En Pataypampa, en la sierra andina de Perú, un grupo de
mujeres une sus fuerzas para poner en marcha iniciativas que generen riqueza
para la comunidad
Hasta mediados de los noventa la zona vivió gran
violencia sociopolítica y doméstica
ÁNGELES LUCAS
Pataypampa (Perú) 13 FEB 2014 - 19:11 CET
Donde a los pulmones les falta oxígeno, donde hace frío pero el sol abrasa
la cara. Donde las carreteras de tierra y vértigo se pierden en montañas
desérticas de la sierra andina de Perú. A casi 4.000 metros de altitud, está el
distrito de Pataypampa, una zona arrasada por Sendero Luminoso de
naturaleza deteriorada y de generaciones olvidadas. Ahí, Agustina Huamani, de
35 años, trabaja cultivando las raíces de los árboles que son el germen de un
nuevo oxígeno para su localidad de 800 habitantes. Vende plantones de
variedades nativas como qeuñas, golles y tastas. Con su labor consigue
reforestar la zona, asentar las débiles tierras, que surjan nuevos alimentos a
la sombra de las hojas, generar economía...
Por los alrededores de su casa de adobe y madera pululan las gallinas, la
lana blanca y marrón recién esquilada se amontona en rincones y de fondo suenan
los agudos sonidos de los nutritivos roedores llamados cuyes que después se
comerán en familia. Agustina Huamani, con su rostro de rasgos suaves pero
curtido, trabaja cultivando raíces de árboles y con ello es independiente
económicamente, algo que no alcanzaba a imaginar. Durante 30 años vivieron una
violencia sociopolítica y doméstica muy fuerte en la zona.
Según el último informe de la Comisión de la
Verdad de Perú, de 1980 a 2000, el número de muertos y desaparecidos
por conflicto armado interno en el departamento de Apurímac, donde está
Pataypampa, ascendió a 813 personas. Y actualmente, el consumo de
alcohol entre personas de 15 a 44 es la principal causa de enfermedad en la
zona, con la consecuente violencia familiar que el hábito conlleva.
“Ahora estamos saliendo adelante y nosotras somos fuertes. Ya no estamos
pisoteadas por los varones”, dice Huamani sosegada.
Habla en plural, en alto y en femenino. Estas tres palabras significan que
tiene voz y que ha roto los silencios que sufrieron para la representación
comunal y la defensa de sus derechos. Huamani pertenece a una asociación de 70
mujeres que en 2007 compró un sillón de odontología con fondos ahorrados entre
todas. No solo buscaron el bien individual, pensaron que uniendo parte de sus
ganancias conseguirían objetivos comunes y decidieron que tenían que cuidar sus
doloridas dentaduras.
Por la falta de leche o queso en su alimentación, se les caían los dientes,
sobre todo por la pérdida de calcio durante el embarazo. “Cuando era jovencita
no tenía ni muelas, pero ya me han puesto mi prótesis aquí”, detalla. Ahora se
enfrentan a la complejidad de mantener a la odontóloga y de comprar el
material. Para ello siguen cultivando y vendiendo sus plantones. También han
diversificado la actividad.
De entre los dedos de su compañera Nellie Elguera, de 46 años, salen
decenas de hilos amarillos y rojos que va tejiendo hasta formar un friso
estampado que coserá a las sandalias que realiza con la intención de venderlas
al mundo. Los colores alegran algo la escena. Ella va vestida de negro impoluto
porque acaba de fallecer su madre. Pero sigue trabajando a mano con lana de oveja
y de alpaca, con tintes naturales y con suelas de ganado. Junto a otras
compañeras ha organizado en 2012 la Asociación de Mujeres Artesanas de
Pataypampa.
“Antes no sabíamos cómo trabajar, a dónde ir, no teníamos economía,
vivíamos como nuestros antepasados. Ahora queremos hacer una empresa, que ya no
tengamos que estar mirando el bolsillo del esposo”, dice bastante segura de que
lo va a conseguir. Cuenta que ya han enviado una caja de sandalias a Italia y
otra a Canadá. Pero no cesa de repetir que les hace falta un técnico que les
asesore para exportar sus preciados productos.
“Requieren orientación, ayudas, pero
ellos no se quedan de brazos cruzados solo pidiendo. La desocupación que había
en la zona se ha convertido en ganas de trabajar, y ahora necesitan seguir
profesionalizándose y generar más empleo”, considera el ingeniero peruano Raúl
Donaires, que ha trabajado varios años en la zona con la asociación Ceproder,
que cuenta con la colaboración de la ONG jerezana
Madre Coraje, cuyo presidente y fundador, Antonio Gómez,
ha ganado en 2013 el premio Estatal al Voluntariado.
Convertirse en maestro agrícola es lo que ansía el energético vecino Paul
Llacma, de 49 años, manos recias y claro discurso. Ha recibido formación para
ser kamayok, que significa en quechua experto y líder, y ha estado
implicado en los proyectos de reforestación de 1.720 hectáreas con más de un
millón de plantones, en construir dos presas, en instalar riego por aspersión,
en crear canchas de pastoreo y en cercar el ganado, entre otras iniciativas.
“Antes el pueblo daba pena. Había mucho alcoholismo, desocupación, pero ahora
hemos aprendido a trabajar y lo queremos compartir con los que lo necesitan”,
repite constantemente.
Desde la cima de una imponente montaña reconoce que el trabajo es lento, y
que cuesta casi tanto esfuerzo cambiar la mentalidad de las personas como hacer
una gran presa de agua en la cordillera que le flanquea. “Pero poco a poco se
consigue. Vamos garantizando la alimentación y la educación de nuestros hijos e
hijas, y siempre trabajamos respetando el medio ambiente porque aquí notamos
bastante el cambio climático”, dice oteando en el horizonte las hojas verdes de
las plantaciones.
Él y Agustina Huamani han visto cómo las especies nativas quedaron
destruidas en sus tierras y cómo morían hasta 400 animales año por
desnutrición. El cuerpo de otro kamayok, Alejandro Ñahui, de 47 años,
dedicado a la ganadería, está rodeado por una larga lazada de cuero trenzado
que su padre le regaló cuando él tenía 20. No se desprende de ella. “Me sirve
para dirigir a los animales. Antes los teníamos sueltos, se perdían y morían.
No teníamos pasto, no sabíamos hacer el abono, pero ahora lo usamos para
producir maíz, trigo, cebada y papa. Y el ganado lo vendemos a un precio alto,
lo que nos permite comprar leche y queso”, explica indicando en la lejanía a
sus animales cercados.
En elaborar queso y yogur, esos alimentos que evitan a su vez los dolores y
caías de muelas, es en lo que trabaja la ganadera Caty Leo, de 47 años. Todo
comenzó porque su padre ganó en un sorteo una vaca que a ella le encantó.
“Ahora he creado mi propio sello de queso. Ya he perdido el miedo y la timidez
de estar en el mercado, poco a poco me acostumbré”, reconoce sonriendo a cara
descubierta sentada sobre un tronco en la casa de Huamani.
Los beneficiarios de los proyectos, en los que se han
invertido dos millones de euros (20% de aporte local), llevan desde 2010
trabajando solos. “Quedarían dos retos. Crear una oferta laboral amplia para
los jóvenes y que se consolide la zona como un lugar con una experiencia
sistemática y profesional”, considera Jaime Pineda, responsable de proyectos de
desarrollo de Madre Coraje. “Ya vienen de otras comunidades a preguntarnos,
quieren aprender. Y yo también he viajado para contarlo, tenemos que compartir nuestros
progresos”, reclama Llacma con una energía imparable. Coge fuerzas, respira y
toma el nuevo oxígeno de Pataypampa, a 3.900 metros de altitud.
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