense de Guatemala. Ante nuestros ojos desfilan bolsas negras con restos
óseos que son apiladas y etiquetadas por los investigadores forenses. Buscan a
los 45.000 desparecidos que forman parte de las 200.000 víctimas del genocidio.
Peccerelli lleva desde los años noventa reuniendo las piezas de este puzle de
muerte para demostrar uno de los peores genocidios de América Latina.
“Guatemala está como está, hay 6.000 asesinatos al año, porque nunca hubo justicia
en los crímenes del conflicto”, afirma Peccerelli. “Muchas de las personas que
cometieron esos crímenes están hoy en el poder”.
Después de las exhumaciones de las fosas comunes en la región del Quiché,
Peccerelli se ha lanzado a un proyecto que, en sus palabras, puede cambiar el
futuro de Guatemala. “Aquí fueron arrojados”, dice mientras señala uno de los
agujeros de más de 17 metros del cementerio donde nos encontramos, “los restos
de las personas ladinas que ahora serían las nuevas generaciones de líderes de
Guatemala. En estas fosas yacen con un tiro en el cráneo escritores,
periodistas, pensadores, sindicalistas…”. Peccerelli habla del racismo que aún
existe en su país: “Hemos exhumado miles de cuerpos de víctimas mayas
asesinadas por el Estado, y la sociedad guatemalteca no le ha dado importancia
a lo que allí ocurrió. Quizá ahora vean la realidad, aquí hay familias iguales
que las de ellos. La sociedad tiene que asumir su pasado y dejar de diferenciar
si los muertos son mayas o no”. En Guatemala hay quien piensa que es mejor no
abrir las heridas, pero Peccerelli se muestra contundente: “Las heridas nunca
se cerraron, están abiertas e infectadas”.
Peccerelli y Bernabéu coinciden en que el juicio contra Ríos Montt cambiará
la historia de Guatemala, hasta ahora sometida al silencio por el terror.
“Llegar a este punto no ha sido fácil, son 11 años de batalla legal”, afirma
Bernabéu. “Todo ha sido una combinación de importantes factores. Santiago
Pedraz, juez de la causa en la Audiencia Nacional, nosotros como abogados de
las víctimas y nuestros colegas en Guatemala nos agrupamos para diseñar una
estrategia y así poder probar que en Guatemala hubo un genocidio. El auto de
procesamiento de 2007 dictado en España y los posteriores arrestos de algunos
de los procesados fueron un golpe para ellos y un estímulo para todos nosotros.
Desde esa fecha, los procesados empezaron a cerrarse la puerta de la jaula
por dentro. Entonces la existencia de una Comisión Internacional contra la
Impunidad en Guatemala, apoyada por la ONU, la perseverancia de una sociedad
civil incansable y el nombramiento de Claudia Paz y Paz como fiscal general han
sido el resto de factores clave para lo que está aconteciendo”.
Pero la abogada española, a pesar de este gran paso, no se engaña a sí
misma y afirma que la batalla continúa. “Cada testimonio que espero escuchar en
la sala ante los jueces, cada testimonio al que será forzado a escuchar Ríos
Montt, cada relato de dolor, les va a devolver, sin duda, la dignidad a todas
estas personas. En mi opinión, esto trasciende a toda la sociedad. Es un
mensaje de fuerza, de recuperación y de poder para las nuevas generaciones,
para quienes tienen el relevo y de algún modo la obligación de cambiar
Guatemala. Esta es, sin duda, una lección para todos. Es crucial que se sepa la
verdad, que se reconozca a las verdaderas víctimas, que se las repare y se las
dignifique. Esta es la llave para el futuro de una nueva Guatemala”.
"Guatemala es el país más
complicado de Centroamérica"
POR QUINO PETIT
La puerta del chalecito en una tranquila calle de
Madrid se abrió y apareció un embajador jubilado sin corbata, de barba canosa
y silueta enjuta. Máximo Cajal vive hoy rodeado de libros y muebles estilo déco,
lejos de las sedes que jalonaron su carrera diplomática. Pero lo que no ha
podido borrar de su memoria es el asalto a la Embajada española en Guatemala
perpetrado por la policía del dictador Lucas García el 31 de enero de 1980.
Cajal (Madrid, 1935) tenía entonces 45 años y
llevaba unos meses ejerciendo como responsable de aquella cancillería cuando
dos docenas de indígenas, entre los que se encontraba el padre de la premio
Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, la ocuparon para atraer atención mediática y
denunciar la matanza de nueve campesinos asesinados por el ejército en el
departamento del Quiché. La policía tardó poco en entrar a sangre y fuego en la
embajada. Con luz y taquígrafos. Ante la mirada de decenas de periodistas que
presenciaron el ataque que dejó 37 muertos, entre los que se encontraban el diplomático
español Jaime Ruiz del Árbol. Cajal fue el único superviviente. Logró escapar
atravesando las llamas que acechaban al edificio y dejaron quemaduras de
segundo grado en el 15% de su cuerpo. El indio Gregorio Yujá fue rescatado con
vida del montón de cadáveres abrasados, pero fue secuestrado horas después en
la misma clínica en la que ingresaron a Cajal y ejecutado en la madrugada del 1
de febrero. Antes de morir había concedido clandestinamente unas declaraciones
que pasaron a la historia: “Sí, vino la policía y echó fuego en la casa del
señor… ¡Saber quién echó fuego ahí!”. Cajal fue trasladado tras el asesinato de
Yujá a la Embajada de Estados Unidos, donde esperó hasta su compleja
repatriación a Madrid envuelto en vendas que tapaban sus quemaduras. “Guatemala
me persigue”, dice hoy en el salón de su casa. “Entre otras cosas, porque
ustedes, los periodistas, me traen este recuerdo a la memoria”.
Él mismo también ha dejado constancia de aquella
pesadilla en libros como ¡Saber quién puso fuego ahí! (Siddharth Mehta
Ediciones) y Sueños y pesadillas. Memorias de un diplomático (Tusquets).
Con motivo de la reciente apertura del juicio por genocidio al general Efraín
Ríos Montt, sucesor al frente del país de Romeo Lucas García, el hombre bajo
cuyo mando se produjo el asalto a la Embajada de España en Guatemala, Máximo
Cajal accede a rememorar el horror que sufrió en aquel país durante su primer
destino como embajador. Con este proceso histórico a un exmandatario que
afronta cargos por crímenes de guerra en América Latina, Guatemala también
tiene ante el espejo los horrores de su pasado reciente, manchado con la sangre
de 200.000 muertos, en su mayoría en las zonas rurales indígenas, que dejó la
guerra entre el Estado y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca desde
1960 hasta 1996.
Sigue sin haber culpables del asalto a la Embajada
española en Guatemala el 31 de enero de 1980. Buena parte de los responsables de aquella operación han fallecido ya,
pero las investigaciones de la justicia guatemalteca han descubierto treinta
años después que los policías tenían instrucciones de que no quedara nadie
vivo. Casi lo consiguieron. Como después del asalto hubo dos supervivientes,
Gregorio Yujá y yo, la instrucción era acabar también con aquellas dos
personas. Desde que salí de la cancillería y me metieron en un furgón policial,
todo sucedió muy rápido y me dejé ir, pasara lo que pasara. Si me hubieran
pegado cuatro tiros en aquel furgón, no habría tenido condiciones físicas ni
intelectuales para haberme resistido.
¿Sabemos quién echó fuego ahí? Yo creo que no. Lo que yo vi ni siquiera permite
explicarlo. En un momento dado, durante el asalto, se produjo una explosión que
vino del lado de la policía o del lado de los ocupantes. Estos estaban
aterrorizados. Aunque hubo unos disparos, y es posible que dispararan ellos o
alguno de ellos, y aunque es posible que lanzaran una especie de cóctel molotov
que llevaban en botellas de refresco, lo que pasó allí, con más de treinta
cadáveres carbonizados, era imposible que fuera producto de dos botellitas con
gasolina. Hubo una intervención de la policía, y de hecho se especula con que
se vio a un agente llevando una especie de lanzallamas.
El Gobierno español de entonces rompió relaciones
con Guatemala al día siguiente de aquella matanza. ¿Podría haber hecho antes
algo más para evitar que ocurriera? Para situarse
hay que recordar cómo era España en 1980. No es que ahora estemos en plena
forma, pero entonces era un país subdesarrollado. Yo tenía un guardaespaldas
que me habían puesto los guatemaltecos y desapareció cuando pasó todo aquello.
La embajada no tenía seguridad y la puerta estaba abierta. Aquel fue uno de los
argumentos que utilizaron para acusarme de estar implicado con los ocupantes,
además de por el viaje que hice al Quiché al poco de llegar. La ruptura de
relaciones con Guatemala se decidió al día siguiente del asalto. Por un lado
era una señal fuerte, pero por otro lado se perdía toda capacidad de presión.
Salvo yo mismo, la embajada entera había desaparecido y el Gobierno español se
había quedado sin capacidad de gestionar aquella crisis. El Gobierno de
Guatemala montó enseguida su contraofensiva, centrada en acusarme de estar
conchabado con los ocupantes. Y sospecho que en el Gobierno de España de
entonces había un sector que pensaba que yo era responsable de lo que pasó. Yo
tenía cierta fama de ser de izquierdas, pero ¿comunista? ¡Y aunque lo hubiera
sido!
¿Para usted, Ríos Montt, a quien ahora se juzga en
Guatemala por genocidio, era igual que su antecesor, el dictador Lucas García? A Ríos Montt no llegué a conocerlo porque apenas pasaron
seis meses desde mi llegada a la embajada hasta el asalto, que se produjo antes
de que Ríos Montt derrocara a Lucas García. Este hombre ha conseguido durante
años eludir a la justicia. Pero parece que esta vez no tiene muchas
posibilidades de escapar de los crímenes por los que se le acusa… Aunque yo,
por razones de salud mental, he procurado no ir más allá en este tema de
Guatemala, que me persigue. Está usted aquí, así que me persigue.
¿Qué le viene hoy a la mente cuando piensa en
Guatemala? Un país tremendo. De violencia, de
injusticia social, de racismo, de exclusión… No hay por dónde cogerlo. De
Centroamérica, es el país más complicado por la cuestión indigenista, y
probablemente el más brutal de todos ellos. Su cultura de violencia es
impresionante. Los 200.000 muertos de los últimos treinta años lo atestiguan.
¿Se convirtió en alguien incómodo para los sucesivos
Gobiernos tras sobrevivir al asalto de la embajada española? Para el Gobierno de Suárez, en ese momento, sí. Pero con
Suárez tuve muy buena relación. Con Calvo Sotelo apenas tuve contacto. Y con
Felipe González, la relación fue excelente; es con el presidente con el que
mejor me he entendido. Con Aznar no tuve ninguna relación. Mi carrera
diplomática terminó en París, siendo embajador en Francia, el día que Aznar
ganó las elecciones.
Aznar le dedicó un sonado desplante ante Chirac
durante una visita oficial ya como presidente del Gobierno español. Aquello fue algo de mal gusto, innecesario y que no vino
a cuento. Sencillamente son cosas que no deben hacerse, aunque existan
distancias ideológicas, ante el embajador de un país que ha sido acreditado por
el jefe del Estado.
¿Y cómo es la vida de un embajador jubilado que ha
sobrevivido a desaires presidenciales y ataques como el asalto a la Embajada de
España en Guatemala? Me jubilé a los 68,
en 2002. Mis compañeros de promoción están todos jubilados y algunos muertos.
Yo no juego al bridge ni al golf. Me dedico a la lectura, a escribir y a
encuadernar. Antes estuve casi cinco años trabajando en la Alianza de
Civilizaciones, con el Gobierno de Zapatero.
¿Cree que ha servido para algo esa Alianza de
Civilizaciones? Creo que ha servido para crear una
conciencia de que hay que hacer algo para superar ese desencuentro entre dos
visiones del mundo. Es un proyecto que tiene más éxito fuera de España. En el
segundo mandato de Zapatero hubo cierto alejamiento de la idea quizá porque
había otros problemas, algo que he criticado mucho. En parte, por la campaña
tremenda en contra del Partido Popular. Ahora que están en el Gobierno son unos
hipócritas y apoyan la Alianza de Civilizaciones. Al menos oficialmente.
¿Le ha merecido la pena ser
diplomático? La verdad es que no lo sé. Mi
carrera ha estado llena de sobresaltos desde que empezó, como el horror de
Guatemala. Y terminó de manera regular. Todos somos orgullosos, y yo no he
perdonado a Aznar aquello que me hizo. Yo tampoco habría sido un embajador de
Aznar, pero los últimos años de mi vida diplomática han sido muy marginales.
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