El temido espionaje de la RDA acumuló dos millones de
fotografías de sus misiones
El artista alemán, Simon Menner, ha buceado en su archivo
para documentar su forma de actuar
De los casi dos millones de fotografías que duermen en el archivo de la
Stasi, la temida policía política del régimen comunista alemán, las polaroids
son las más inquietantes. Tanto las cámaras como la película que utilizaban
provenían del fisgoneo y del pillaje que los agentes practicaban en la frontera
en los paquetes de regalo que llegaban del Oeste. Pertrechados de estas cámaras
decomisadas, los espías de la República Democrática Alemana (RDA) irrumpían en
los domicilios sospechosos y sacaban fotos del lugar tal y como se lo
encontraban. Una cama con dos edredones revueltos y un animal de peluche junto
la almohada, por ejemplo.
Una estampa banal de la intimidad de quien deja la casa con apremio —para
ir al trabajo quizá, o al médico— y no espera visitas. Al mismo tiempo es el
testimonio de esa confianza violada. Las polaroids servirían para que la
Stasi reconstruyera el paisaje doméstico previo a su paso inquisidor por el
hogar investigado: las dobleces de la colcha, la postura del osito o la caída
de las cortinas estarían igual que antes del registro. El atropello solo fue
visible décadas después, gracias a la manía totalitaria de documentar cada
actuación represiva.
La sede berlinesa del Ministerio para la Seguridad del Estado, conocido por
su acrónimo Stasi, es un museo desde poco después del colapso de la RDA y la
caída del Muro en 1989. También es el archivo de la voracidad documental de la
policía política, al que acudió durante más de dos años el artista alemán Simon Menner en busca de “las
fotos que nadie pide ver”.
El lugar era un fortín solapado. Cuando era el cuartel general de uno de
los servicios de espionaje más potentes del mundo, la torre central con los
despachos de los jefes quedaba protegida tras un gran perímetro oblongo de
edificios dispares, la mayoría más bajos y con pocas entradas. La Stasi se fue
anexionando a las casas circundantes, que mantuvieron su aspecto de viviendas
vecinales. Había que fijarse para ver que sus puertas estaban tapiadas. La
Stasi, como los estrambóticos espías disfrazados del nuevo libro de Menner, Top
Secret (alto secreto), disimulaba pero no siempre se ocultaba del todo.
Tomando café en un chiringuito del patio central del antiguo ministerio,
Menner reflexiona hojeando las fotos de agentes disfrazados con pelucas,
postizos, uniformes, gafas de sol o cascos de trabajo que recoge su libro: “Aun
cuando aspiraban a pasar por un cualquiera, los espías se dejaban algún detalle
levemente reconocible”. Nada obvio, cree, “pero debía saberse que había agentes
vigilando y que, tal vez, podías tener uno delante”.
Entre los 90.000 empleados de la Stasi, sus agentes —reconocibles o no—
eran la punta de un iceberg de casi 200.000 informantes y colaboradores cuya
salida a flote, en 1989, conmocionó a muchos de los 17 millones de alemanes
orientales. Menner habla del componente “cómico” de su colección de
fotografías, que se disipa “cuando recuerdas la represión y
las vidas dañadas” y también que “nadie pensó que un día sería del
dominio público”.
El ojo del Gran Hermano también se dirigía hacia sí mismo. Su afán de
documentarlo todo no dispensaba a sus bromas ni sus fiestas de disfraces, en
las que los agentes podían vestirse como los “adversarios del pueblo” que
vigilaban. Haciendo un gesto hacia la torre de la Stasi, Menner se detenía ante
las fotos más estrafalarias del libro, que “se tomaron allí dentro”.
Un grupo de agentes y funcionarios celebran el cumpleaños de uno de los
jefes —al que solo se ve de espaldas— disfrazados de sus potenciales objetivos.
Un espía va de disidente pacifista, adornado con insignias mal vistas por el
régimen comunista como la que en su sombrero pide forjar “arados con las
espadas”. Sostiene una copita de blanco espumoso oriental y posa con gesto
guasón: considera su atavío un disparate, pero es él quien decide cuándo
vestirse de esa manera es una infracción punible. En otra imagen, un colega
disfrazado de obispo oficia una ceremonia chusca entre las risas del pacifista,
el futbolista, el atleta y el catedrático. El espía disfrazado de bailarina
muestra las rodillas entre el tutú y la caña de las botas del uniforme de la Stasi.
La producción de imágenes podía documentar las presuntas filiaciones
hostiles para el régimen. La foto de una cafetera alemana federal Siemens en el
expediente de un sospechoso podía ser la evidencia de sus contactos en
Occidente. Un modelo de caza de la Segunda Guerra Mundial oculto en un cajón
podía delatar simpatías nazis, ser un simple juguete o indicar interés por la
aviación histórica. Una vez violada la intimidad del sospechoso, sería cosa de
los agentes decidir qué contiene la foto, con consecuencias drásticas para la
vida de su objetivo: perder el trabajo, ser purgado del partido único o
disfrutar de un ascenso.
El libro reúne estas imágenes bajo el epígrafe de Asuntos Internos.
Las primeras del libro son “Instrucciones” —cómo disfrazarse, cómo detener,
cómo perseguir o cómo defenderse—. El otro bloque, llamado “Operaciones”,
ordena las escalofriantes polaroids previas a los registros, las fotos
de la vigilancia rutinaria a personas o lugares, y un capítulo asombroso donde
“Los espías fotografían a otros espías”. En la Segunda Guerra Mundial, los
aliados acordaron que pequeñas misiones militares podrían moverse libremente
por todos los sectores ocupados. Las misiones rusas podían adentrarse en la
Alemania occidental, mientas la Stasi perseguía a los soldados británicos,
estadounidenses o franceses, que usaban coches veloces para espiar a gusto en
la RDA.
Queda una serie de imágenes de espías militares occidentales en el acto de
fotografiar a sus vigilantes orientales, que no podían detenerlos. Los archivos
militares británicos le negaron a Menner el permiso para buscar los retratos de
los agentes de la Stasi que resultarían de aquellos encuentros. Algunas fotos,
cuenta Menner, se separaron de sus expedientes. Quedan cartulinas rubricadas
como “pornografía occidental” de las que alguien arrancó el contenido,
seguramente para llevárselo a casa. También quedan fotos sin sentido, como una
desconcertante serie que muestra la tumba de un cisne señalada con banderines
de la RDA.
Todo acababa en el archivo, que era tan insaciable como
las actuales las redes de espionaje digital reveladas en 2013 por el exempleado
de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) estadounidense Edward Snowden. Si
pudiera, dice el editor de Top Secret, cambiaría la posibilidad de bucear en
los cuarenta años de la Stasi por la de observar, solo dos semanas, “cómo nos
están espiando ahora”.
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