Medio millón de españoles pudieron pasar por los 188 campos de la
dictadura, 55 de los cuales se ubicaron en territorio andaluz con cien mil
presos
Los campos
de concentración se suelen asociar más bien a los nazis, pero también fueron
una realidad en la España de la postguerra, aunque su creación fue aún más
temprana en las zonas ocupadas en los días o semanas posteriores al golpe
militar del 18 de julio de 1936, como Andalucía occidental. Franco, de ese
modo, se convirtió en alumno aventajado de Hitler, que recurrió a encerrar a
opositores en recintos de concentración poco después de su nombramiento como
canciller de Alemania.
Los
investigadores calculan que medio millón de españoles pudieron pasar por los
188 campos de concentración del franquismo, 55 de los cuales se ubicaron en
territorio andaluz con unos cien mil presos. La Sevilla de Queipo no tardó en
verse "rodeada de una corona de espinas y acero" -en palabras de la
historiadora sobre el trabajo esclavo Lola Martínez- formada por los campos de
pueblos y áreas de su extrarradio como Guillena, Los Remedios, Heliópolis, Los
Merinales, La Corchela, El Arenoso, Torre la Reina, La Algaba, Torre del
Águila, Alcalá de Guadaíra, etc.
El desmedido
afán represivo de los golpistas llenó rápidamente las cárceles y hubo que
habilitar recintos adicionales para encerrar a los opositores como plazas de
toros, cines, instalaciones industriales y hasta barcos como prisiones
flotantes. José Luis Gutiérrez Molina, coautor del libro El Canal de los
Presos (1940-1962). De la represión política a la explotación económica,
explica que como la represión se cebó en los trabajadores y jornaleros, el
régimen tuvo que recurrir a ellos para evitar un colapso total en la producción
industrial y agraria, estableciendo como norma el trabajo esclavo de
decenas de miles de presos políticos. Y antes incluso de que acabara la guerra,
en 1938, Franco dio carta de naturaleza oficial a esta práctica con la creación
del Patronato para la Redención de Penas por el Trabajo que gestionaba
movilización de millares de presos en colonias penitenciarias militarizadas o
batallones de trabajadores como mano de obra barata en grandes obras públicas o
privadas.
En Andalucía
destacan especialmente dos grandes proyectos faraónicos. Por un lado, la
fortificación militar del entorno del Estrecho de Gibraltar en la que
participaron 15.000 presos republicanos, según el historiador José Manuel
Algarbani, y el Canal del Bajo Guadalquivir, popularmente conocido como
el Canal de los Presos, en el que trabajaron 2.500 presos para redimir penas a
razón de una jornada de labor por dos o tres días de condena en presidio hasta
1962.
Harapientos
en la Isla de Saltés como almas en pena
Dejando a un
lado la norma general que relacionaba el sistema concentracionario y el trabajo
esclavo, hubo también campos de concentración en los primeros años de la
postguerra que se caracterizaron por la extrema dureza de las condiciones de
vida para los internos. Ejemplos de ello son el recinto habilitado en
Saltés, una isla de difícil acceso incluso para los mariscadores en plena
marisma entre Huelva y Punta Umbría, rodeada de agua entre esteros y caños de
marismas, fangosos e intransitables.
El
periodista onubense Rafael Moreno, en su reciente libro Perseguidos,
aporta documentación y testimonios de testigos que dibujan un panorama
apocalíptico para los miles de presos republicanos que, tras un penoso viaje en
buques cargueros como si fueran ganado, llegaban al muelle pesquero de Huelva.
"El de Saltés -dice Moreno- era un campo de clasificación donde se
llegaron a hacinar casi 3.200 personas en los meses posteriores al fin de la
guerra. No tenían ropa y la comida era un chusco de pan con agua salobre
donde se cocían huesos podridos. La gente de Punta Umbría los veía desde la
otra orilla deambulando harapientos como almas en pena".
Siendo
escaso el presupuesto oficial que la Administración franquista destinaba a
estos recintos, no cuadraba con las infrahumanas condiciones de vida que padecían
estos presos, que en su mayor parte eran excombatientes del Ejército
republicano capturados en Catalunya y Levante en las últimas semanas de la
Guerra Civil. Tanto fue así que la población del entorno tuvo que hacer un
esfuerzo de solidaridad en aquellos años del hambre haciendo acopio de enseres,
ropa y comida para evitar una auténtica catástrofe humanitaria.
Rafael
Moreno reconoce que "muchos murieron de hambre o torturados en aquel
recinto temporal, donde miles de personas permanecían durante meses en espera
de traslado", aunque matiza que "no está demostrado que hubiera un
exterminio masivo".
Murió de
hambre y frío la mitad de los presos mendigos
Muy cerca de
Sevilla, en el municipio de La Algaba, las autoridades franquistas de la
provincia decidieron aprovechar en 1941 el recinto del campo de
concentración de presos creado poco después de la rápida toma de la capital por
Queipo y los sublevados para crear un campo de concentración para
"mendigos reincidentes", como señala la historiadora María Victoria
Fernández Luceño, autora del libro Miseria y represión en Sevilla
(1939-1950).
La
investigadora contextualiza el problema: "La capital se había convertido
en un polo de atracción de muchos perdedores de la guerra que llegaban allí
llevados por la ilusión de rehacer su futuro pensando que Sevilla seguía
ofreciendo oportunidades como en los años previos a la Exposición
Iberoamericana del 29". Y no era así.
El legado
de Queipo era un legado de miseria, represión, luto y tristeza. "Gente joven
procedente de toda Andalucía, muchos huérfanos a los que sus madres no podían mantener
sólo podían mendigar y vagar por las calles. La policías los retiraba de las
calles y los enviaba al albergue municipal donde podían permanecer como máximo
tres días y luego volvía a lo mismo", precisa Fernández Luceño. Es por
ello que se crea el campo para mendigos reincidentes en el viejo campo de
concentración de Las Arenas en La Algaba, donde eran enviados de forma
definitiva para "depurar el paisaje urbano capitalino".
Desde
septiembre de 1941 hasta agosto de 1942 permaneció abierto aquel recinto
infernal, por donde pasaron unas 300 personas, de las que algo más de 140
fallecieron de hambre, frío y enfermedades. Murieron casi la mitad.
"Yo he visitado Auschwitz y otros campos nazis y el campo de La Algaba era
muchísimo peor. Los internos no tenían para comer, iban medio desnudos con un
baby harapiento y dormían sin techo. Aquel invierno morían varios cada día y la
gente del pueblo se escandalizaba del trasiego constante de muertos".
Aunque el
médico ponía en sus informes que todo estaba perfecto, la verdad es que por
ningún sitio se veía el dinero oficial destinado para el mantenimiento del
recinto. "El celo profesional era tal que una vez fue dado por muerto
un interno muy enfermo que "resucitó" cuando iba a ser enterrado,
dando un susto de muerte al sepulturero", añade la historiadora.
Los
campos de muerte del nuevo Estado
Sin ser
campos de exterminio propiamente dicho, como los grandes campos nazis de
Auschwitz o Mauthausen, estos dos recintos franquistas fueron en gran medida
campos de muerte a juzgar por la elevada mortandad por hambre, frío y
enfermedades entre los internos, y porque las condiciones de vida para
dormir, comer y vestir fueron bastante peores que las padecidas por los
deportados en los campos de concentración de Hitler. Por si fuera poco el
escaso presupuesto consignado para su mantenimiento se quedaba por el camino
entre los encargados que gestionarlo y distribuirlo, evidenciando la esencia
corrupta del régimen.
No hay que
extrañarse de esta estrategia, ya que dirigentes falangistas españoles que, a
la postre, eran admiradores del dictador del Tercer Reich, respaldaban la cruel
política represiva del Nuevo Estado. "Tendréis envidia de los muertos"
llegó a decir Ernesto Giménez Caballero como mensaje a los supervivientes
vencidos.
O este
amenazante y nada exagerado titular en grandes caracteres publicado en un
diario falangista gaditano en 1937: "Crearemos campos de concentración
para vagos y maleantes, para políticos, para masones y judíos, para los
enemigos de la patria, el pan y la justicia. En territorio nacional no puede
quedar ni un judío, ni un masón, ni un rojo". Toda una declaración de
intenciones que distó poco de convertirse en realidad.
Las
víctimas de los campos de concentración del franquismo constituyen otra gran
bolsa de olvidados de la represión franquista, como recuerda el historiador
gaditano José Luis Gutiérrez, "ya que no han sido reconocidos
oficialmente ni indemnizados en España", al contrario de lo que hizo
el Gobierno democrático alemán con las víctimas del nazismo.
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