Las disputas en torno a las identidades españolas y la
frontera entre verdad y ficción en los discursos de legitimación política
alimentan varios libros que iluminan los debates del presente
Una de las preguntas que le hace a José Álvarez Junco la
historiadora Paloma Aguilar en una larga entrevista que forma parte de un
reciente libro de homenaje al autor de Mater dolorosa es la siguiente: “¿Cómo
resuelves el dilema entre lo que Jon Elster llamó el ‘cemento de la sociedad’,
lo que hace que las sociedades se mantengan cohesionadas y no entren en
conflicto permanente, y la necesidad de impedir la creación de mitología
nacional que distorsione la historia y demonice al otro?”. En la pregunta
quedan bien definidos los dos polos en torno a los que bascula el concepto de
nación, el “cemento” y los “mitos”, y queda anunciado que en la elaboración de
ese discurso tienen un papel no menor los historiadores.
“¿Puedo simplificar un poco?”, pregunta Álvarez Junco. “Si la nación fuera
un niño, sería imprescindible que reforzáramos su identidad (qué nombre tiene,
cuál es su familia, a qué país pertenece…) y también su autoestima: por ser
como eres, no puedes ir por ahí con la cabeza baja. Esto es evidente, pero eso
no significa que haya que ponerse pesado. Tienes una identidad, sí, pero luego
están los otros. El nacionalismo desempeña un papel necesario, de integración y
legitimación política, ayuda a reforzar los lazos comunes que existen en un
colectivo donde todos son distintos. Pero corre una serie de peligros que no
hay que olvidar, como el de cerrarte a cuanto ocurre fuera y convertirte en un
ignorante, sin horizontes, siempre complaciente con lo propio y reacio a lo
ajeno”. Pueblo y nación. Homenaje a José Álvarez Junco lo han
coordinado Javier Moreno
Luzón y Fernando del Rey,
y reúne diferentes aproximaciones al trabajo de un historiador que ha abordado,
y siempre con maestría, algunos fenómenos esenciales de la historia española:
el anarquismo, el populismo, el nacionalismo y la relación entre visión del
pasado y construcción de identidad.
Santos Juliá, en uno de
los textos del libro, subraya la capacidad de Álvarez Junco para reconstruir
toda la complejidad del pasado y destaca su habilidad para fulminar los mitos y
leyendas que parecen ser el único camino posible para tratar con la historia.
“El mito no se estudia, se cree y se celebra”, escribe Juliá, “y en la creencia
colectiva y en la celebración ritual encuentra la comunidad su razón de ser, su
orden, la base de continuidad en el tiempo, su camino de salvación”. “Vuelvo a
lo más sencillo”, insiste Álvarez Junco, “la función del historiador es la de
intentar comprender y explicar el pasado de la manera más objetiva posible. De
forma científica. Por eso hay que volver una y otra vez sobre lo que se ha
estudiado porque todo cambia. España cambia y cambia la manera de contar lo que
ha ocurrido. Toda explicación es relativa y pasajera. Y tiene inevitablemente
un mensaje moral implícito. Es importante ser conscientes de esto y saber
también que, por mucho que hagas, los políticos (el poder) van a utilizar tu
trabajo en función de sus intereses”.
En La invención del pasado, Miguel-Anxo Murado se ha propuesto
entrar en el interior del laboratorio donde se hace la historia para contar
cómo se fabrica el pasado y cuánto tiene de verdad. “La historia es como la
ceniza de un incendio”, escribe. “No es el incendio, ni siquiera un resto del
fuego, sino tan solo un vestigio de los efectos del incendio. El viento sopla
constantemente, dispersándola”. ¿Qué hacer, entonces, con algo tan volátil como
esas cenizas, cómo atraparlas y organizar un relato coherente?
“La historia no es simplemente la recuperación del pasado”, contesta Murado
por correo electrónico, “lo cual, en sentido estricto, es imposible, porque ya
no existe; es más bien el esfuerzo por darle un sentido a lo que nos queda de
él, que son solo un número limitado de vestigios. Puesto que somos nosotros
quienes le damos el sentido, la historia es en gran parte una proyección del
presente, una especie de metáfora de nuestro propio tiempo”.
¿Cuándo ha tenido el poder político mayor influencia en la construcción de
la historia de España? “Bueno, en España han escrito la historia desde un rey —Alfonso X— hasta un
presidente de Gobierno —Cánovas del Castillo—. Comparado con eso, el
historiador nunca ha estado más lejos del poder que hoy en día. Lo que ocurre
es que cuando leemos una historia que no nos gusta tendemos a considerarla
siempre fruto de la manipulación interesada. Subestimamos la fuerza evocadora
que tiene el discurso histórico, yo me atrevería a decir que casi mágica, y que
hace que tanto unos como otros crean sinceramente en lo que dicen. El poder
apoya el tipo de historia que le interesa, sin duda, pero eso no bastaría si la
gente no quisiera creerla. La única cura para el fanatismo que inspira la
historia es preventiva: no darle tanta importancia”.
“Como decía Froude, un historiador del siglo XIX”, escribe Murado en su
libro, “la historia es como una imprentilla infantil en la que uno puede elegir
las letras que quiere y ordenarlas en la forma que quiere para que digan lo que
a él le apetece”. Es posible, pues, que en ese particular taller se crearan los
relatos más disparatados para celebrar las hazañas de un rey o para dar sentido
a un proyecto de futuro, quién sabe, ese destino en lo universal que aireaba el
franquismo. ¿Cuáles han sido los mitos más disparatados que se han colado en la
historia de España? “Yo no los llamaría ‘mitos disparatados’ porque creo que
los mitos históricos cumplen siempre una función, lo interesante es detectarlos
y tratar de explicar cuál”, explica Miguel-Anxo Murado. “Hoy nos puede resultar
disparatado que en el pasado los españoles se creyesen descendientes de la
familia de Noé. Pero eso era fruto de la necesidad psicológica de enlazar su
historia con la Biblia de un pueblo para el que el cristianismo era la base de
su identidad. Hoy hacemos algo parecido cuando, desde la historiografía que
sea, elegimos arbitrariamente hechos históricos para convertirlos en nuestros
orígenes o seleccionamos aquellos que nos proporcionan una sensación de
continuidad y conexión con el pasado”.
De esos hechos históricos que han servido para darle sentido y continuidad
a la nación española se ocupa un voluminoso libro recientemente publicado. Hace
unos seis años, los historiadores Antonio Morales Moya, Juan
Pablo Fusi y Andrés de Blas
se plantearon el desafío de realizar una suerte de estado de la cuestión de lo
que es la Historia de la nación y del nacionalismo español. El libro
tiene más de 1.500 páginas, han participado 48 especialistas y es un viaje por
las historias, y lógicamente por los mitos, que han terminado por hacer de
España lo que es.
“Antes de que surgiera la propia idea de nación, existían elementos que le
daban cohesión a ese colectivo que sería después, hablando con más propiedad,
la nación española”, explica Andrés de Blas. “Desde la época de los Reyes Católicos se
impulsaron ya distintas estrategias para dar cohesión a esa comunidad nacional
que, más adelante, seguiría reconociéndose como tal durante la monarquía de los
Austria. El reformismo ilustrado del siglo XVIII reforzó las soldaduras de ese
colectivo a través de una serie de discursos patrióticos que luego heredarían
los diputados de las Cortes de Cádiz. Es ahí donde verdaderamente se puede
hablar de revolución, y de un proyecto de modernización de este país. Los
liberales son conscientes de que no pueden legitimar el nuevo Estado con los
viejos expedientes: el catolicismo, la monarquía y las tradiciones. Y por eso
empiezan a hablar de una comunidad de ciudadanos que defiende un orden de
derechos y libertades. El acento se desplaza a la ciudadanía y a su
Constitución, han dejado de servir los viejos señores”.
No hay referencia alguna a los asuntos de los nacionalismos periféricos en
el volumen. La protagonista exclusiva es la nación española. Desde muy pronto
se da noticia de sus mitos, con el texto de Álvarez Junco que abre el libro,
así que tampoco hay que alarmarse: no se trata de ninguna casposa
reivindicación de esas esencias patrioteras todavía tan queridas por una parte
de los españoles. Los cronistas que narraron, casi dos siglos más tarde, el
primer enfrentamiento bélico con los musulmanes recurrieron, cuenta Álvarez
Junco en su trabajo, “a los modelos narrativos bíblicos y a los de la
Antigüedad clásica”. Hay una leyenda que se refiere a las guerras médicas: en
el año 480 antes de Cristo, las huestes de Jerjes fueron poco a poco aplastando
las ciudades griegas hasta llegar al santuario de Apolo en la montaña de
Delfos. No había allí más que un puñado de aguerridos defensores frente a los
fieros persas, pero el dios terminó por intervenir. Lanzó rayos y cayeron
peñascos, y los temidos enemigos empezaron a matarse unos a otros en plena
confusión. Los supervivientes huyeron, y no tardarían en perecer por un fuerte
temblor de tierra y el desbordamiento de un río: el puñado de griegos de Delfos
había triunfado. “El relato de Covadonga reproducía este esquema casi al pie de
la letra”, escribe Álvarez Junco.
Los viejos héroes de Iberia e Hispania, las peripecias del país durante la
Edad Media, los reinos que conviven en el siglo XV, el concepto de España que
se arma durante el XVI y el XVII, y las últimas iniciativas anteriores a la
primera Constitución: así arranca esta propuesta, que luego explora con toda
minuciosidad las formas del nacionalismo español durante el siglo XIX, la
España de comienzos de la centuria pasada (hasta el estallido de la guerra) y
la que vino después, y que se cierra con dos grandes capítulos que analizan
este país desde su periferia y desde el exterior.
“El orden liberal marca los derroteros de España desde 1812 hasta 1923,
cuando triunfa la dictadura de Primo de Rivera”,
comenta Andrés de Blas. “Desde la Constitución de 1837, que define un orden
liberal, urbano y burgués y que establece el marco para la modernización
económico-social del país, las líneas de continuidad son evidentes, por mucho
que se escoren, a veces hacia la izquierda (en 1869), a veces hacia la derecha
(en 1845 y 1876). Al otro lado, como factores de resistencia, solo están el
carlismo, y su defensa de los valores tradicionales, y algunas asonadas
militares”. Poco a poco surgirán esos ruidos que irán haciendo mella en
el proceso. Los nacionalismos periféricos se fueron constituyendo en el País Vasco y Cataluña a lo largo de la
segunda mitad del XIX, y se instalaron con más fuerza al empezar el siglo XX. Y
luego está la impotencia del régimen de la Restauración, incapaz de acomodar en
su seno a las nuevas fuerzas, ya fueran esos nacionalismos periféricos, la
clase obrera o los partidos reformistas.
En un libro publicado en 1983 sobre los orígenes y el desarrollo del
nacionalismo, el historiador Benedict Anderson “contemplaba las naciones como
artefactos culturales modernos que surgen en un momento concreto, se
transforman y adquieren, en determinadas circunstancias, una fuerza
extraordinaria”. Javier Moreno Luzón y Xosé M. Núñez Seixas recogen la cita en
la introducción que abre Ser españoles, un libro colectivo que busca
profundizar en los imaginarios nacionalistas que han echado raíces en este país
a lo largo de la pasada centuria. No permanece inmutable siempre la misma
versión de las cosas, la cultura “no consiste en un todo armonioso y coherente,
sino que sus contenidos se negocian y se disputan entre sectores enfrentados en
la esfera pública”, escriben Moreno Luzón y Núñez Seixas. De ahí surge el
proyecto, del afán de revisar esas disputas, y no tiene que ver para nada con
reivindicación alguna de las esencias patrias, sino que quiere, más bien, dar
cuenta de “las vicisitudes” por las que ha pasado una identidad: qué ha sido
eso de ser españoles a lo largo del siglo XX. Los mitos, los símbolos de
España, el lugar que ocupó la República, el papel de la religión o de la lengua
o las lenguas, los toros, el deporte, el turismo o el cine, los mapas, la
influencia de la capital, América y la fiesta del 12 de octubre, la proyección
africana, la música, la situación de la mujer respecto a su identidad…, en fin,
la monarquía.
“Es muy importante subrayar que el franquismo colonizó la idea de España,
se la apropió, y eso produce una enorme distorsión”, dice Javier Moreno Luzón.
“Toda la oposición a la dictadura, tanto la de izquierdas como los nacionalismos,
identificaron así a España con el franquismo, y no querían ni oír hablar de sus
relatos, ni de sus símbolos. De lo que se trataba, por tanto, era de construir
una nueva identidad nacional, donde todos tuvieran sitio. La monarquía
representa un papel esencial en la construcción de esa nueva identidad,
democrática y constitucional. Sea como sea, la proyección de lo que fuera esta
nueva España tuvo un perfil bajo en los primeros años de la Transición. Solo tras el
golpe del 23 de febrero se fue imponiendo la idea de que no se podía dejar
España y sus símbolos en manos de la extrema derecha”.
“Un momento clave fue 1992”, subraya Moreno Luzón: “Se aprovecharon dos
grandes eventos, los Juegos Olímpicos
que se organizaron en Barcelona y la Expo de Sevilla, para reelaborar los
símbolos tradicionales, quitándoles el moho asociado a su viejo esencialismo
para proyectarlos hacia el futuro. Juan Carlos I se había
presentado ya como el piloto del cambio y el defensor de la democracia
contra sus enemigos en el 23-F.
Y aquel año se reinventaron los vínculos con América, 500 años después de la
conquista, disolviendo cuanto tuviera que ver con las atrocidades que se
cometieron durante la conquista para reforzar la idea de una comunidad de
iguales, donde el papel de España fuera el de servir de puente entre aquella
América lejana y una Europa cada vez más próxima. Fue entonces cuando empezaron
las cumbres iberoamericanas…”.
La cuestión de las identidades está, sin embargo, siempre sometida a
disputas. Y es verdad que hubo un tiempo en que las aristas más conflictivas
entre los nacionalismos periféricos y el español quedaron eclipsadas por un
proyecto de futuro. En los Juegos Olímpicos convivieron la bandera española y
la senyera, no había grandes conflictos. “Fue con la llegada de Aznar al poder cuando se
produjo un reforzamiento del nacionalismo español”, observa Moreno Luzón.
“Reformuló la celebración del 12 de octubre e impulsó la enseñanza de la
historia de España. De regreso de un viaje a México, e impresionado por la enorme
bandera que se desplegaba en el zócalo del Distrito Federal, decidió hacer algo
semejante aquí y se izó aquella inmensa enseña en la plaza de Colón de Madrid.
Era un viraje que no iba a gustar mucho ni a los nacionalismos periféricos ni a
las fuerzas de izquierda. No hay que olvidar que es en las manifestaciones
contra la gestión del desastre del Prestige y contra la guerra de Irak cuando
vuelven a verse en las calles numerosas banderas republicanas. Y por el lado
nacionalista se acentuaron dinámicas propias: la reacción condujo en el País
Vasco al plan Ibarretxe,
y en Cataluña al proyecto de modificar el Estatut”. Las viejas inquinas
en torno a los rasgos identitarios de España y de sus nacionalidades volvieron,
así, a primer plano. Y en esas andamos.
Pueblo y nación. Homenaje a José
Álvarez Junco. Javier Moreno Luzón y Fernando del
Rey (editores). Taurus. Madrid, 2013. 416 páginas. 10,99 euros. La
invención del pasado. Verdad y ficción en la historia de España.
Miguel-Anxo Murado. Debate. Barcelona, 2013. 230 páginas. 16,90 euros. Historia
de la nación y del nacionalismo español. Antonio Morales Moya, Juan
Pablo Fusi Aizpurúa, Andrés de Blas Guerrero (directores). Galaxia Gutenberg /
Círculo de Lectores. Barcelona, 2013. 1.518 páginas. 39 euros. Ser
españoles. Imaginarios nacionalistas en el siglo XX. Javier Moreno
Luzón y Xosé M. Núñez Seixas (editores). RBA. Barcelona, 2013. 592 páginas. 23
euros.
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