La intención no es matar sino humillar.
Las disputas económicas y el rechazo a las relaciones
sentimentales suelen ser las mayores causas de los ataques con ácido en Asia.
Siete de cada diez víctimas son mujeres.
“Ya verás cómo algún día me casaré contigo”. Una vez más, Nahar Nurun no
dio mayor importancia a las palabras del chico que la acosaba desde hacía
tiempo. Ella tenía 15 años y ninguna intención de agradar a su molesto
pretendiente. Así que, como siempre, puso los ojos en blanco, se dio media
vuelta, y se marchó. Poco después, una calurosa noche de julio, 11 hombres
entraron en su casa tratando de fingir un atraco. Su verdadero objetivo era
Nurun. “Entraron en mi habitación y uno de ellos me echó líquido a la cara.
Creí que era gasolina y que me querían prender fuego, pero pronto me empezó a
quemar la piel y comprendí que era ácido”. Después descubriría que los
atacantes eran familiares del joven que la perseguía, y que destrozarle la cara
era su forma de enviarle un mensaje: si no quieres ser para mí, no serás para
nadie. Desde ese día, su vida nunca ha vuelto a ser la misma.
Sus padres buscaron ayuda fuera del pequeño pueblo en el que vivían, a unos
100 kilómetros de la capital de Bangladesh, y Nurun fue ingresada en un pequeño
hospital cercano. “Tres días después, los médicos decidieron que no podían
tratarme apropiadamente y decidieron trasladarme a Dacca”, recuerda en el
apartamento que ahora alquila en esa ciudad. En la capital tardó ocho meses en
recuperarse. Y tuvo mucha suerte, porque la ex directora de la ONG Action Aid –hermana de la española Ayuda en Acción– la conoció allí y le
ofreció viajar a Valencia para realizar injertos de piel y mejorar su
apariencia. A pesar de ello, cuando sale a la calle los niños todavía la llaman
monstruo y la gente cambia de acera.
Por eso, después de regresar a Bangladesh, decidió acabar sus estudios y
dedicar su vida a quienes han sufrido una desgracia similar. “El objetivo de un
ataque con ácido no es matar, sino abocar a la víctima al suicidio. Por eso, yo
trato de explicarles que no deben perder la esperanza, que la vida no se ha
acabado, y que hay que luchar para que los culpables paguen por lo que han
hecho”. No es fácil, pero tampoco imposible. “Generalmente, y aunque parezca
contradictorio, quienes llevan a cabo los ataques pertenecen a la élite de la
sociedad. Tienen contactos y dinero suficiente como para sobornar a testigos o,
incluso, a la policía y a los jueces”, explica Nurun. En su caso, no obstante,
cinco de los atacantes fueron condenados a cadena perpetua y dos más esperan
ejecución.
Para que el éxito judicial de Nurun no sea un caso aislado, en 2006 Ayuda
en Acción creó una red en la que participan más de 260 supervivientes de este
tipo de violencia. El grupo lucha por la correcta implementación de las leyes
y, a través de organizaciones locales, ayuda y asesora a las nuevas víctimas.
Su trabajo se nota. El número de ataques con ácido disminuye continuamente en
Bangladesh: en la primera década del siglo XXI dejaron 3.100 heridos, pero en
2010 comenzó el descenso más acusado con 154; dos años después fueron 98, y el
año pasado se registraron 85, el menor número desde que se comenzaron a
elaborar las estadísticas. No obstante, todavía menos del 20% de los criminales
acaban entre rejas.
Asia Khatun sabe que para los pobres la justicia no es la misma:
"Porque los ricos la compran”. Es lo que sucedió en su caso. Los vecinos
que se habían encaprichado de su terreno no se tomaron bien la negativa de su
marido a vender las propiedades de la familia. Tanto que decidieron tomarla por
la fuerza. En 2002, el año que más víctimas hubo por este tipo de ataques, un
sicario se presentó en la pequeña casa de adobe con un bote de ácido nítrico.
Lo habría vaciado en la cara del marido si no fuera porque Asia se interpuso y
fue su espalda la que se abrasó hasta quedar en carne viva. “Algunas gotas me
entraron en los ojos y por eso he perdido gran parte de la visión”, comenta.
Pero el ataque no fue suficiente para doblegar a la familia, así que los
vecinos tuvieron que quemar la casa en la que residía Khatun para conseguir que
huyeran y hacerse con el terreno. “Tuvimos que escapar porque la policía no nos
protegió”.
Y la Justicia también les dio la espalda. Su caso fue sobreseído por falta
de pruebas hasta que el periódico local First Light decidió lanzar una campaña
para ayudar a la familia. La presión que ejerció la prensa, sumada a la de la
asociación SHARP, que le proporcionó un abogado a Khatun, lograron encarcelar
al agresor. “Condenaron al autor material del crimen a siete años de cárcel,
pero la familia que lo contrató no ha sido castigada”. No obstante, si bien
Khatun desconfía del sistema judicial bengalí, sí que tiene esperanza en que
Alá haga justicia. “Para empezar, quien nos lanzó el ácido ya se ha quedado
paralítico en la cárcel”, reflexiona.
Menos suerte ha tenido Monoara. De hecho, su vida es una sucesión de dramas
en los que siempre sufre ella. Hace una década murió su primer marido, que la
dejó con tres hijos y una hija. En 2010 comenzó a ser acosada por un hombre que
quería contraer matrimonio con ella a pesar de ser viuda, todo un escollo para
las mujeres en Bangladesh. Monoara rechazó la relación, pero un día él abusó
sexualmente de ella y el comité vecinal que revisó el caso, y que suele estar
liderado por los ancianos del lugar, les obligó a casarse. La familia de él
nunca aceptó la relación y trató por todos los medios de romperla. No lo
consiguió con la ley en la mano, así que buscó otra vía. Una mañana, cuando
Monoara se levantó para el rezo previo al amanecer, el hermano de su marido se
le acercó. “Cuando estaba haciendo mis abluciones, me tiró ácido por detrás”,
recuerda la mujer.
Las heridas en su espalda todavía le duelen. A pesar de las operaciones que
le han practicado, un fuerte escozor la acompaña a diario. Pero mucho peor es
el dolor psicológico. “Mientras estaba ingresada en el hospital, mi marido vino
para decirme que iba a pedir el divorcio, porque no podía estar casado con una
mujer deforme como había quedado yo”. Y se fue. La denuncia que interpuso
contra su agresor, además, no prosperó. “Me dijeron que había sobornado a unos
policías y al juez, y todos determinaron que, como estaba oscuro, no era
posible que pudiese identificar al delincuente con claridad”. Ahora, sus hijas
también la han abandonado, “avergonzadas de su madre”, y vive gracias a lo que
le envía su descendiente varón.
Aunque muchos consideran que los ataques con ácido son sólo un elemento más
de la violencia machista, esa es una simplificación excesiva. Las razones se
esconden en el complejo engranaje que mueve a las sociedades del subcontinente
indio y de Asia Central –donde se registran la mayoría de los casos–, y tienen
muchos matices. Sin duda, las mujeres son las más afectadas, sufren siete de
cada diez ataques, pero, según datos de la Fundación de Supervivientes del Ácido, más
de un tercio de los ataques están motivados únicamente por cuestiones
económicas. Y ese es el porcentaje que más crece. “Se ataca a las mujeres
porque son el eslabón más débil de la sociedad, el objetivo más fácil incluso
para castigar a los hombres”, explica Shirin Akter, una activista social
bengalí que ha trabajado varios años con supervivientes de este tipo de
ataques.
No obstante, en el caso de ellas, el segundo motivo que más aducen los criminales
que las atacan tiene que ver con el rechazo sentimental o sexual (en torno al
15%), seguido de disputas en el matrimonio (un 12%), y de peleas por la dote
(9%). “Lo más preocupante es que el rechazo a mantener relaciones sexuales o a
casarse es el principal motivo de agresión en los casos en los que las víctimas
son niñas”, apunta Monira Rahman, responsable de la fundación. Quince menores
de 12 años fueron atacadas con ácido por esta causa el año pasado.
¿Pero qué lleva a una sociedad a comportarse de forma tan cruel con los más
indefensos? “La pobreza y la falta de educación son factores clave”, sentencia
el profesor Mohammad Musq, presidente del Comité de la Coalición de la Sociedad
Civil de Sirajgang. No todos están de acuerdo: “La posición de la mujer, que es
más vulnerable, no tiene voz, vive a merced del hombre, y por ello es presa
fácil para la tortura y la opresión, es clave en este asunto. Desde pequeñas se
les enseña que a los hombres no hay que llevarles la contraria. Por eso, cuando
muchas son agredidas por sus maridos, con ácido o sin él, callan”, discrepa
Hosne Ana Joly, directora ejecutiva del Programa para el Desarrollo de la
Mujer, en una reunión celebrada por el Comité con motivo de este reportaje. “Y
está también la falta de un poder judicial que haga su trabajo, algo que va
íntimamente ligado a la corrupción y al clima político que sufre el país”,
añade el periodista local Helal Ahmed.
La pregunta de si el Islam influye en los ataques con ácido provoca un
agitado debate entre los expertos que ha reunido EL PAÍS. “¡Para nada!”, se
enfurece Musq. “No hay una sola línea en el Corán o en la Sharia que permita o
incite a esta conducta”. No obstante, confrontado con el hecho de que los
ataques se dan sobre todo en países musulmanes, Helal analiza el comportamiento
de los fieles que profesan el Islam en Bangladesh: “Es cierto que somos más
celosos por naturaleza, y que eso puede desencadenar violencia. La combinación
de Islam y pobreza es peligrosa”, reconoce provocando un tumulto entre los
participantes del debate.
“El Corán dice lo que la mujer tiene que hacer. Ha de estar apartada y
quedarse en casa. Pero la realidad es que ahora está tratando de educarse y de
trabajar para ser independiente del hombre”, añade Doulad Sm, un activista
social pro derechos civiles. “Eso ha provocado un conflicto con los hombres.
Hay más libertad en los medios de comunicación, más apariencia de libertad, porque
la sociedad no ha cambiado tanto. Por eso, un hombre cree que ahora es más
fácil acostarse con una mujer, pero, si no lo consigue, utilizará la violencia
de siempre para lograrlo”.
“Ese es un problema ligado a la falta de educación, que no se puede atribuir
a una religión”, insiste Musq. “Iría mucho mejor la sociedad si más jóvenes,
que son los principales agresores, se educasen en las madrasas –un 10% estudia
actualmente en las escuelas coránicas de Bangladesh– y no con el sistema
británico”, afirma. “Muchos agresores ni siquiera son conscientes de que es
ilegal rociar a alguien con ácido. Y las víctimas no conocen sus derechos. Pero
nada de esto tiene que ver con el Islam”. Para muchos de los reunidos, esta
falta de formación, sumada a la pobreza y la ambición por lograr el estilo de
vida que promueven los medios de comunicación es la raíz de un problema con
muchas ramas. “Por ejemplo, ahora parece que es una moda hacerse rico robando
el terreno de otros, y eso provoca muchos ataques”, apunta Helal.
¿Y por qué ácido? La razón es simple: es muy barato y se puede encontrar
fácilmente, ya que se utiliza en la industria del textil para dar color a la
tela y en baterías de coche. Aunque el Ejecutivo de Bangladesh aprobó la Ley de Control del Ácido
para evitar que se pueda adquirir con fines delictivos, este periodista ha
podido comprobar que no se aplica. Sólo hacen falta 20 takas (unos 25 céntimos
de euro) para comprar un cazo en cualquiera de las miles de pequeñas fábricas
que salpican los alrededores de los pueblos. Y con eso es más que suficiente
para satisfacer una venganza de crueldad inusitada. Porque en la mayoría de los
casos lo que se provoca es un estigma y una humillación que duran toda la vida.
Es una marca que muchos asocian erróneamente al adulterio. “Además, el dolor es
terrible”, añade Akter. “La mayoría de las víctimas sufren discapacidad y nunca
se recuperan del todo. Las mujeres jóvenes, por su parte, viven un rechazo
continuo”.
Es el caso de Mossamat Rahima. Ahora tiene 24 años y lleva seis casada,
pero no fue fácil encontrar un hombre que la aceptase. Porque, cuando tenía
cuatro años sufrió un ataque que iba dirigido a su madre, Mamatal Mahal, y que
terminó hiriéndola a ella y a sus dos hermanos. La menor tenía entonces sólo
año y medio. “Estábamos durmiendo y mi cuñado –con quien tenían una disputa
familiar y económica– nos tiró el ácido por la ventana de la habitación”,
recuerda Mahal, que perdió un ojo y sufre quemaduras graves en la cabeza y en
la espalda, sentada sobre la misma cama en la que fueron atacados.
Los gastos médicos arruinaron a la familia, cuyo estatus
ha pasado de “vivir bien” a ser incapaces de pagar la dote necesaria para casar
a la pequeña. “Tiene ya 20 años y con sus heridas nadie la aceptará si no
ofrecemos al menos 80.000 takas (unos 820 euros) a la familia del marido”,
asegura la madre. La calidad humana del hombre ya no importa, y su edad
tampoco. A Rahima la cedieron en matrimonio a un amigo de la familia que supera
en 21 años su edad. Y gracias. “Tengo que deshacerme de ellas o no tendrán
ningún futuro”, explica la madre enterrando sus ojos con las manos. “Y todo por
el ácido”.
Ningún comentario:
Publicar un comentario