Por: Octavio Salazar | 14 de febrero
de 2014
“Formada para obedecer a un ser tan imperfecto como el
hombre, con frecuencia tan lleno de vicios y siempre tan lleno de defectos,
debe aprender con anticipación incluso la injusticia y a soportar las
sinrazones de un marido sin quejarse”.
Rousseau, Emilio (1752)
Buena parte de lo que ha trascendido de las respuestas que la duquesa de Palma
dio al largo interrogatorio al que fue sometida hace unos días es el ejemplo
más clarividente de cómo se perpetúa el mito del amor romántico. Ese que cada
14 de febrero, además, los grandes almacenes se empeñan en recordarnos, aunque
en realidad no haga falta esperar a San Valentín. El orden cultural dominante,
que todavía sigue obedeciendo en gran medida a los dictados del patriarcado,
reproduce constantemente, en alianza todopoderosa con el mercado, las pautas de
una concepción de la afectividad y la sexualidad ligadas a la diferenciación
jerárquica entre hombres y mujeres.
Baste con analizar como la publicidad, pero también la mayoría de las
películas que arrasan en taquilla, de las canciones que más se escuchan en las
radios fórmulas o de los culebrones que logran millonarias audiencias, para
constatar como prevalece una concepción del amor que para las mujeres acaba
suponiendo la negación de su autonomía, la ceguera más justificada, la entrega
sin condiciones al héroe que las salva o que suple su minoría de edad.
De esta manera, y como ha sido a lo largo de los siglos, el amor continúa
siendo, como bien lo calificara Marina Subirats, “el opio de las mujeres”
(Marina Subirats y Manuel Castells, Mujeres y
hombres, ¿un amor imposible? Alianza, Madrid, 2007). Esa razón
que la razón no entiende –mucho más en el caso de las que a lo largo de la
historia se ha cuestionado su igual racionalidad– y que justifica confianzas
ciegas, renuncias injustificables y, en el peor de los casos, hasta el
sufrimiento que supone ser víctima de la crueldad del amado.
El “contrato sexual” que en buena medida todavía hoy sigue condicionando el
“pacto social” ha prorrogado los binarios patriarcales en los que habitan las
raíces de las desigualdades de género. Junto a los dos básicos –los que
contraponen público/privado y razón/emoción- , el que sigue distinguiendo entre
el hombre sujeto y la mujer objeto, entre el héroe y la princesa, entre el
hombre socializado en las narrativas de la conquista y la mujer domesticada en
la hipérbole de las emociones. Entre ellos, el todopoderoso amor, el que
articula dos mitades complementarias en unas estructuras jurídicas y políticas
que, por tanto, han obedecido siempre a la lógica heteronormativa.
El hombre y la mujer como seres condenados a entenderse, el matrimonio como
contrato legitimador de la procreación, la división sexual del trabajo en
nombre de los intereses familiares. De ahí los obstáculos que en los sectores
más conservadores y patriarcales sigue encontrando el matrimonio entre personas del mismo
sexo o los modelos familiares alternativos al tradicional. Porque es
el sustrato social y cultural del patriarcado, y por tanto el eje esencial del
poder, el que se resiste a ser erosionado.
Debería ser alarmante, al menos para todas y para todos los que creemos en
la igual dignidad y autonomía de los individuos con independencia de su sexo,
como en las sociedades avanzadas del siglo XXI perviven los rasgos del amor
romántico y muy especialmente como continúan muy arraigados entre los más
jóvenes. Algo que han demostrado varias investigaciones realizadas en los últimos
años, entre las que destaca la que en 2011 publicó el
Instituto Andaluz de la Mujer sobre Sexismo y Violencia de Género.
En dicho informe se demostraba como entre los chicos y las chicas más jóvenes
pervivían los mitos del amor romántico, es decir, creencias como que “el amor
todo lo puede”, que estamos de alguna manera predestinados a encontrar un “amor
verdadero”, que “el amor es lo más importante y requiere entrega total” y que,
por supuesto, exige posesión y exclusividad.
Unas creencias que especialmente perviven en muchas chicas jóvenes que
parecen entender que enamorarse implica perder la autonomía y la capacidad de
autodeterminación. Negarse a sí mismas para ser del que ama, quien por
supuesto hará todo lo posible por mantener a la mujer-objeto sometida a las
riendas de su autoridad. De ahí la justificación de los celos y de todo tipo de
control, los cuales además se han
intensificado en los últimos años a través del uso de las nuevas tecnologías y
de las redes sociales.
Difícilmente lograremos unas relaciones afectivas y sexuales plenamente
igualitarias mientras que no desterremos una concepción del amor que acaba
siendo una estrategia de control social que mantiene a las mujeres en una
posición subalterna. La que seguimos viendo reproducida en la saga de Crepúsculo,
en las novelas de Federico Moccia y, por qué no, en las declaraciones de una
infanta que parece haber sufrido una especie de renuncia a su capacidad de
discernimiento en nombre del amor.
Tal vez esa sería la gran revolución pendiente que, en nombre
de la igualdad, deberíamos empezar a celebrar en este San Valentín. Mujeres y
también hombres comprometidos con otra manera de entender nuestras relaciones
afectivas y sexuales. Una revolución que nos lleve finalmente a proclamar que
en nombre de nada ni de nadie ni ellas ni nosotros debemos renunciar a ser
naranjas enteras. Y que la aventura no es buscar la media que hipotéticamente
nos hace falta si no otra entera con la que compartir jugos, libertades y
proyectos. Sustituida la venda del amor absoluto por la alegría de mirarnos a
los ojos sabiendo que nunca quien bien nos quiere nos hará llorar.
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