La violencia y las guerras han estado dominadas
siempre por un sesgo de género
El 70% de las mujeres sufre algún tipo de agresión
durante su vida
Una de las noticias más esperanzadoras del año 2014 es la apertura de
negociaciones con el régimen iraní en torno a su programa nuclear. Con
razón, a la comunidad internacional le preocupa la proliferación de estas
armas, de ahí que, de forma excepcional, al otro lado de la mesa nos
encontremos actuando unidos a EE UU, Rusia, China y la Unión Europea. Pero pese
a la increíble capacidad de destrucción de estas armas, hay quienes sostienen
que no tienen tanto de excepcional; son, dicen, nada más que muchas toneladas
de explosivos juntas. Algo de razón no les falta: el genocidio más importante
de la historia, el cometido contra el pueblo judío, no requirió de armas
nucleares, como tampoco fueron necesarios más que unas decenas de miles de
machetes de fabricación china para terminar con los 800.000 tutsis que
fallecieron en el genocidio ruandés. Las aproximadamente 135.000 víctimas de Hiroshima
desafían nuestra comprensión, pero también lo hacen los casi 300.000 muertos en
la batalla por
Verdún. La cruda realidad es que, desde la noche de los tiempos, el
ser humano ha mostrado una increíble capacidad de matar, y de hacerlo en masa y
sostenidamente, y para ello se ha servido de cualquier cosa a su alcance: un
machete, un AK-47, explosivos convencionales o bombas atómicas.
Un momento: “¿el ser humano?”. No exactamente. La práctica totalidad de
todas estas muertes tienen en común un hecho tan relevante como invisible en el
debate público: que fueron varones los que los cometieron. La historia militar
no deja lugar a ninguna duda: los ejércitos han estado formados por varones,
que han sido los ejecutores casi en exclusiva de este tipo de violencia, y sus
principales víctimas. Cierto que guerrillas y grupos terroristas han incluido
históricamente mujeres, a veces muy sanguinarias (en España, por desgracia,
conocemos el fenómeno), pero la violencia bélica en manos de las mujeres ha
sido una gota en un océano. El resultado, no por conocido, es menos trágico:
solo en el siglo XX, las víctimas de estos conflictos desencadenados y
ejecutados por varones se cobraron la vida de entre 136 y 148 millones de
personas.
Se dirá que las guerras son cosas del pasado, típicas de sociedades
predemocráticas. Pero ¿cómo explicar entonces el sesgo de género que domina la
violencia en nuestras sociedades? No hablamos de sociedades atávicas, sino de
sociedades occidentales, democracias plenas donde, como en Estados Unidos, las
estadísticas nos indican que el 90% de todos los homicidios cometidos entre
1980 y 2005 lo fueron por varones, mientras que solo el 10% por mujeres. De
todos esos homicidios, algo más de dos tercios (68%) fueron cometidos por
varones contra varones, mientras que en uno de cada cinco (21%) un varón mató a
mujer. Aunque sí que hubo mujeres que mataron a hombres, solo representaron el
10% de todos los homicidios, mientras que, significativamente, el porcentaje de
mujeres que mataron a mujeres fue ridículo (2,2%). Así pues, las mujeres no
matan mujeres, solo varones y, en gran proporción, en defensa propia. Claro que
EE UU es una sociedad más violenta que otras, pero los datos de España, Reino
Unido u otros países de nuestro entorno no son muy distintos: reveladoramente,
la población penitenciaria española está compuesta en un 90% por hombres y en
un 10% por mujeres. Al igual que la guerra, el homicidio y, en general, el
crimen parecen ser fenómenos casi puramente masculinos.
Los efectos de una cultura patriarcal dominada por varones son tan demoledores
que pareciera que en el mundo se libra una guerra (invisible, pero guerra) de
varones contra mujeres. Según Naciones Unidas, el 70% de las mujeres han
experimentado alguna forma de violencia a lo largo de su vida, una de cada
cinco de tipo sexual. Increíblemente, las mujeres entre 15 y 44 años tienen más
probabilidad de ser atacadas por su pareja o asaltadas sexualmente que de
sufrir cáncer o tener un accidente de tráfico. En España y otros países de
nuestro entorno, casi la mitad de las mujeres víctimas de homicidios lo fueron
a manos de sus parejas, frente a un 7% de hombres, lo que significa que la
probabilidad que tiene una mujer de morir a manos de su pareja es seis veces
superior a la de un hombre.
La violencia sexual contra las mujeres es omnipresente y constituye uno de
los capítulos más vergonzosos, y más silenciados, de la historia de los
conflictos bélicos. Ello pese a la evidencia de que esa violencia no solo ha
sido consentida sino alentada como arma de guerra. Según Keith Lowe, autor del
libro Continente salvaje, la Segunda Guerra Mundial batió todos los récords de
violencia sexual, especialmente contra las mujeres alemanas a medida que el
ejército soviético se adentraba en Alemania (se calcula que dos millones fueron
violadas como consecuencia de una política de venganza sexual deliberada). Hoy
en día, la ONU estima en 200.000 las violaciones ocurridas en la República del
Congo, una cifra similar a la ofrecida para Ruanda. Lejos de África, en el
corazón de la Europa educada, la violación también fue un arma de guerra
interétnica en el conflicto de la antigua Yugoslavia, donde se estima que entre
20.000 y 50.000 mujeres fueron violadas. A lo que se añade una larga lista de
crímenes que solo las diferencias de género pueden explicar y que incluye el
aborto selectivo de niñas, los crímenes de honor, el tráfico de mujeres con
fines de explotación sexual o la mutilación sexual, que afecta a 130 millones
de mujeres. No hace falta adentrarse en las sutilezas de la discriminación
política, económica y social, en sí un hecho muy revelador de la subordinación
generalizada de la mujer: el nivel de violencia física contra las mujeres que
hay en el mundo lo dice todo. Algunos describen la violencia que se ejerce
contra las mujeres solo por el hecho de serlo como “feminofobia”. ¿Por qué no
nos suena nada este término, o alguno similar?
Reconozcámoslo: los varones son el mayor arma de destrucción masiva que ha
visto la historia de la humanidad, y hay unos 3.500 millones de ellos por ahí
sueltos. Podemos prohibir las armas largas, las armas cortas, las minas
antipersona, las bombas de fósforo o de fragmentación, las armas
bacteriológicas, químicas y nucleares, pero al final estaremos siempre en el
mismo sitio: detrás de cada arma habrá un varón. De ahí que Naciones Unidas
haya adoptado varias iniciativas de alcance mundial, recurriendo para ello al
propio Consejo de Seguridad, que en su Resolución 1.325 de 31 de octubre de
2000 hizo visible por primera vez la necesidad de una protección explícita y
diferenciada para las mujeres y las niñas en escenarios de conflicto, así como
la contribución fundamental que las mujeres hacen y deben hacer en lo relativo
a la resolución de conflictos y la construcción de la paz.
Existen muchas posibles, y complejas, explicaciones sobre
estos hechos. Tampoco son fáciles las respuestas que debamos dar, y mucho menos
las medidas a adoptar. Pero los hechos están ahí, y son incontestables: los
varones matan y se matan, mucho, y ejercen mucha violencia contra las mujeres.
Sin embargo, el debate público sobre este hecho es inexistente. Antes que
repuestas, este debate requiere preguntas, en realidad una sola pregunta: ¿son
los varones armas de destrucción masiva?
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