El patriarca del folk y referente moral de la izquierda
muere a los 94 años
Su figura se inscribe en la estirpe de los Lomax,
Guthrie, Dylan y Springsteen
Un gigante y un cabezón. Pete Seeger,
que murió ayer a los 94 años en Beacon (estado de Nueva York), fue una
presencia colosal a lo largo de buena parte del siglo XX. Paradigma de aquellos
hijos de las clases favorecidas que rompieron las convenciones sociales para
implicarse en las luchas políticas, flirteó con el Partido Comunista y —lo
esencial— se mantuvo fiel a sus directrices contra viento y marea, incluso en
momentos tan desconcertantes como el pacto de la URSS con el Tercer Reich.
Pertenecía al núcleo duro de aquellos creyentes que tardaron años en extraer
las mínimas enseñanzas de las revelaciones de 1956, cuando Kruschev destapó las
monstruosidades de Stalin.
Educado en una familia musical, durante los años treinta Seeger seguía las
instrucciones de la Comintern, que decretó que los compositores comprometidos
—siguiendo el modelo del alemán Hanns Eisler— debían confeccionar el repertorio
que el pueblo cantaría en huelgas, manifestaciones, barricadas y, eventualmente,
la revolución. Hasta que John Dos Passos y otros intelectuales viajeros
conocieron a Molly Jackson, alías Tía Molly, la esposa de un minero que
interpretaba su propio cancionero de testimonio y resistencia. La lección
resultó contundente: urgía cambiar el sentido del flujo; las canciones debían
fluir desde la base —el pueblo— a lo alto de la pirámide, donde estaban los
profesionales comprometidos, capaces de reproducir el modelo popular.
Como un auténtico Zelig, Seeger parecía estar en el lugar adecuado en el
momento exacto. Su entusiasmo contagió al folclorista Alan Lomax, redirigió las
energías del prolífico Woody Guthrie hacia la agitación y la propaganda.
Estableció puentes con la rama británica del movimiento del folk marxista: su
hermana Peggy se había casado con Ewan MacColl. Entendió que aquel cancionero
—el ancestral y el de confección reciente— debía infiltrarse en el show
business. Probó con los Almanac Singers y acertó con The Weavers. Hoy, los
arreglos y el aspecto de los Weavers nos parecen inocentes. Pero en la era
dorada de la radio, con la televisión expandiéndose, la América conservadora no
iba a permitir que un rojo tipo Seeger tuviera tan poderosas plataformas. Para
un fanático como J. Edgar Hoover, fundador del FBI, era intolerable que alguien
perteneciente a la burguesía sirviera de altavoz para los comunistas. Y empleó
todo su catálogo de trucos sucios: informantes, agentes provocadores,
reventadores de conciertos, listas negras.
Es bien conocida la odisea de Seeger ante el Comité de Actividades
Antiamericanas. Sabía lo que le esperaba: tenía el precedente de antiguos
amigos folkies, como Burl Ives o Josh White, que habían cantado.
Pete se mantuvo firme y fue declarado “testigo hostil”. Entre 1955 y 1962 vivió
en su carne los rigores de la Guerra Fría. Perdió el contrato de grabación con
Decca, se redujeron sus conciertos y los ingresos que necesitaba para pagar
abogados. Debía presentarse regularmente ante las autoridades. Se libró por los
pelos de la condena a prisión (un año y un día): el Tribunal de Apelaciones le
exoneró por una minucia jurídica, simultáneamente declarándole “indigno de
simpatía”.
Para entonces, sin embargo, el viento soplaba a su favor. El folk ponía la
banda sonora del combate por los derechos civiles de los negros pero también
había sido aceptado por la industria del entretenimiento, en su versión light
(el Kingston Trio triunfó en 1958 y tuvo infinidad de imitadores) o
políticamente cargada, como en el caso de Peter Paul & Mary, que recreaban
temas de Seeger sin temor a los vetos. Hootennany, la palabra escocesa
que Seeger usaba para denominar las más o menos informales reuniones de folk
singers, incluso bautizó un programa de televisión que la cadena ABC emitió
en 1963 y 1964.
El famoso incidente de Newport en 1965, cuando Pete reaccionó con violencia
apenas contenida ante la electrificación de Bob Dylan, no se ha
contextualizado correctamente. El Festival de Newport, inaugurado en 1959, era
en parte una creación suya. Sabía a triunfo, a reivindicación: se celebraba en
Rhode Island, zona de vacaciones para ricos, en muchos casos gente de ideología
liberal que le había abandonado en los tiempos duros. Ahora, Pete tenía acceso
a sus retoños.
Para entonces, el Partido Comunista, sus organizaciones encubiertas y sus
contrincantes trotskistas estaban prácticamente en la clandestinidad,
penetrados hasta el tuétano por espías gubernamentales. De alguna manera, la
música folk se había convertido en la voz de la izquierda, su banderín de
enganche a escala masiva.
El problema no era la electricidad o los decibelios mal sonorizados.
Correctamente, Seeger entendió que Dylan encarnaba un cisma que podía vaciar el
nuevo movimiento. Se abandonaba el impulso colectivo para primar la expresión
personal. Se escribían letras que —¡intolerable!— reflejaban el uso de drogas.
Se evitaban los mensajes didácticos y los nuevos textos resultaban crípticos,
polivalentes, hedonistas. Otra batalla que Pete Seeger perdió. El Festival de
Newport se fue agostando hasta desaparecer en 1971 (aunque volvería, ya sin
vocación comercial, en los ochenta). Pete puso su granito de arena en la lucha
contra la guerra del Vietnam, pero su puesto en la vanguardia fue ocupado por otros
cantautores, por estridentes grupos de rock.
Seeger apenas hizo autocrítica. Se indignaba, por ejemplo, si se le
recordaba que sus queridas Brigadas Internacionales fueron una trampa mortal
para muchos idealistas, purgados por implacables comisarios de obediencia
soviética. Vino a España, a Argentina, a muchos países donde era la encarnación
de la más noble tradición de la América insurgente.
Además de enseñar a tocar el banjo a millones de
aficionados a través de su célebre curso, fue pionero en EE UU del combate por
la causa ecológica. Residente en las orillas del Hudson, combatió la
contaminación. Había aprendido que las luchas dignas de ser luchadas
comenzaban, literalmente, en la parte trasera de tu casa.
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