Por: Martín Caparrós | 02 de diciembre de 2011
Ahora la pelea es por la historia.
Era lógico y era de esperar. La historia siempre fue un campo de pelea
de las ideas: lo que se cuenta sobre tal o cual período pasado es, entre
otras cosas, un efecto de lo que ese narrador –o historiador o cronista o académico–
piensa sobre el presente donde vive. Y, en la Argentina, un poco más.
Yo decidí estudiar historia porque cuando tenía 15 años y era un joven
militante hacíamos “grupos de estudio” de historia argentina para convencer a
otros muchachos –y casi todos decidían militar bastante antes de llegar al
siglo XX. La historia era un instrumento de comprensión y de agitación,
de discusión política: tomar posición en el pasado era una toma de posición en
el presente y el futuro; siempre lo fue.
Aunque años después, ya exiliado en París, cuando empecé a estudiar
historia en la universidad, entendí que había grados, y que los argentinos poníamos
la historia en el presente con una fuerza que otros no. Más de una vez traté de
explicárselo a mis compañeros locales: acá, les decía, hay gente que reivindica
la tradición jacobina, pero es difícil pensar que saldrían a la calle
gritando Robespierre-Jaurès-Mitterrand, un suponer –como argentinos sí
gritaban San Martín-Rosas-Perón. Pero, aún así, estaba claro que, si académicos
perfectamente calificados decidían estudiar el papel de la mujer en la Edad
Media o la esclavitud en la democracia griega, no era por un azar celeste: era
–obvio– porque su sociedad y sus ideas reclamaban ese tipo de temas.
Lo mismo en todas partes. Aquí la historia estaba tan inscripta en la política
que una de las formas de deshacer la política que encontró el peronista Carlos
Menem fue neutralizar la historia: con aquella emisión de billetes donde convivían
Rosas y Sarmiento, por ejemplo, quiso decir que todo se había disuelto en el
mismo barro del mercado. Le fue bien: en medio de privatizaciones y
televisores baratos y la irrupción de Tinelli y el doctor O’Donnell secretario
de Cultura casi nadie hablaba del pasado.
Pero desde 2001 la historia volvió al escenario público, y se hizo
nuevamente muy política. Por eso no me sorprende que ahora el gobierno
peronista, tan preocupado por su manejo del relato, haya creado un "Instituto
Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel
Dorrego" para difundir sus ideas al respecto.
Aunque lo hizo con la torpeza habitual. Se supone que el fin de una
institución de conocimiento es conocer; este Instituto, dice el decreto, en
cambio, se constituye para “reivindicar a todas y todos los que defendieron el
ideario nacional y popular ante el embate liberal y extranjerizante de quienes
han sido, desde el principio de nuestra historia, sus adversarios, y que, en
pro de sus intereses han pretendido oscurecerlos y relegarlos de la memoria
colectiva del pueblo argentino”. O sea: no para tratar de saber sino para
difundir lo que creen de antemano.
Lo cual produjo airadas reacciones entre los historiadores “profesionales”.
Luis Alberto
Romero escribió en La Nación que “el Estado argentino
se propone reemplazar la ciencia histórica por la epopeya y el mito”. Y La
Nación misma –el diario fundado hace siglo y medio por el padre de la
historia “liberal y extranjerizante”, Bartolomé Mitre– dijo en un editorial
que “lo que se busca desde el Poder Ejecutivo Nacional es falsear los hechos
del pasado para servir al discurso oficial (…), una historia sesgada y falsa
que a la postre no servirá ni al propio gobierno, pues la ciudadanía sabe cuándo
se la quiere engañar”. A lo cual un miembro del nuevo Instituto, Hernán
Brienza, les contestó elegante que (Romero y Sarlo) “son como
musculosos patovicas culturales que fiscalizan que no se les llene de negros el
zaguán de la Historia y la Literatura”.
Son dos peleas simultáneas: por un lado, la de distintos sectores políticos
por dictar lo que se dice del pasado como modo de dictar lo que se dice del
presente. El relato histórico tradicional, que hace hincapié en la fuerza
“civilizatoria” de quienes crearon la República burguesa a golpes de sable, se
bate contra el relato histórico oficialista, que exalta lo “nacional y popular”
a menudo representado por jefes militares y patrones de estancia: contra la
frialdad de la explotación liberal, el paternalismo de la explotación populista.
Y, al mismo tiempo, sigue la pelea ya habitual sobre quién y cómo escribe
los relatos –en este caso históricos. La polémica sobre periodismo
profesional y periodismo militante se reproduce ahora, casi calcada, en el
campo de la historia. Y aquí también los “profesionales” exageran su
supuesta neutralidad cuando eligen qué cuentan y cómo lo cuentan, y se
atrincheran detrás de una disciplina –“una ciencia”– que estaría por encima de
sus ideas del mundo. Y los “militantes” despliegan su obcecación para imponer
sus relatos sin discusiones ni intercambios, sin el menor lugar para la duda.
Unos pretenden que sólo saben que no saben nada y sobrevuelan ligeramente angélicos,
otros dicen que todo el que no dice lo que dicen ellos es la última basura: a
repetir, que chocan los planetas.
Todo lo cual oscurece de algún modo la extraña torpeza del gobierno:
nombrar al frente de su instituto al doctor Mario O’Donnell. ¿No se les
ocurrió nada peor? ¿Era necesario que pusieran a dirigir un instituto de
historia revisionista a alguien cuya historia no soporta la menor revisión? ¿A
un señor conocido como el mayor oportunista de un país lleno de oportunistas,
notorio por haber sido oficialista de cada uno de los gobiernos argentinos de
los últimos 28 años, funcionario de todos, adulador público de Alfonsín, de
Menem, de de la Rúa, de Duhalde, de Cristina Fernández?
¿No les habría resultado más fácil poner a alguien que no contradijera con
sus actos sus palabras? ¿O incluso con sus palabras sus palabras? ¿O les da
igual? Y, si así fuera, ¿no es cruel haber obligado a los demás integrantes del
instituto, celosos defensores de la revisión histórica, a bajar la mirada
cuando tienen que revisar, digamos, el neoliberalismo menemista delante de su
director, uno de sus defensores más ardientes? ¿No es complicado, para esos señoras
y señores, defender su busca de la “verdad histórica” si deben olvidarla frente
a su propio jefe?
Aunque, de últimas, no pasa nada. Alguna vez, dentro de
muchos años, un instituto de revisión histórica revisará este alarde de a mí qué
me importa –y seguro que, entonces, muchos de sus miembros tendrán mucho que
decir sobre el asunto.
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