Almudena Grandes recrea la supervivencia de las
republicanas en el Madrid de la posguerra
‘Las tres bodas de Manolita’ destapa los trabajos
forzados de menores por órdenes religiosas
TEREIXA
CONSTENLA Madrid 5 MAR 2014
Muchos años después Almudena Grandes (Madrid, 1960) volvió al Valle de los
Caídos para experimentar cómo el lugar casi neutro de la infancia se había
tornado sombrío. “De pequeña veraneaba en Becerril de la Sierra y fui varias
veces porque era la típica excursión que hacías con las visitas. Ahora, como
experiencia estética, no transmite absolutamente nada, pero además de muy feo
tiene una presencia siniestra”.
Para escribir Las tres bodas
de Manolita (Tusquets), la tercera entrega de su ambicioso
proyecto literario sobre la guerra y la posguerra (Episodios de una guerra
interminable), regresó sola en varias ocasiones con el propósito de
documentarse sobre el lugar donde culmina la novela. En los años cuarenta el
espacio era conocido como Cuelgamuros, el campo de trabajos forzados que los
republicanos recibían como un destino de gracia después de haber sobrevivido a
alguna calamitosa cárcel del régimen.
Grandes ha cambiado el campo abierto de los guerrilleros por los mundos
confinados de los presos. Y también el perfil de sus protagonistas: de resistentes
armados y quijotescos como los invasores
del valle de Arán (Inés y la alegría) o los maquis de
las sierras de Jaén (El lector de Julio Verne) a héroes del
montón, como Manolita Perales, una chica corriente que aspira a tener un marido
al que llevarle la comida a diario, una tibia a quien la vida enfría y
recalienta sucesivamente, una alérgica al compromiso que acaba enredada entre
la oposición comunista que se está fraguando en el Madrid posbélico.
Manolita, ni guapa ni fea; ni valiente ni cobarde; ni lumbrera ni tonta, se
encuentra en abril de 1939 con algo peor que perder una guerra: perder la
inocencia y convertirse en la madre de cuatro hermanos pequeños y único puntal
de los presos de la familia con 16 años. “Los personajes que me gustan son los
supervivientes, ni héroes ni villanos. Esta es una historia de resistencia
ligada a la vida cotidiana. La felicidad era una manera de resistir y desafiar
al régimen. Los personajes son más pequeños y las redes son más pequeñas. Es
también un homenaje a las mujeres de las colas de las cárceles, que fueron muy
importantes en la creación de redes de resistencia”, explica la escritora poco
antes de reencontrarse en Madrid con Isabel Perales y Alexis Mesón, seres
reales de vidas increíbles (donde se mezcla la crudeza con la aventura) que
ella ha incorporado a su ficción.
Alexis Mesón Doña guardó muchas colas. “En la novela están exactamente como
fueron en realidad. Cada muerte era la de todos y cada alegría, también”. Su
padre, Eugenio Mesón, permaneció en la prisión de Porlier hasta que fue
fusilado en el cementerio del Este en 1941. Era secretario general de la JSU,
cuya cúpula fue detenida por los golpistas de Casado, trasladada a una prisión
valenciana y entregada a los vencedores a modo de morbosa ofrenda: los
carceleros huyeron sin abrir las celdas. Su madre, Juana Doña, una
de las presas más longevas (1939-41 y 1947-73), escribió en Querido Eugenio
la microhistoria de aquellas esperas en las que se hacían amistades, se
transmitían consignas y se contaban chistes.
En ese libro halló Almudena Grandes una historia “sucia y romántica a la
vez” que se erigió en una de las piezas centrales de la novela: el verídico
caso del cura de Porlier que cobraba sobornos (una tarifa fija en dinero,
tabaco y pasteles) por permitir vis a vis con los presos a un ritmo regular que
debió enriquecer a varias generaciones de su familia. “Desconocemos aún muchos
episodios de la época. En 2002, cuando trabajaba en El corazón helado,
yo creía, como la mayoría de los españoles, que sabía lo suficiente de la
Guerra Civil. Me enganché a leer historia contemporánea durante diez años, de
todas las épocas, bandos y géneros, fue un proceso íntimo, leía para aprender y
comprender y no para documentarme y descubrí que no sabía nada”.
Isabel Perales, a la que conoció en un homenaje a los republicanos en Rivas
en 2008, la obsequió con el relato de una vida que pedía a gritos una novela.
En 1941 un decreto permitió que los hijos de presos republicanos pudiesen
internarse en colegios religiosos. Isabel, que tenía 14 años, y su hermana
Pilar ingresan en el colegio de Zabalbide, que pertenecía a la orden de los
Ángeles Custodios. Mientras la pequeña sí es escolarizada, Isabel descubre que
es rehén de una comunidad que esclaviza a las adolescentes para lavar a destajo
la mantelería de buena parte de los restaurantes de Bilbao. “No habría podido
escribir la novela sin su tenebrosa revelación de que en la España de la
posguerra, los hijos de los presos —las niñas de Zabalbide al menos— estaban
sometidos a un régimen de trabajos forzados para redimir las penas de sus padres,
el pecado original de ser hijos de rojos”, expone la escritora en una nota al
final de su obra.
En un encuentro en un hotel madrileño, hace pocas semanas, Isabel Perales,
de 87 años, revivía aquellos días: “Tardé en salir a la calle y en bañarme dos
años y medio. Teníamos piojos blancos en el cuerpo, aparte de los de la cabeza.
Desayunábamos los posos del café que iban a recoger las niñas cada dos días al
Arriaga”. En la novela están sus penalidades y sus salvavidas. En sus manos,
solo las primeras. Con el tiempo Isabel entró a trabajar en el cine como doble
y, más tarde, de sastra. Fundó la sección de cine de Comisiones Obreras. Cantó
La Internacional en Rojos para Warren Beatty y trabajó en producciones
con Sigourney Weaver, Alain Delon o Dustin Hoffman. Pero esto encajaría en otro
argumento.
Hay otro personaje real sobre el que se asienta Las tres bodas de
Manolita: Roberto Conesa,
comisario franquista laureado en democracia que tuvo como alumno
aventajado a Juan Antonio González Pacheco, Billy el Niño, torturador
perseverante, ahora reclamado por la justicia argentina. Fue Conesa quien
encarceló a Alexis Mesón en Barcelona en 1973. “Dirigió la operación para
detener a un comité del FRAP, estuvo en los interrogatorios y me dio las
primeras hostias. A camaradas de esa época los sometieron a torturas similares
a las de los años cuarenta. Pero cuando logras pasar de las palizas sin hablar
y sabes que vas a ir a la cárcel aumenta la autoestima de saber que no han
podido doblegarte ni humillarte”, reflexiona.
“Conesa es otro de esos casos en los que la ficción se supera por la
realidad”, apunta Grandes. “Jugó siempre al límite. Fue muy listo. Se manchó
las manos de sangre lo imprescindible. Su gran momento fue la Transición”,
añade. “No voy a arremeter nunca contra la Transición frontalmente porque creo
que hubo una generación que hizo lo que creía que tenía que hacer en un
esfuerzo honesto, pero ese camino que debía llevar a alguna parte se ha
desvirtuado. Fue un éxito institucional pero tiene una fragilidad congénita:
España es la única democracia europea que no ha reprendido el fascismo y no
tiene una política de memoria”.
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