La ONU documenta crímenes contra la humanidad en Corea
del Norte
En este país de 25 millones de habitantes, hay unos
100.000 internos en campos.
N. G.
Madrid 17 FEB 2014 - 21:09 CET
Corea del Norte,
ese país megahermético que ejerce una extraña fascinación por su estética de
cómic y las extravagancias de sus líderes, es escenario de crímenes contra la
humanidad que una comisión de investigación de Naciones Unidas ha documentado
tras escuchar los testimonios de 80 antiguos internos de campos de prisioneros
políticos, desertores y expertos. Los investigadores presentaron sus
conclusiones este lunes en Ginebra (Suiza). Estas incluyen la historia de Shin
Dong-hyuk, de 30 años, que contó su vida a los enviados de la ONU
el 30 de agosto pasado en una audiencia pública en Seúl (Corea del Sur): nació
en un campo de prisioneros políticos concebido por una pareja a la que
obligaron a unirse, lo primero que recuerda de su infancia es una ejecución,
tenía 13 años cuando delató a su madre tras oírle susurrar un plan de fuga y 14
cuando tuvo que asistir a su ahorcamiento público y ver también cómo fusilaban
a su hermano mayor. A los 22, logró escapar del denominado campo 14, un
gulag de 125 kilómetros cuadrados que queda a 65 kilómetros de la
capital, Pyongyang. En este país de 25 millones de habitantes, hay unos 100.000
internos en campos.
“Informé al guarda de sus planes [de huir] porque eran las normas. Estaba
realmente orgulloso de mí mismo. Pedí a mi supervisor que me recompensara, que
me diera una ración completa de arroz para llenar el estómago”, relató Shin
aquella tarde en Seúl. Hasta los 22 años apenas sobrevivió, atenazado siempre
por un hambre atroz, la que deja la ración diaria: 400 gramos de gachas de maíz.
Tanta hambre que, si el guarda de turno le daba permiso, comía ratones vivos.
Lo novedoso de estos testimonios no es tanto su contenido —Shin, el testigo
número uno de la ONU, publicó su autobiografía Escape from Camp
14 en 2012 como han hecho otras decenas de huidos—, sino que
cuentan con el aval del organismo multilateral. Las 372 páginas
del informe son un detallado catálogo de un sistema represivo que
utiliza sistemáticamente la tortura, la falta de comida, los asesinatos, los
secuestros y las desapariciones para mantener controlado al pueblo.
“La gravedad, la escala y la naturaleza de las violaciones de derechos
humanos [documentadas] no tiene parangón en el mundo contemporáneo”, sostienen
los investigadores. Corea del Norte, que no les permitió entrar en el país,
rechazó “tajante y totalmente” todas las acusaciones, que atribuyó a las
maquinaciones de EE UU, la UE y Japón.
El jefe del equipo, el juez australiano Michael Kirby, explicó en su
comparecencia que las atrocidades descritas tienen numerosos paralelismos con
los crímenes perpetrados por los nazis. Como ejemplo recordó el relato de un
prisionero cuyo trabajo incluía incinerar los cadáveres de los internos muertos
de hambre y utilizar las cenizas como fertilizante.
El juez Kirby instó a la comunidad internacional que pase a la acción. Y
mientras blandía el informe en una mano les recordó que no cabe apelar al
desconocimiento como se hizo tras la Segunda Guerra Mundial: “Ahora, la
comunidad internacional sabe. No hay excusa para no actuar porque no sabíamos”.
La comisión instó al Consejo de Seguridad a que derive las acusaciones a la
Corte Penal Internacional. El mayor obstáculo sería el probable veto de China,
principal aliado del régimen que Kim Jong-un heredó de su padre y este de su
abuelo. La comisión Kirby pretende que Kim y cientos de jefes del aparato de
seguridad rindan cuentas ante la justicia internacional por crímenes contra la
humanidad. También ha recomendado sanciones individualizadas de la ONU contra
los altos cargos civiles y militares por los crímenes más graves.
Los testimonios públicos y los privados (dos centenares) incluyeron algunos
de antiguos guardas. Ahn Myong-chol relató cómo uno de sus compañeros mató a
palos en el campo 22 a un preso por comer demasiado despacio. El asunto fue
investigado pero el vigilante no fue castigado, sino premiado con “el derecho
de asistir a la universidad”.
Lealtad política para sobrevivir
N. G.
La dictadura de los Kim ha organizado
toda la sociedad norcoreana en función del grado de lealtad de las familias.
Solo las de fidelidad absoluta a lo largo de los años disfrutan del privilegio
de vivir en Pyongyang. Y, como constatan los investigadores de la ONU, “el
monopolio del acceso a la comida ha sido utilizado como instrumento importante
para asegurarse la lealtad política”.
La hambruna que mató a más de un millón de
norcoreanos (casi uno de cada 20) a mediados de los noventa derivó en la
proliferación de mercados informales que han aliviado la escasez de alimentos.
No obstante, la comisión de investigación de la ONU recalca que “la
distribución de la comida ha priorizado a los que son útiles para la
supervivencia del sistema político en detrimento de los considerados
sacrificables”.
Los prisioneros políticos reciben unas raciones tan
exiguas que el instinto de supervivencia es más fuerte que el riesgo a ser inmediatamente
ejecutado. Shin, el testigo número uno, contó a la comisión que un par de veces
por semana los guardas elegían a un niño y le registraban por si había sisado
unos granos de cereal.
Los norcoreanos están divididos
desde que nacen en castas: afines, dudosos y hostiles. Basta que un pariente
intentara escaparo luchara en el bando equivocado en la guerra para que toda la
familia sea considerada hostil. “Nací criminal y moriría criminal. Ese era mi
destino”, dijo un tesigo. Eso influye en sus raciones. Los norcoreanos más
desesperados escapan a China, menos difícil que cruzar la zona desmilitarizada.
La recompensa es inmensa, pero también el riesgo, porque Pekín repatría a
muchos aunque la ONU le recuerda que es ilegal. Los que emprenden la huida para
ser libres (y comer hasta hartarse) se arriesgan a que los maten, detengan o
torturen. A ellos y a sus familias.
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