Un libro detalla con más de 60 mapas los movimientos y
las reacciones de los primeros días del golpe militar de 1936 en una veintena
de ciudades españolas
CARLES GELI - Barcelona - 09/12/2011
18 de julio. 13.15
horas. Queipo de Llano sale del hotel Simón de Sevilla, gira a la izquierda y
sube hacia Capitanía General. Apenas 45 minutos después conmina allí al general
Fernández de Villa-Abrile a unirse a la sublevación. Este, el general López
Viota y otros oficiales responden con tibieza y son encerrados en un
despacho... sin mediar llave alguna. ¿Pudo depender el sino del golpe que llevó
en 1936 a la Guerra Civil de un oficial que se quedó quieto, retenido en una
habitación sin cerrar? Puro Berlanga si no fuera porque casi tres días después,
los combates entre sublevados y republicanos por las calles de Triana la
roja y el Moscú sevillano (el barrio de La Macarena) son dantescos:
los legionarios disparan puerta a puerta, sin distinguir a los civiles,
obligados por la numantina resistencia a usar bombas de mano y, luego, a tomar
a cuchillo una a una las 17 grandes barricadas que hacen de la calle San Luis y
alrededores un infierno.
Se pueden seguir en
el barrio los movimientos de tropas, los disparos de artillería, la ubicación
de ametralladoras y barricadas de unos grupos y otros... Es lo más parecido a
un documental, pero el realismo lo genera uno de los mapas que conforman La
sublevación (Dau), primer libro monográfico de historia que traduce en
imágenes infográficas las jornadas iniciales del golpe militar, detallado al
milímetro en una veintena de ciudades, de las que hasta hace listado del bando
por el que optaron los grandes oficiales.
"El déficit y
los vacíos son brutales; falta tradición sobre el uso de cartografía",
observa Víctor Hurtado, historiador y cartógrafo casi accidental (lo aprendió
en Económicas pero lo aplicó en un mapa carolingio como historiador medieval),
autor de un volumen que, para alimentar sus 78 páginas y 60 ilustraciones, ha
buceado en 59 monografías ("un capítulo por ahí; un párrafo por allá donde
se concreta que unas tropas bajaban por tal calle"). También en menos
mapas del Estado Mayor del Ejército de los que hubiese querido, apenas
supervivientes en los archivos del Ejército de Ávila y Salamanca; asimismo, en
el de Juan Negrín. "Muchos de los que he hallado son de esos de carretera
de Michelin, apenas coloreados de rojo o azul según los avances".
Para subsanar
lagunas, Hurtado utilizó guías turísticas de la época para reconstruir la trama
urbana y los nombres de las calles, que no siempre obtuvo. Muchos salieron de
buscar "en la Espasa Calpe de la época".
Sin tocar ordenador
(trabaja a la antigua usanza, con papeles vegetales sobre mapas de la zona), ha
ido reconstruyendo, por ejemplo, planos con los asesinatos de febrero de 1936
(67 en Madrid; 34 en Sevilla, 12 en Barcelona) o el número de huelgas (56 en la
capital; 125 en Barcelona), todo con un grado de detallismo que le ha permitido
hacer cronologías casi al minuto y detallar trayectorias, como el asesinato de
Calvo Sotelo.
"Por los dos
bandos, hubo mucha improvisación", resume. Y desde el principio: en los
primeros momentos del 18 de julio en el protectorado de Marruecos, el mapa
refleja cómo, por desobediencia y desorganización, los únicos aviones
republicanos en activo (dos Fokker VII y un Douglas DC-2 modificado) no
bombardearon las plazas militares y dejaron intactas las pistas de los
aeródromos, con lo que no se evitó su uso para el cruce del Estrecho por los
sublevados. Todo lo contrario de Barcelona donde, visto desde el frente
litoral, se aprecia como los aparatos republicanos atacaron los cuarteles de
los rebeldes en las Atarazanas, la Ciudadela y las dependencias militares del
Paseo Colón. También el crecimiento de la trama urbana dificultó la movilidad
de los sediciosos, que hallaron una barricada en cada esquina. En las
antípodas, Valladolid: la ubicación central de los cuarteles en una ciudad con
poca densidad callejera facilitó el éxito faccioso.
Al caos generalizado
ayudó, en el lado republicano, el miedo de los gobernadores civiles a armar a la
población. Un caso flagrante fue la actitud del de Córdoba, Rodríguez de León,
que sobre las 15.00 del 18 de julio se opuso a ello y rechazó la ayuda de una
columna de mineros pertrechados con dinamita. Siete horas después, los
insurrectos tenían la ciudad en sus manos. Algo parecido se refleja en
Mallorca, donde la tarde de la sublevación el gobernador se negó a abrir los
arsenales argumentando que el sedicioso general Goded le había dado su palabra
de seguir fiel al Gobierno.
Las dudas de muchos
mandos golpistas compensó parcialmente la situación. Ocurrió en Madrid, donde
la falta de información retuvo a muchas tropas rebeldes en los cuarteles hasta
la mañana del día 19, lo que dio tiempo a la resistencia a evitar que fuerzas
del cuartel del Conde-Duque participaran en la defensa del de la Montaña. La
toma de este por los frentepopulistas tiene dos páginas, lo que permite
apreciar líneas de asalto o como a las 14.00 del día 19 aún entraban
falangistas y voluntarios de partidos derechistas que eran armados y
uniformados para defenderlo.
El descontrol de los
rebeldes también fue notable en San Sebastián y Málaga. En esta, con la
situación controlada dada la rapidez con la que la tropa sublevada cubrió la
distancia que separaba el cuartel de Capuchinos del centro de la ciudad, la
retirada por motivos nada claros de la Guardia Civil a sus cuarteles dio un
giro copernicano a la situación.
Esos despistes
entre los fascistas fue una constante en el golpe de Estado que, por otra
parte, según Hurtado, "fue decimonónico, de manual: primero detenían a las
autoridades militares leales a la República; posteriormente, sacaban las tropas
a la calle a leer el bando de guerra y después anulaban la autoridad
civil". El papel más deleznable se lo llevó el coronel Aranda, responsable
militar en Asturias, que hizo un maquiavélico doble juego: organizó la salida
hacia Madrid de columnas de mineros, lo que le permitió allanar la sublevación
en la ciudad; además, el día 19, media hora antes de declararse partidario de
los sublevados, se ofreció a entregar armas a los milicianos como le requería
el Ministerio de la Guerra, orden que, claro, no cumplió.
"Azaña
se equivocó: tenía controlados a los generales de brigada y de división, pero
no dominaba a los que tenían mando en tropa: que casi todos eran
fascistas", suelta el cartógrafo, que planea un atlas de la Legión Cóndor
y otro sobre las Brigadas Internacionales, mientras ojea sus mapas sobre el
golpe militar en los puertos de Cartagena, Ferrol... "Una pena: en muchos
casos, el éxito de la sublevación fue cosa de pequeños detalles, de
horas...". Todo está ahora en sus mapas.
Ningún comentario:
Publicar un comentario