EL PAÍS 10/01/2013 Por
Julián Casanova
Forenses e periodistas diante dos cadáveres de Casas Viejas, xaneiro 1933 |
Cuando llegó la República, el 14 de abril de 1931,
la CNT apenas tenía veinte años de historia. Era el único sindicalismo
revolucionario y anarquista, de acción directa, independiente de los partidos
políticos, que quedaba ya en Europa. Aunque muchos identificaban a esa
organización con la violencia y el terrorismo, en realidad eso no era lo más
significativo ni más sorprendente de su corta historia. El mito y la realidad
de la CNT se había forjado por otros caminos, por el de las luchas obreras y
campesinas, un sindicalismo eficaz que ganaba conflictos a patronos
intransigentes con los trabajadores.
La CNT mantuvo relaciones muy difíciles con la
República. Aprovechó las libertades y esperanzas de los primeros momentos para
fortalecer la organización. Pero la luna de miel con la República duró poco. La
República llegó a España en medio de una crisis económica internacional sin
precedentes y aunque los factores económicos, como han mostrado los
especialistas, no determinaron su trágico final, sí que complicaron el gobierno
y la puesta en marcha de las reformas. La lucha por el control del trabajo
disponible, por el reparto del espacio sindical, y la confrontación en torno a
los jurados mixtos, el entramado corporativo propuesto por Francisco Largo
Caballero desde el Ministerio de Trabajo, constituyeron los hilos conductores
básicos de la agitación anarquista, de las huelgas planteadas y de los duros
enfrentamientos entre los dos sindicalismos, el de la UGT y el de la CNT, ya
arraigados entre las clases trabajadoras.
Las movilizaciones anarquistas, y los conflictos en
el campo y en las ciudades, ofrecieron muy pronto la oportunidad de comprobar
que las fuerzas del orden, en especial la Guardia Civil, actuaban con la misma
brutalidad que con la Monarquía. En el primer año de la República hubo decenas
de conflictos que se extendieron por áreas de latifundio, como Badajoz, o por
zonas de pequeña propiedad y de aparente calma, como en Arnedo (La Rioja) y
Épila (Zaragoza), que provocaron abundantes muertos, resultado casi siempre de
choques con la Guardia Civil, que disparaba a concentraciones y manifestaciones
de trabajadores ante la pasividad de algunas autoridades gubernativas.
El sector más puro del anarquismo encontró en los
muertos y la represión un resorte para la movilización contra la República. Y
fue a partir de enero de 1932, tras los sucesos de Arnedo, que dejaron once
muertos, cuando esa retórica sobre el derramamiento de “sangre proletaria” se
incorporó a los medios de difusión anarquista. De la protesta se pasó a la
insurrección. Tres tentativas de rebeldía armada en apenas dos años, incitadas
por militantes anarquistas y que contaron con algún apoyo obrero y campesino.
Lo que sucedió en enero de 1933 tuvo consecuencias
políticas de largo alcance. El día 8 de ese mes, el Comité Regional de Defensa
de Cataluña provocó una insurrección que se extendió, con poco éxito, por
algunos pueblos del País Valenciano y Aragón. Cuando ya estaba sofocada,
comenzaron a llegar las noticias de disturbios en la provincia de Cádiz.
El 10 de enero, el capitán Manuel Rojas recibió la orden de trasladarse desde
Madrid a Jerez con su compañía de asalto para poner fin a la rebeldía
anarquista. Pasaron la noche en el tren. Cuando llegaron a Jerez, la línea
telefónica había sido cortada en Casas Viejas, una población de apenas dos mil
habitantes a diecinueve kilómetros de Medina Sidonia. Grupos de campesinos
afiliados a la CNT tomaron posiciones en el pueblo la madrugada del 11 de
enero, siguiendo las instrucciones de los preparativos que se habían hecho por
anarquistas de la comarca de Jerez, y cercaron con algunas pistolas y escopetas
el cuartel de la guardia civil. Tres guardias y un sargento estaban dentro. Tras
un intercambio de disparos, el sargento y otro guardia resultaron gravemente
heridos. El primero murió al día siguiente; el segundo, unos días después.
A las dos de la tarde de ese 11 de enero, doce
guardias al mando del sargento Anarte llegaron a Casas Viejas. Liberaron a los
dos compañeros que quedaban en el cuartel y ocuparon el pueblo. Muchos
campesinos, temerosos de las represalias, huyeron. El resto se había encerrado
en sus casas. Unas horas después, cuatro guardias civiles más y doce de asalto,
mandados por el teniente Fernández Artal, se unieron a los que ya habían
controlado la situación. Con la ayuda de los dos guardias que conocían a los
vecinos del pueblo, el teniente comenzó la búsqueda de los rebeldes. Cogieron a
dos y los golpearon hasta que señalaron a la familia de Francisco Cruz
Gutiérrez, Seisdedos, un carbonero de setenta y dos años que acudía de vez en
cuando al sindicato de la CNT pero que no había participado en la insurrección.
Sí que lo habían hecho dos de sus hijos y su yerno que se refugiaron, tras el
cerco del cuartel, en su casa, una choza de barro y piedra muy delgada.
El teniente ordenó que forzaran la puerta de la
choza. Respondieron con disparos desde dentro y un guardia de asalto cayó
muerto. A las diez de la noche llegaron refuerzos con granadas, rifles y una
ametralladora. Empezaron el asalto con poco éxito. Unas horas después, se les
unió el capitán Rojas, con cuarenta guardias de asalto, a quien Arturo
Menéndez, director general de Seguridad, había ordenado se trasladara desde
Jerez a Casas Viejas para acabar con la insurrección y "abrir fuego sin
piedad contra todos los que dispararan contra las tropas".
Rojas mandó incendiar la choza. En ese momento,
algunos de sus ocupantes ya estaban muertos por las balas de los rifles y las
ametralladoras. Dos fueron acribillados cuando salían huyendo del fuego. María
Silva Cruz, La Libertaria, nieta de Seisdedos, salvó la vida al llevar un niño
en brazos. Ocho muertos fue el saldo; seis de ellos quedaron calcinados
dentro de la choza, entre quienes se encontraban Seisdedos, dos de sus hijos,
su yerno y su nuera. Amanecía un nuevo día, 12 de enero de 1933.
Rojas envió un telegrama al director general de
Seguridad: "Dos muertos. El resto de los revolucionarios atrapados en las
llamas". Le informaba también que continuaría con la búsqueda de los
dirigentes del movimiento. Envió a tres patrullas a registrar las casas,
acompañados por los dos guardias del cuartel de Casas Viejas. Nada más empezar,
mataron a un viejo de setenta y cinco años que gritaba "¡No disparéis! ¡Yo
no soy anarquista!". Apresaron a otros doce, de los cuales sólo uno había
tomado parte en el levantamiento. Esposados, los arrastraron hasta la choza de
Seisdedos. El capitán Rojas, que había estado bebiendo coñac en la taberna,
empezó el tiroteo, seguido por otros guardias. Asesinaron a los doce. Poco
después, abandonaron el pueblo. La masacre había concluido. Diecinueve hombre,
dos mujeres y un niño murieron. Tres guardias corrieron la misma suerte. La
verdad de los hechos tardó en conocerse, porque las primeras versiones situaban
a todos los campesinos muertos en el asalto a la choza de Seisdedos, pero la
Segunda República ya tenía su tragedia.
Decenas de campesinos fueron arrestados y
torturados. El Gobierno, dispuesto a sobrevivir al acoso que desde la izquierda
y la derecha emprendieron contra él por la excesiva crueldad con la que se
había reprimido el levantamiento, eludió responsabilidades. "No se
encontrará un atisbo de responsabilidad para el Gobierno", declaró su
presidente, Manuel Azaña, en el discurso a las Cortes del 2 de febrero de ese
año. "En Casas Viejas no ha ocurrido, que sepamos, sino lo que tenía que
ocurrir”. Frente a "un conflicto de rebeldía a mano armada contra la
sociedad y el Estado", él no tenía otra receta, les repitió varias veces a
los diputados, aunque se corriera el riesgo de que algún agente del orden
pudiera excederse "en el cometido de sus funciones". En cualquier
caso, dijo ante el mismo escenario el 2 de marzo, en la política social del gobierno
no estaban los orígenes de esas rebeliones contra el Estado, contra la
República y contra el orden social: "Nosotros, este Gobierno, cualquier
Gobierno, ¿hemos sembrado en España el anarquismo? (…) ¿Hemos amparado de
alguna manera los manejos de los agitadores que van sembrando por los pueblos
este lema del comunismo libertario?".
Pese a que algunos periódicos como ABC
aplaudieron inicialmente el castigo dado a los revolucionarios, la
animadversión desde las fuerzas de la derecha al Gobierno creció a palmos a
partir de ese momento. La CNT, que lo único que sacó de aquellos hechos fueron
más mártires para la causa, quedó muy dividida y debilitada, pero el gobierno
republicano-socialista acabó desprestigiado y herido de muerte.
La oposición de la CNT privó a la
República de un apoyo social fundamental. El radicalismo anarquista, no
obstante, aunque contribuyó a extender la cultura del enfrentamiento, no fue el
único movimiento, ni el más potente, que obstaculizó la consolidación de la
República y de su proyecto reformista. Los grupos dominantes desplazados de las
instituciones políticas con la llegada de la República reaccionaron muy pronto.
En Casas Viejas, la brutalidad de los mecanismos de represión del Estado
quedó al desnudo. Los gobiernos republicanos no supieron, o no pudieron,
adaptar la administración de las fuerzas de orden público a un régimen
democrático. Y vista así la historia, no es casualidad que el golpe de
muerte a la República se lo dieran, en julio de 1936, desde dentro, desde el propio
seno de sus mecanismos de defensa.
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