El legado fotográfico de Vivian Maier abre la puerta de
su apasionante y secreta historia
Los 100.000 negativos fueron rescatados por casualidad
por un joven de Chicago en una subasta
ELSA
FERNÁNDEZ-SANTOS Madrid 21 ABR 2013
A pesar de que contamos con al menos 100.000 certezas sobre cómo y qué
miraba, hay demasiadas preguntas sin respuesta sobre quién era Vivian Maier.
Niñera durante 40 años, murió en 2009, pobre, sola y sin saber que su secreta y
obsesiva pasión, la fotografía, la sacaría del anonimato hasta convertirla en
una enigmática y fascinante figura. El legado de Maier, a quien algunos llaman
la Mary Poppins de la fotografía (solo se entendía bien con los niños que
cuidaba), se ha convertido en una genuina sorpresa para los especialistas, que
asisten atónitos a un corpus fotográfico de 100.000 negativos dotados de una
modernidad, personalidad y calidad insólita para los años y las circunstancias
en los que fue concebido. Ahora, y por primera vez de manera exhaustiva, una
exposición itinerante producida por Dichroma Photography, comisariada por Anne
Morin y programada en la sala San Benito de Valladolid a partir del 8 de mayo
—viajará después a Tours y Gotemburgo—, muestra 120 de sus fotografías y nueve
películas en Super 8.
Envuelta en incógnitas, la historia de
Maier es de esas cuya veracidad cuesta creer. En 2007, en una
modesta subasta en Chicago, un veinteañero llamado John Maloof compró por 300
euros un archivo desconocido que podía servirle de ayuda para un libro en el
que trabajaba acerca de su barrio. El vendedor del material, guardado en un
armario, era el dueño del guardamuebles donde había sido abandonado a su suerte
hacía años. Cuando Maloof desempolvó el contenido lo desechó para su
investigación, pero decidió revelar una parte y revenderla en Internet. Fue
entonces cuando el reputado crítico e historiador de fotografía Allan Sekula se
puso en contacto con él para evitar que siguiera dispersando aquel material
prodigioso.
Sekula dio la voz de alarma: aquellas instantáneas callejeras tomadas en
los años cincuenta y sesenta no eran cualquier cosa, estaban cargadas de
talento. ¿Quién había capturado a esos hombres borrachos tirados en una playa o
en una acera? ¿A los niños de ojos grandes y cara sucia? ¿A las ancianas con
mandiles y mirada desafiante? ¿A las bellas mujeres reflejadas en aún más
bellos edificios? ¿Quién era aquella fotógrafa que no temía romper la
composición para ir más allá de lo que alcanza el objetivo?
Maloof, consciente del tesoro rescatado prácticamente de la basura, empezó
un minucioso trabajo de investigación, recuperación y protección del archivo de
Vivian Maier. Averiguó que era de origen francés, que había vivido entre
Chicago y Nueva York cuidando niños y fotografiando de manera compulsiva los
suburbios y las aceras de las dos ciudades. Mientras todo esto ocurría, Maier
aún malvivía en el apartamento que tres de los niños que había criado le
pagaban por caridad y en el que finalmente murió en 2009, a los 83 años, en la
más absoluta soledad. “Cuando intenté buscarla ya era demasiado tarde, al
principio y durante bastante tiempo solo supe su nombre”, explica Maloof en
conversación telefónica desde Chicago. A punto de cumplir 32 años, y con un documental sobre la fotógrafa en
ciernes, reconoce que el creciente interés por Maier le está
desbordando. “Mi vida ha cambiado, no puedo solo con tanto material. Quiero
hacer este trabajo con extremo cuidado, preservar su obra con cabeza. Ella ha
sido un ejemplo para mí, una artista que trabajó solo para sí misma, sin
ninguna presión externa, probablemente de la manera que muchos desearían y no
pueden”. Asesorado por el célebre galerista y coleccionista Howard Greenberg,
Maloof cree que quedan años de estudio por delante. “Cada negativo requiere un
trabajo detectivesco”.
“Se sabe muy poco de sus orígenes”,
relata la comisaria Morin. “Su madre era francesa y ella nació en Nueva York.
Pasó su infancia entre Francia y Estados Unidos. Cuando el padre las abandonó,
la madre convivió una temporada con una pionera de la fotografía, la
surrealista Jeanne J. Bertrand. Es posible que ahí naciera su interés y su
vocación”. Cuando la historia de Maier empezó a conocerse en los circuitos de
arte, Morin decidió estudiarla. “Todo el ruido generado alrededor de este
hallazgo me acercó a ella, pero luego, cuando comencé a conocer a fondo su
trabajo, sentí una enorme atracción: una niñera que en sus ratos libres había
construido un mundo paralelo totalmente secreto y oculto. Grababa sonidos
callejeros, sacaba fotografías y filmaba en Super 8. Y lo hacía con una
modernidad absoluta. Era una vanguardista”.
Lo primero que Maier pidió en la casa donde trabajó más de 20 años fue un
cuarto propio y una cerradura. Como tantas mujeres soñaban, a lo Virginia
Woolf, le bastaba con una habitación propia para crear. Nadie sabe a ciencia
cierta qué pasó durante lustros entre aquellas cuatro paredes, pero lo cierto
es que los niños a los que cuidó jamás conocieron el secreto de su querida nanny.
Por desgracia, también explica el muro de silencio (y opresión) que hasta no
hace tanto separaba a las familias burguesas de sus empleadas de hogar. “Maier
representa la quintaesencia de una figura de la ficción victoriana, la nanny,
la gobernanta, es decir una outsider, pero con un acceso privilegiado a
una vida doméstica en la que se le permite desarrollar un solo don: la
capacidad de observación”, escribe el novelista británico y especialista en
fotografía Geoff Dyer.
“Ella estaba a gusto con los niños
porque era uno de ellos. No quiero hacer psicología, pero fue una niña grande,
alguien que no creció y que solo se sentía bien en ese mundo perdido de la
infancia”, prosigue Morin, que de todo el trabajo de la fotógrafa se queda con
sus autorretratos. “En ellos se está buscando permanentemente desde una
frontalidad rota, ya sea a través de espejos, ventanas o de su propia sombra.
Pero nunca frente a la cámara. Nunca la podemos identificar del todo. Era una
poeta de la sombra, no necesitaba tener luz. Vivía en la periferia de las
cosas”.
Maier no revelaba sus carretes, no se lo podía permitir. Solo tomaba fotos
sin descanso y sin que aparentemente le importara el resultado final. También
coleccionaba libros de arte y las esquelas de los periódicos. De una de ellas
sacó el relato de una de sus películas en Super 8. Es la historia de una madre
y un hijo asesinados. Maier fue con su cámara y rodó primero el supermercado
donde la madre trabajaba, luego la casa donde vivía con el hijo, y así, uno a
uno, todos los lugares a los que aquellas pobres almas jamás volverían. En una
de las cintas que John Maloof encontró, Vivian Maier había grabado su idea del
paso de la vida: “Tenemos que dejar sitio a los demás”, se dijo. “Esto es una
rueda, te subes y llegas al final, alguien más tiene tu misma oportunidad y
ocupa tu lugar, hasta el final, una vez más, siempre igual. Nada nuevo bajo el
sol”.
Se especula con su timidez aguda, con el uso de la cámara
como un escudo para acercarse a las personas y poder mirarlas, con su fuerte
conexión con los más débiles, con su sosiego alrededor de los niños, los únicos
que saben estar en el presente porque no tienen conciencia ni del pasado ni del
futuro, y con las posibles patologías de su personalidad esquiva y obsesiva.
Pero lo cierto es que nadie podrá flanquear jamás el cuarto con cerrojo de
aquella impenetrable mujer que, al menos 100.000 veces, se asomó a la vida con
su secreto al hombro.
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