‘The monuments men’, la película de Clooney sobre la
brigada aliada que rescató un tesoro del expolio nazi, saca a la luz la
heroicidad de un pueblo minero de los Alpes
ELENA ZAFRA
Altaussee 8 FEB 2014 - 00:08 CET
Faltó muy poco para que la mina de sal de Altaussee, a una hora de
Salzburgo, se convirtiera en mayo de 1945 en la tumba de centenares de obras de
arte de Rubens, Miguel Ángel, Tintoretto, Rembrandt, Vermeer, Leonardo da Vinci
o Goya. En los estertores de la II Guerra Mundial, una unidad especial de
las fuerzas armadas estadounidenses apodada Monuments Men protagonizó en aquella
excavación uno de los hallazgos culturales más importantes del siglo XX.
Encontraron alrededor de 7.000 obras de arte robadas por los nazis por toda la
Europa ocupada. El rescate de este tesoro —en el que había piezas de
incalculable valor como La Madonna de Brujas, esculpida en mármol
por Miguel Ángel, o el retablo La adoración del Cordero Místico,de Jan
van Eyck— había sido una trepidante carrera contra el reloj en la que a punto estuvo
de saltar todo por los aires.
Parte de lo que sucedió en aquellos días lo cuenta ahora The monuments
men, la nueva película dirigida por George Clooney,
que se estrena hoy en la Berlinale y se podrá ver a partir del 21 de febrero en
España. Pero lo cierto es que ninguna de las escenas ha sido rodada en los
impresionantes escenarios originales, que apenas han cambiado desde entonces,
sino en los estudios Babelsberg de Potsdam y en exteriores alemanes. El filme
destaca el heroísmo de un grupo de historiadores de arte, directores de museos
y restauradores, especialmente estadounidenses y británicos, que debía
localizar y recuperar obras de arte desaparecidas durante la guerra. Pero la
realidad es muy distinta: cuando ellos llegaron, el peligro ya había pasado.
Eso es lo que cuenta el periodista Konrad Kramar en su libro Mission
Michelangelo.
Un día después de la capitulación de Alemania, el 9 de mayo, el grupo se
adentró en uno de los principales enclaves de la llamada Fortaleza Alpina, que
los aliados consideraban el último bastión de la resistencia nazi. En este
remoto e idílico pueblo de los Alpes austriacos se habían escondido en los
últimos meses de la II Guerra Mundial algunos de los principales líderes
nazis, como Ernst Kaltenbrunner, jefe de la Oficina General de Seguridad del
Reich (de la Gestapo), y Adolf Eichmann, uno de los más infames responsables
del Holocausto. En realidad, trataban de pasar inadvertidos y escapar de los
aliados. Con ellos se llevaron todo el oro y riquezas que habían robado,
mayoritariamente, a familias judías exiliadas, deportadas o asesinadas. Cuando
el grupo llegó, no hubo resistencia militar, ni de guerrillas. Solo puestos
abandonados, soldados desorientados, una población temerosa y una mina de sal
llena de obras de arte. Un acopio destinado a formar parte de un viejo sueño
de Hitler: el Museo del Führer de Linz.
El expolio había comenzado en 1938 con obras procedentes de museos,
iglesias, galerías, grandes y pequeñas colecciones privadas mal pagadas o
simplemente expropiadas a sus propietarios judíos. Al principio, Hitler las
almacenó en algunos museos y en sus residencias y oficinas en Alemania. Pero
acabó trasladándolas a las minas cuando su imperio empezó a tambalearse. El tesoro
nazi empezó a rodar en trenes y camiones hacia Altaussee ya en el otoño de
1943 y no dejó de hacerlo hasta casi el final de la guerra.
En la locura apocalíptica de los últimos meses, Hitler había ordenado la
aniquilación total de los recursos del Reich para no dejar nada en manos de los
aliados. Sus seguidores más fanáticos cumplieron sistemáticamente las órdenes
mientras otros meditaban la táctica apropiada para cambiar de bando y venderse
a los aliados. Estas dos posturas colisionaron también en Altaussee. La máxima
autoridad de la región, el ferviente nazi August Eigruber, estaba dispuesto a
obedecer hasta el final a su Führer y tras el suicidio de Hitler consideró que
las obras de arte almacenadas en la mina debían ser destruidas. Ordenó a las SS
colocar en la excavación ocho cajas con media tonelada de explosivos cada una.
Los mineros, entre los que había desde nazis convencidos hasta amigos de la
resistencia que se escondían en las cimas alpinas, empezaron a inquietarse.
Movidos por el afán de salvar la mina que les había proporcionado el sustento
durante tantos años —en ningún caso pensaban en las obras de arte— se pusieron
manos a la obra. Dos de ellos, Hermann König (con contactos en la resistencia)
y Alois Raudaschl (miembro del partido nazi) tuvieron la idea desesperada de
recurrir a la ayuda del propio jefe de la Gestapo: Kaltenbrunner. El gerifalte
se encontraba aquellos días con su amante en su villa de Altaussee y Raudaschl
contactó con él a través de su amiga, Iris Scheidler, mujer del ayudante de
Ernst Kaltenbrunner. El jefe de la Gestapo escuchó al temeroso minero y dio
permiso inmediato para sacar las bombas de la mina, imponiendo su autoridad
sobre la del responsable de la región Eigruber. Conscientes de la falta de
tiempo y del riesgo de la acción, los mineros se apresuraron y consiguieron
sacar las bombas en la mañana del 4 de mayo. Para evitar que los soldados de
Eigruber pudieran provocar otros daños, colocaron explosivos en las diferentes
entradas de la mina, que en tres horas quedó sellada y protegida.
Fueron días y horas de gran confusión en las que muchos trataron de cambiar
rápidamente el carné del partido nazi por otro de la resistencia. Kaltenbrunner
pensó que tal vez su ayuda en el salvamento de la mina y de las obras de arte
le serviría frente a los aliados. No fue así; su responsabilidad en la barbarie
era demasiado grande y fue condenado a muerte en Nuremberg.
Con el trabajo hecho por los auténticos salvadores, cuyos
descendientes en su mayoría desconocían hasta hoy su heroicidad, los Monuments
Men pudieron sacar el tesoro de la mina e iniciar la tarea de transportar y
devolver las obras de arte. Un trabajo que todavía hoy no ha concluido. Algunas
obras de arte siguen huérfanas sin que nadie sepa con certeza quién es su
auténtico propietario.
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