Si para pagar un apartamento de una habitación en Estados Unidos se tiene
que ganar 8,89 dólares la hora, ¿cómo sobreviven los que ganan cinco o seis?
Lucía Lijtmaer 12/03/2014 - el diario.es
Hay gente que se levanta por la mañana, acude a trabajar en un medio de
transporte más o menos adecuado y, tras una jornada más o menos larga y más o
menos tediosa, regresa a casa sabiendo que ha realizado un trabajo que le
aportará un sueldo más o menos digno al final de mes. Del otro lado están todos
los demás.
Esta brecha es la que, entre 1998 y 1999, la afamada periodista
estadounidense Barbara Ehrenreich decidió indagar. Ehrenreich se preguntó cómo
sería la vida de aquellos que trabajan por el salario mínimo por hora en
Estados Unidos. Si el cálculo inicial para que una persona pueda pagar un
apartamento de una habitación en Estados Unidos es que tiene que ganar a partir
de 8,89 dólares la hora, ¿cómo vive alguien que gana cinco o seis? ¿Y qué hay
de las familias monoparentales? ¿Y aquellos que enferman? ¿Viven o sobreviven?
Para responder a estas preguntas, Ehrenreich decidió emplearse como
camarera, empleada doméstica y dependienta en diferentes puntos del país. La única
condición que se puso a sí misma fue no poner en peligro su vida, y empezó un
periplo que le llevaría por Florida, Maine y Minnesota, donde trabajaba de día
y noche, y escribía sobre lo que le pasaba cuando podía.
El resultado fue Por cuatro duros: cómo no apañárselas en Estados Unidos,
una exhaustiva crónica en primera persona -en la tradición de otros libros de
investigación como Cabeza de turco de Günter Wallraff- que ahora
recupera la editorial Capitan Swing. Su impacto en Estados Unidos fue
incalculable, ya que destapó algo de lo que la mayoría de norteamericanos no
tenían conocimiento: el trabajo de salario mínimo implica una esclavitud de
cuerpo, mente y futuro.
El trabajador de la miseria estadounidense es un siervo común -alcanza al
30% de la población cuando la autora realizó el libro-, al que se le niegan los
derechos más básicos y que, a medida que avanza su periplo como asalariado,
debe renunciar a cualquier idea de movilidad social, puesto que jamás la
alcanzará. El mito del estadounidense que puede llegar a todo lo que se
proponga queda destrozado en una obra que, entre otras cosas, ratifica:
No eres nadie. Cuando
trabajas en una tarea considerada poco cualificada -aunque esto sea más que
discutible, por el nivel de atención, esfuerzo y destreza que requieren todos
estos trabajos- no tienes una identidad reconocible. Si eres camarera eres
"cariño", "rubia" o "nena". Como dependienta,
eres simplemente el nexo al que quejarse, y como empleada del hogar, la máquina
de la que disponer.
La movilidad se reduce y los
costes aumentan. Trabajar por poco dinero implica, necesariamente, buscar
un lugar donde vivir que se ajuste al precio que puedes pagar. En consecuencia,
la cronista se ve obligada inmediatamente a optar por un apartamento de una
habitación, una caravana en un párking o, si no puede pagar el depósito de las
dos primeras opciones, una habitación en un motel. Para poder permitirse una de
estas tres cosas, deben estar situadas a 45 minutos o más en coche de su lugar
de trabajo.
La pobreza es un pez que se
muerde la cola en el sistema. Teniendo en cuenta el coste de la gasolina
y de la vivienda, el 80% del salario que gane irá destinado a pagar estos
gastos.
La falta de tiempo y espacio
implica que no se puede ahorrar en cocinar y comprar comida nutritiva y barata. Si no
tienes seguro médico, además, por el tipo de trabajo que realizas acabas
teniendo problemas de salud que cuestan dinero.
La salud se resiente. La obra
ahonda en esta espiral desesperante, que se perpetúa. Si no ganas suficiente
dinero con un trabajo -y se evidencia que nadie lo gana cobrando 120 dólares por
semana-, debes tener dos. Y al tener dos, surge la fatiga, los problemas de
articulaciones, de respiración, sedentarismo, obesidad...
La falta de conocimiento es
clave. Este punto también desquicia a la cronista, y con ella
al lector. ¿Por qué algunos de sus compañeros no buscan un trabajo mejor
pagado, pudiendo obtenerlo? ¿Por qué la gente no se organiza y se queja cuando
no les dejan más de cinco minutos para comer? ¿Por qué no optan por una comida
algo más nutritiva si cuesta lo mismo que la que comen? Sencillamente, porque
no saben. Es simple y aterrador. No lo saben. Y de eso se aprovechan los jefes
que les contratan, los encargados que les obligan a trabajar sin una pausa y
las compañías que les venden los productos que consumen, y eso incluye las
hipotecas basura.
Se fomenta la delación. En el
trabajo de remuneración mínima, Ehrenreich aprende que el compañerismo se
confunde con rebelión de corte marxista. Para muestra, los cuestionarios que le
presentan a cualquiera que se presente a ser dependiente en una tienda, o
camarero en un bar. "¿Delatarías a un compañero si ves que hace algo
inadecuado?". "¿Qué opinas de aquellos que consumen sustancias
ilegales?". El control de la fuerza de trabajo implica al cuerpo y a la
mente a través de la más que común exigencia de tests de personalidad, muestras
de orina y cuestionarios, cuanto menos dudosos.
Los derechos básicos no
existen. A los trabajadores de Wallmart les encierran para que no
puedan salir cuando acaban su turno si se decide que tienen que hacer horas
extras que no les pagan. Esta imagen resume una ínfima parte de la conclusión más
evidente del libro. Si no hay poder público dispuesto a garantizar una mínima
protección al ciudadano, no queda nada. Ni el derecho a la salud, ni al trabajo
digno, ni a la vivienda adecuada, ni a la información, ni a la protesta.
Por cuatro duros: cómo no apañárselas en Estados Unidos es de
lectura obligada en muchas universidades estadounidenses, con las consabidas
quejas de grupos de estudiantes conservadores y legisladores municipales. Ahora
ya sabemos por qué.
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