Por: Isabel Burdiel | 27 de febrero
de 2014
“Nuestra suerte no resistirá nuestra
voluntad”.
Con esa frase resume Patrice Gueniffey la creencia del hombre moderno en su
capacidad de autocreación, de resistencia y superación antes las condiciones
heredadas, ambientales, sociales y familiares. Esa es, a su juicio, una de las
razones por las que Napoleón (el hombre y también el mito) apela todavía a
nuestra imaginación y merece la pena volver sobre él. Lo que sigue es una
reflexión sobre el interés de una empresa como la que propone Gueniffey en el
contexto de la reflexión actual sobre cómo puede la biografía histórica
desembarazarse de los supuestos más convencionales y simplistas del llamado
“modelo heroico” y al mismo tiempo abordar el papel de los individuos
sobresalientes en la historia.
El indiscutible prestigio de la historia social y su capacidad de
disrupción de las convenciones historiográficas clásicas ha generalizado la
suposición de que la verdadera historia es la historia de la llamada
“gente común”, la historia “desde abajo”, frente a la historia aparente,
superficial y personalista de los grandes personajes y los grandes sucesos.
“¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?/En los libros aparecen los
nombre de los reyes/¿Arrastraron los reyes los bloques de Piedra?(…)/El joven
Alejandro conquistó la India/¿El sólo?/César derrotó a los galos/¿No llevaba
siquiera cocinero?/Felipe de España lloró cuando su flota /Fue hundida ¿No
lloró nadie más?...”. El famoso poema de Bertolt Brecht recoge muy bien
ese esfuerzo por recuperar las historias, los puntos de vista, los
sufrimientos, y en su caso las alegrías, de las personas anónimas que están
detrás de las grandes gestas, que las hacen posibles, o que se ven arrastradas
por ellas.
Precisamente por su importancia moral, intelectual y política, la cuestión
no es tan simple. En el momento en que ella y su amigo Lytton Strachey
señalaban el camino para la revolución de la biografía, y en parte también de
la historia, que comenzó a operarse en las primeras décadas del siglo XX, Virginia Woolf ya planteó la pregunta
verdaderamente interesante. “And what is greatness? And what smallness?”.
No se trata sólo de extender el interés biográfico o histórico a la gente
corriente (y en su caso, fundamentalmente, a las mujeres) sino de reflexionar
sobre los mecanismos que propician las inclusiones y las exclusiones, aquellos
procedimientos sociales, culturales y políticos que definen qué es ser grande y
qué es ser pequeño.
En estos momentos, casi un siglo después, sigue siendo importante analizar
bien las características del llamado “modelo heroico” de biografía y la noción
de vida significativa, de “vida importante” en que ese modelo se basaba y que
tanto contribuyó a asentar una visión elitista y personalista de la
historia. Sin embargo, la crítica a ese modelo no conduce necesariamente al
abandono ingenuo del análisis de las condiciones de aparición, y del impacto
histórico, de los llamados “grandes hombres” (o en su caso de “las grandes
mujeres”) sino a un tratamiento nuevo que sea capaz de cuestionarse,
precisamente, el problema de la excepcionalidad y el impacto de los individuos
excepcionales en la historia.
A mi juicio, lo crucial en la evolución
reciente de la historia biográfica no es sólo su mayor
respetabilidad académica o el favor indiscutible de los lectores cultos que la
siguen considerando una de las formas más inteligibles de acercarse a los
procesos históricos. Lo crucial es que –en sus mejores versiones- viene
demostrando que el estudio de una trayectoria individual es una manera particular,
y particularmente útil, para abordar y formular problemas históricos que
importan, para hacerse preguntas relevantes, para iluminar y rescatar la
pluralidad del pasado, para recordar y analizar las diversas formas posibles de
ser, de estar en el mundo, en un determinada época. Nos permite además algo que
a mi juicio es fundamental en este momento: entender el alcance y los límites
de la responsabilidad individual; las formas en que lo colectivo y lo
individual se requieren mutuamente como lo hacen también los personajes
llamados extraordinarios y ordinarios, las conductas habituales y las
diferentes, transgresoras o marginales.
Por todo ello, lo que cambia –lo que debe seguir cambiando- no es sólo el quién
sino el cómo. Es decir, no se trata de sustituir a los reyes por los
campesinos, a los generales por los soldados, a los hombres por las mujeres,
etc. Se trata de argumentar el principio de individualidad significativa para
todos ellos y las complejas redes de relaciones que los constituyen, los
enfrentan y también les unen. Suponer que todo está solucionado (y
alterado) cambiando de personajes y abandonando a los llamados “grandes” me
parece demasiado simple. Me parece también que con ello se corre el riesgo de
dejar el análisis de ese tipo de personajes a la historia más convencional que
puede, por lo tanto, seguir perpetuando visiones conservadoras y
antidemocráticas de la historia.
Algunos de los trabajos biográficos que más me han interesado en los
últimos años –como, por ejemplo, el magnífico Garibaldi.
Invention of a Hero de Lucy Riall o la biografía ya clásica de
W.B. Yeats de Roy Foster- se plantean precisamente ese problema de la
construcción histórica del personaje excepcional o carismático; del héroe
moderno y su profunda implicación en la conformación de la mística de las
nuevas naciones, Italia en un caso e Irlanda en el otro. Esta cuestión la
aborda también, desde una óptica distinta y con un personaje mucho menos
conocido, Alain Garrigou en su análisis de la leyenda del diputado Alphonse
Baudin que formó parte de la resistencia de los republicanos al golpe de
estado de Luis Napoleón en 1851 y murió en el intento. Su famosa frase
“¡Ahora veréis cómo se muere por veinticinco francos!” -en respuesta a la
desengañada alusión de los obreros a su sueldo de diputado- contiene en sí
misma toda una definición del heroísmo cívico y su importancia en la concepción
de sí, en la narración de sí misma, de la política democrática de la Francia y
la Europa decimonónicas. De la misma forma que la incapacidad de diputados como
Baudin para movilizar a los trabajadores desengañados, su muerte solitaria e
inútil, nos habla de las tensiones y las fisuras sociales de la política
demo-republica, de los desencuentros entre representantes y representados,
entre los líderes burgueses y las clases populares, entre el proyecto
democrático y el mundo obrero. [1]
En otro lugar (la revista Ayer
93/2014) he escrito y me gustaría recuperarlo aquí que, si la
llamada “conducta heroica”, como el carisma, no es un problema individual o
singular sino una conducta social, es necesario analizarla en todas sus
dimensiones. Al hacerlo, la cuestión trasciende la memoria, la trasmisión (o la
impostura) y obliga al análisis de cómo las culturas heroicas o carismáticas no
sólo se alimentan de relatos sino de “conductas heroicas”; de “héroes”
modelados y hechos posibles en un proceso de doble dirección que requiere un
análisis complejo de las disposiciones que lo engendran y de las acciones que
lo perpetúan o modifican. Así, el heroísmo de Baudin o de Garibaldi se conforma
y conforma a su vez narrativas de larga duración sobre el valor y la hombría
(lo que para la historia atenta a las relaciones de género es fundamental) en
la definición de la política democrática y de la nueva patria. La historia de
la muerte del primero y “la vida tempestuosa del segundo” son de ese tipo de
relatos que han contribuido a forjar la figura del héroe cívico decimonónico y,
más en extenso, la propia “Era de los Héroes”, con sus convicciones sobre la
naturaleza de la historia y el papel de los “grandes hombres” en ella.
En este ámbito de preocupaciones y de posibilidades de análisis es en el
que adquiere interés la excelente
biografía de Napoleón de Patrice Gueniffey, (París, Gallimard,
2013)) que se ha convertido rápida y merecidamente en un éxito editorial y ha
recibido el Grand Prix de la Biographie Politique de 2013. Gueniffey, alumno de
François Furet, pertenece al “momento anglosajón y liberal”, no sólo de
la historiografía sino de la tradición política intelectual francesa. Sus obras
sobre la Revolución Francesa, sobre el Terror, sobre el 18 de Brumario y el fin
de la revolución, son buena muestra de ello: desde el tono narrativo (siempre
excelente y alejado de las tentaciones de la jerga teórica al uso en ciertos
sectores de la academia francesa) hasta la sustancial crítica al llamado
“modelo jacobino” de interpretación de la revolución y de la historia francesa.
Gueniffey ofrece ahora una primera parte de su proyecto biográfico sobre
Napoleón hasta 1802, el momento de su conversión en cónsul vitalicio (lo que
rompe la cronología habitual), que contiene –además de novedades
interpretativas sustanciales- una reflexión sobre “la fabricación del gran
hombre” que, no por discutible, deja de ser muy interesante. El héroe, dice
Gueniffey, se juega en la imaginación y por eso su poder es tan profundo y al
tiempo tan precario.[2]
Se juega también en el ámbito de las posibilidades de despliegue e
imposición de las propias cualidades sobre entornos y contextos cada vez más
amplios que son, a su vez, los que hacen posible la fabricación y proyección
social y política del “gran hombre”. El análisis de las condiciones creadas por
la revolución para alguien como el joven y
ambicioso militar corso que acabaría siendo Emperador y alterando
sustancialmente la historia europea, constituye la trama rica e
inteligente, alejada de tópicos, de interpretaciones fácilmente sociologistas y
de mitificaciones individualistas, que se despliega en este libro.
Napoleón, que en este libro es todavía Bonaparte (con su apellido italiano
ya afrancesado), es un personaje complejo, con identidades múltiples y no
necesariamente sucesivas: el nacionalista corso que aprende las reglas de la política
en el asfixiante nudo de relaciones de patronazgo de su tierra natal; el joven
resentido con Francia que acaba abrazando la nación revolucionaria y recorre
todas sus posibilidades, incluida la robespierrista; el burgués y el militar
del pueblo que siente fascinación por la aristocracia y contribuye a crear una
nueva y postrevolucionaria. Es especialmente lúcido, en este sentido, el
análisis de cómo Bonaparte –y con él los generales y los oficiales de la
revolución- convierten los campos de batalla en un lugar de aprendizaje y
mezcla de viejos y nuevos valores aristocráticos al tiempo que se van
constituyendo, cada vez más, en los árbitros de la política francesa. Cómo en
esos campos de batalla, y en su proyección sobre la política civil, se va jugando
la definición –las posibilidades y los límites- de un “hombre nuevo”, un héroe
moderno que cree y actúa como si nada pudiera resistir a su voluntad y que
contribuye a minar la leyenda y la ilusión democrática de la revolución. A
través de una trayectoria individual como ésta, enraizada en condiciones
colectivas que la permiten pero no la agotan, llegamos más cerca y de forma más
compleja a las formas en que los ideales burgueses y aristocráticos se fueron
mezclando en aquellos años, a cómo el tiempo viejo y el tiempo nuevo se
entrecruzan y crean un nuevo tiempo mestizo, incierto, en el que Bonaparte es
posible y que a su vez él mismo hace posible.
No puedo detallar aquí mucho más. A mí me ha interesado especialmente la
implicación del joven Bonaparte en la política nacionalista corsa así como el
Bonaparte robespierrista; la espléndidamente narrada campaña de Egipto con la
poderosa imagen de los soldados marchando agotados bajo sus uniformes de lana y
los “sabios” académicos que fueron con ellos –en uno de los proyectos pioneros
del orientalismo occidental- enfrascados en sus guerras internas; el capítulo
sobre “el último día de la revolución” y el proceso que condujo a la entrega de
la “corona republicana” al general que llegó a demostrar, a un tiempo, su enorme
capacidad de adaptación al medio (a los medios cambiantes) y su voluntad de
cambiarlos en propio interés. Me ha interesado, sobre todo, el encuentro
entre el nacionalista corso y Francia, entre un hombre, una ambición, un mito
cultural y una revolución.
Al acabar la lectura de un libro que me parece excepcional lo que queda es
el deseo de que la segunda parte llegue pronto y también, curiosamente, la duda
-en contra de alguna declaración más o menos provocadora de su autor- de que
este Bonaparte sea un vivo desmentido de la concepción “democrática” de la
historia. Me ha resultado tan interesante porque me parece más que eso y más
complejo: un lugar de análisis sobre las posibilidades, las tensiones y los
mitos, la fuerza y las debilidades de esa concepción de la historia. Una
contribución importante, en suma, a lo que constituye uno de los objetivos de
reflexión general de toda biografía que merezca la pena leer y escribir: la
tensión constante e irresoluble entre lo individual y lo colectivo, lo particular
y general, el todo y las partes. [3]
[1]
Las referencias son las siguientes: Lucy Riall, Garibaldi. Invention of a
Hero, Yale University Press, 2007; Roy F. Foster, W.B. Yeats, A life.
2vols, Oxford University Press, 1997 y Alain Garrigou, Mourir pour des
idées. La vie posthume d’Alphonse Baudin. Biographie, París, Les Belles
Lettres, 2010.
[2]
Aquí convendría quizás recordar la espléndida novela de Joseph Roth, Los cien
días, publicada en castellano por Los Pasos Perdidos en 2013.
[3]
Algo sobre lo que ha escrito páginas brillantes Sabina Loriga, una colega de
Gueniffey en l’École des Hautes Études en Sciences Sociales de París. Le
petit X. De la biographie à l’histoire, París, Seuil, 2010.
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