Se publican en España las famosas y polémicas memorias
del francotirador de Stalingrado que inspiró ‘Enemigo a las puertas’
JACINTO ANTÓN
Barcelona 26 ENE 2014 - 00:18 CET
“Usa cada bala a conciencia, Vasili”, le decía de niño su padre cuando
cazaban lobos en la taiga. A fe que lo hizo en Stalingrado, con otra clase de
lobos, estos humanos, pero también grises. “Mataba a cuatro o cinco alemanes
todos los días”, escribió. Las tremendas memorias del francotirador Vasili
Zátsiev (1915-1991), Héroe de la Unión Soviética, uno de los más famosos en su
difícil y atroz oficio, recién publicadas ahora en España por Crítica,
nos adentran en la contienda particular que ese tipo de soldados libró durante
la II Guerra
Mundial, una historia de oscuridad y violencia. Nos llevan al
corazón más frío y letal de la batalla –donde se mira agazapado a los ojos del
que matas- y nos permiten asomarnos a la personalidad y las tácticas de unos
combatientes tan admirados como temidos y denostados, y que siempre han
provocado una morbosa fascinación: la mística del francotirador.
Las memorias de Vasili Grigórievich Záitsev se centran en la actividad del
francotirador en Stalingrado, donde su cuenta particular ascendió a 242
militares alemanes, incluidos 11 francotiradores (abatir a los tiradores del
otro bando era una de las prioridades de estos combatientes). Las vicisitudes
del certero Záitsev fueron la base de la película Enemigo a las puertas,
de Jean Jacques
Annaud. Parte de lo que cuenta el francotirador, incluido el largo y
épico duelo con el experto tirador alemán enviado a cazarlo que es el núcleo
del filme, es muy controvertido y está considerado por historiadores como Antony Beevor pura
invención. Eso no impide que las memorias sean una interesantísima descripción
de la salvaje, brutal lucha en Stalingrado y que se lean con el corazón en un
puño.
En un pasaje, Záitsev impide a su equipo de tres parejas de francotiradores
disparar contra unos oficiales que creyéndose seguros están lavándose junto a
una trinchera. “Esos tipos solo son tenientes”, les señala. “Si malgastamos
balas con la pescadilla los peces gordos nunca asomarán la cabeza”. Al día
siguiente vuelven a la zona de baños. Declinan disparar contra un soldado que
se asoma. Y entonces aparecen los que esperaban: un coronel acompañado por un
francotirador con un precioso fusil de caza, un mayor con la Cruz de Caballero
con Hojas de Roble y otro coronel fumando en una larga y aristocrática
boquilla. “Nuestros disparos silbaron. Apuntamos a la cabeza, como exige el
manual, y los cuatro nazis cayeron al suelo expirando el último aliento”. En
otra ocasión, dispara contra otro oficial que lleva la Cruz de Hierro en el
pecho. “Apreté el gatillo y la bala atravesó la medalla del alemán, que salió
despedido hacia atrás con los brazos abiertos”.
Záitsev inicia sus memorias explicando su infancia. Su abuelo pertenecía a
una larga estirpe de cazadores de los Urales y le regaló su primera escopeta.
Al salir a cazar se embadurnaba con aceite de tejón para camuflarse bajo el
olor de animal. Matando lobos aprende a rastrear y acechar, lo que le serviría
“para luchar contra esos otros depredadores bípedos que llegaron a invadir
nuestra patria”. El futuro francotirador no era ningún iletrado. Ingresó en una
escuela técnica de construcción, estudió contabilidad y fue inspector de
seguros. En 1937 lo llamaron a filas e ingresó como marinero en la flota del
Pacífico –siempre lució con orgullo bajo el uniforme la camiseta de franjas
blanquiazules, la telniashka-. Deseoso de acción, solicitó el ingreso en
una compañía de fusileros y fue a parar a Stalingrado. Llegó como suboficial el
21 de septiembre de 1942: fue como aterrizar en el infierno; en su diario anota
que en el aire flotaba el hedor a carne abrasada.
En su primer combate, el bajo y robusto Záitsev de cara ancha –desde luego
no se parecía a Jude Law-, llega al cuerpo a cuerpo y, perdidas las bayonetas y
las pistolas, mata a su primer alemán estrangulándolo. Es la guerra en toda su
crudeza: “Finalmente dejó de forcejear y noté un olor nauseabundo, en el
momento de morir se había defecado encima”.
En la defensa de las posiciones en la famosa fábrica Octubre Rojo, Záitsev
vive momentos angustiosos, es la Ratenkrieg, la “guerra de ratas”, en
los sótanos y alcantarillas de la ciudad en ruinas. A finales de octubre un
coronel observa como abate con tres disparos de su rifle estándar de infantería
a sendos servidores de una ametralladora. “Consíganle un fusil de
francotirador”, ordena –le dan un Moisin Nagant 91/30- y le dice: “Ya lleva
tres, siga la cuenta a partir de aquí”. Así empieza su carrera. Le coge gusto:
“Me agradaba ser francotirador y gozar de la licencia para elegir a mi presa, a
cada disparo es como si pudiera oír la bala atravesando el cráneo del enemigo”.
Dispara a larga distancia, 550 metros, y más. La mira telescópica revela
detalles del blanco. “Sabes si se ha afeitado, puedes ver la expresión de su
rostro, canturrea. Y mientras tu hombre se frota la frente o inclina la cabeza
para ponerse bien el casco, buscas el mejor punto para que la bala haga
impacto; no tiene ni la menor idea de que le quedan solo unos segundos de
vida”. No hay ninguna duda, ni remordimiento. “Era fácil colocar el retículo
entre sus ojos. Apreté el gatillo, convulsionó unos segundos y luego se quedó
inmóvil”.
En el relato de Záitsev, los soviéticos son invariablemente nobles y
heroicos y los alemanes crueles: ejecutan a los heridos con lanzallamas o
arrojándolos a los perros. El francotirador ve a los nazis como “serpientes”,
que se retuercen mientras las aprieta en su puño.
Las memorias están trufadas de consejos para los francotiradores –nuestro
hombre se convirtió en instructor-. Un manantial o una fuente son buenos
lugares para matar enemigos. Hay que cambiar de posición tras el disparo para
impedir que te localicen. El tirador no necesita más de dos segundos para
apuntar y disparar, pero los preparativos requieren horas y hasta días de
observación y camuflaje. Hay que hacerse invisible. La paciencia lo es todo.
Los francotiradores –que en contra del estereotipo no luchan solos, sino en
parejas o incluso en grupo- usan señuelos y maniquíes para cazar a los rivales.
El grandioso duelo que aparece en Enemigo a las puertas ocupa todo
un capítulo del libro. El autor explica que un soldado alemán prisionero les
reveló que el alto mando, preocupado ante el creciente número de bajas, había
enviado “a un tal mayor Konings” (Koenig en otras versiones), “director de la
escuela de francotiradores de la Wehrmacht en las afueras de Berlín”, con el
propósito exclusivo de abatir “al gran conejo ruso” (Zátsiev significa conejo).
El “superfrancotirador” alemán (Ed Harris en la película) y el ruso juegan
una partida mortal. Zátsiev lo caza al final con un par de artimañas. Luego lo
saca a rastras de su escondite, agarra su fusil y su documentación y se los
entrega al comandante de su división. La supuesta mira de ese supuesto (y
fracasado) as alemán se exhibe en el museo de las fuerzas armadas de Moscú.
“Nunca hubo un francotirador alemán
llamado mayor Konings”, me recalca Beevor, que trató ampliamente el tema en su
canónico Stalingrado. Ni en fuentes oficiales alemanas ni rusas. “Investigué
todos los informes de francotiradores en Stalingrado que existen en los
archivos del Ministerio de Defensa en Podolsk (TsAMO) y por tanto puedo decir
con toda seguridad que el épico ‘duelo de francotiradores’ entre los ases
alemán y ruso nunca ocurrió. Si hubiera tenido lugar habría sido reportado en
su momento dado que era exactamente la historia que querían en Moscú para
propaganda. Definitivamente, fue inventada después de la batalla”.
Beevor recuerda que Annaud lo invitó a ver su película “con la vana
esperanza de que no fuera demasiado crítico; yo le había advertido claramente
antes de cual era mi posición. Él había comprado los derechos del libro de
William Craig, del mismo título que el filme, y Craig había creído en la
historia propagandística del largo duelo con el francotirador y las
pretensiones fantasiosas de Tania Chernova (Racher Weisz en la película) de que
ella también había sido francotiradora y la amante de Zátsiev. Pobre viejo
Zátsiev, reescribieron su vida convirtiéndola en leyenda, fue completamente
manipulado por los oficiales de la GlavPURKKA, el brazo político del Ejército
Rojo, y cayó en la depresión después de la guerra, dándose a la bebida”.
En realidad, señala el historiador, las hazañas de Zátsiev fueron muy
exageradas y él ni siquiera fue el mejor francotirador soviético en
Stalingrado; lo fue el sargento Anatoli Chejov (impropio apellido para alguien
dado a tan violenta ocupación), otro “estajanovista de la guerra urbana”, al
que el gran Vasili Grossman entrevistó e incluso acompañó en una misión en
Mamaiev Kurgan, una de las zonas calientes de la batalla, para observar cómo
actuaba. A diferencia de Zátsiev –a quien también conoció Grossman-, Chejov,
que usaba una especie de silenciador, no miraba a las caras sino a los uniformes.
Su primer día mató a nueve alemanes, el segundo a 17, en ocho días, a 40. En
total eliminó en Stalingrado a 256 enemigos. En 1943, en Kursk, perdió ambas
piernas. Ni él ni Zátziev fueron los mejores francotiradores rusos: Iván
Sidorenko ostenta el récord con 500 muertos y le siguen otros cinco que pasan
de los 400. Una mujer francotiradora, la comandante Lyudmila Pavlichenko,
contabilizó 309. Tras la guerra se reconvirtió en historiadora.
Grossman no dejó noticia de ningún duelo épico, pero sí de un breve combate
singular entre Zátsiev y un francotirador alemán, que duró… 15 minutos. El
episodio, opina Beevor, fue el que probablemente se hinchó hasta convertirse en
la saga épica de un prolongado duelo entre Zátsiev y el ilocalizable comandante
Konings que pretendía hallar al ruso y matarlo.
Al final de sus memorias, Zátsiev explica las heridas que sufrió en las
postrimerías de la batalla de Stalingrado. Perdió la vista a causa de la
metralla de un proyectil de un lanzacohetes alemán Newerberfer y sufrió un
viacrucis hasta recuperarla. No se le dejó volver al frente para evitar que
cayera un valioso icono patriótico y se dedicó a formar francotiradores. Sus
textos sobre la materia aún se estudian en las escuelas militares rusas. Al acabar
la guerra, con el rango de capitán, fue desmovilizado y trabajó en una factoría
textil en Kiev sin dejar nunca de recordar sus días de combate. Murió solo diez
días antes de la disolución de la URSS y sus restos reposan en la colina
Mamaiev, su coto de caza, desde donde el fantasma del viejo tirador quizá sigue
acechando presas entre las desvanecidas ruinas de la antigua Stalingrado.
La muerte agazapada
En las filas de los francotiradores han militado
personajes como estos:
-El finés Simo Hayha (“la Muerte
Blanca"), el mayor francotirador de todos los tiempos, que mató a 505
soldados soviéticos durante la Guerra de Invierno entre Finlandia y la URSS (¡y
sin usar mira telescópica!).
-El chino Zhang Taofang, con 214 víctimas
mortales entre las tropas estadounidenses y de Naciones Unidas, en 32 días y
con solo 442 balas, durante la Guerra de Corea.
-El estadounidense Chris Kyle, tirador de los
Navy SEALs asesinado el año pasado en Texas por un camarada de armas y al que,
con 160 muertes acreditadas –la primera una mujer que se acercó con explosivos
a un grupo de marines-, se le conocía entre la insurgencia iraquí como Shaitan
ar-Ramadi, “el demonio de Ramadi” (su autobiografía, American Sniper,
fue un best seller). No hay que olvidar a su compatriota, ese ex marine de
asombrosa puntería que fue Lee Harvey Oswald
-El mejor francotirador del ejército alemán de la II
Guerra Mundial –el equivalente real del mayor Konings- fue el austriaco Matthäus
Hetzenauer, con 345 víctimas, incluida una a la que acertó a 1.100 metros
de distancia. Ganador de la Cruz de Caballero, era miembro, como muchos de los
grandes francotiradores del III Reich, de los Gebirgsjäger (los cazadores de
montaña), cuyo emblema era la flor edelweiss que puede verse en el gorro de Ed
Harris en Enemigo a las puertas.
-Otro notable francotirador de la
Wehrmacht, Josef Sepp Allerberger, con 257 muertos y que usaba un
paraguas para camuflarse, es autor de las memorias más estremecedoras del
oficio: Sniper on the Eastern front, Pen & Sword, 2007; en un pasaje
explica como literalmente le saltan los globos oculares de las órbitas a un
soldado alcanzado por una bala detrás de la cabeza.
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