En febrero de 1914 compareció en las pantallas el más
famoso vagabundo profesional de la historia del cine de la mente de Charles
Chaplin, quien se hizo Charlot
En febrero de 1914 compareció en las pantallas el más famoso vagabundo
profesional de la historia del cine. Nació entre el hollín de Londres en 1889,
el año en que el hijo de Sisí y Francisco José de Habsburgo se suicidó,
mientras en España se publicaba la reconfortante La hermana San Sulpicio.
La esquina de dos siglos turbulentos, cuando las crisis europeas empujaban la
emigración a América. Charles Chaplin
nos mostraría su azaroso ritual en El inmigrante (1917). Cómico judío
fugitivo de los bajos fondos londinenses, del asilo, de las penalidades
familiares, de la locura materna, recala en Hollywood en 1914 y, en sus tres
primeros cortos, compone ya su iconografía de tramp, de vagabundo, con
ecos del Dickens de Oliver Twist, de la picaresca de Henry Fielding y
del teatro de pantomima. Su composición es una verdadera parodia: adopta el
sombrero hongo y el bastón propios de la burguesía, el bigotito de los galanes
seductores, pero sus zapatones destartalados y sus pantalones andrajosos
evidencian su contradicción. Es el año en que Freud publica Introducción al
narcisismo. Antihéroe grotesco, inventa un lenguaje corporal que hace
innecesaria la palabra y se permite a veces la herejía dramática de mirar a la
cámara, es decir, al público, para activar su empatía. Pronto inaugura su
famoso viraje sobre un pie al doblar una esquina, generalmente huyendo de un policía
o de un matón: para él son lo mismo. En Estados Unidos pronto será el familiar
Charlie, Carlitos en América Latina y Charlot en Francia, de dónde se adoptará
su apodo en España, después de un intento para bautizarle Carlitos.
La poética de la marginación suburbana, que nos conducirá
hasta Tortilla Flat (1935), de John Steinbeck, nace en el
año de la Gran Guerra por obra de Charlot, el antihéroe barriobajero y
marginalizado que nos hace reír, porque ejecuta las irreverencias y destrozos
que todos hemos querido alguna vez llevar a cabo. Pero también nos conmueve,
ejerciendo de padre al que arrebatan su hijo adoptivo en El chico
(1921). O buscando el amor en los ojos de Mabel Normand, su compañera habitual.
El mundo intelectual se rinde ante él: Gómez de la Serna acuña “Charlotismo” y
Francisco Ayala le define como “el hombre sobrante” de las calles y los
muelles. Y, pese a muchas mutaciones, su bigotito permanecerá inalterable hasta
que se confunda con el de Hitler en la tragicomedia de El gran dictador
(1941).
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