Un ensayo destapa la masiva infiltración de los servicios
secretos de los países que combatieron entre 1914 y 1918 y rompe con el falso
mito de la neutralidad
Si los Estados tuviesen dignidad, podría decirse que la de España se
arrastró por el fango entre 1914 y 1918. Los servicios secretos de los países
en guerra perforaron cada minúsculo espacio de la política, la economía y la
sociedad hasta llegar a doblegar las decisiones oficiales. La prensa aceptó
sobornos para vocear la propaganda de cada bando. La exportación de materias
primas básicas para la guerra (piritas, wolframio, plomo...) dependía de
extranjeros. En las costas se desplegó una guerra submarina que no respetó
neutralidades (los alemanes hundieron en distintos mares más de 12,5 millones
de toneladas de barcos mercantes, incluidos varios españoles). Mientras la
población purgaba, unos pocos se enriquecían gracias al contrabando y esos
negocios que florecen cuando la legalidad se marchita. La cacareada neutralidad
era una fachada de cartón-piedra.
Al frente de aquel Estado en manos ajenas, había un rey, Alfonso XIII,
atrapado entre un sueño (ser el mediador de la paz del nuevo mundo) y una
pesadilla (ser la víctima de una conspiración internacional para derrocarle).
“El régimen está pensando en sí mismo, en llegar a mañana, en su propia
supervivencia. Ningún país de alrededor habría tolerado una violación
permanente de la soberanía del Estado. Nadie con responsabilidad de Gobierno
está a la altura de su dignidad. Y Alfonso XIII, que no era tonto ni idiota, se
daba cuenta de que había una clase social desesperada que reclamaba su sitio y
que la guerra podría acelerar el proceso. El rey no piensa en que España está
tomada por espías, piensa solo en que pueden querer cargárselo”, señala Fernando García
Sanz (Segovia, 1962), el historiador que ha condensado en un ensayo
de 429 páginas, España en la Gran Guerra (Galaxia Gutenberg), más de una década de
investigación.
Ser un país infiltrado de cabo a rabo tiene una gran ventaja para los
investigadores. La reconstrucción histórica de García Sanz debe mucho a la
documentación confidencial que se conserva en archivos de las potencias
aliadas. “Los españoles ignoraban que sus claves habían sido reventadas desde
antes de la guerra. Se interceptaban todos los telegramas y comunicaciones,
incluidos los del rey Alfonso XIII”, desvela el autor, que dirige la Escuela Española de Historia y Arqueología en Roma,
el único centro de humanidades en el extranjero del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas (CSIC).
Por su ensayo desfilan personajes novelescos como la escritora y hermana
del fundador de la Legión, Pilar Millán Astray, que colaboró con los
alemanes. “Mata Hari fue una tontería al lado de muchas mujeres que se dedican
al espionaje. Algunas fueron tan buenas que ni hoy sabemos de su
participación”. Pilar Millán Astray, viuda, con tres hijos y una economía
precaria, se puso al servicio del espionaje germano en Barcelona. Entre sus
piezas ilustres destacó el embajador británico en España, sir Arthur Henry
Hardinge, a quien conoció en el hotel Colón. “Aprovechando las ausencias del
hotel del diplomático, consiguió entrar en la habitación y copiar los
documentos secretos que encontró en su cartera”, detalla el libro. Cada entrega
se compensaba con mil pesetas, un dineral entonces. Pero Pilar Millán Astray no
era un verso suelto. Los servicios secretos de unos y otros contaron con
profesionales de cualquier índole —de fogoneros y camareras a carabineros y
senadores— llevados por diferentes motivaciones —algunos sufrieron chantajes
por su homosexualidad o sus adicciones y otros se prestaron por simpatías
ideológicas—, aunque la crematística predominó sobre las demás.
En aquella sociedad donde casi todos tenían un precio (los periodistas, los
comisarios de policía como el germanófilo Manuel Bravo Portillo o el aliadófilo
Francisco Martorell, los gobernadores civiles...), solo un colectivo permaneció
impasible a las tentaciones: “En toda España, la Guardia Civil era
incorruptible, y se movía sobre todo por un férreo espíritu de disciplina”. En
el libro se rescata el testimonio de un agente francés: “Siguiendo órdenes
tiran hoy contra los socialistas y mañana tirarán, también siguiendo órdenes,
contra los reaccionarios con la misma convicción”.
Mientras los Estados combatientes creían que la Gran Guerra sería una
guerrita, apenas nadie reparó en España. El juicio cambió cuando se vislumbró
el largo conflicto. “Los neutrales son muy importantes para el esfuerzo de la
guerra. España se hace imprescindible. Era imposible que fuera neutral.
Teníamos las materias primas y una ubicación estratégica”.
El afán de atesorar información masiva arranca entonces. Y los países como
Suiza o España son sus grandes escenarios. Aunque los aliados ganaron la
guerra, García Sanz concluye que en España “perdieron la guerra de la
propaganda. Los alemanes dieron importancia a España desde el principio. Su
propaganda era sencilla: Francia y Reino Unido han sido tradicionales enemigos
de España e Italia atenta contra el Papa… Es un mensaje eficaz porque es
visceral. Los aliados hablaban de libertad y democracia. Era un producto más
difícil de vender en España porque había que creerlo”.
El desenlace de la historia está a la altura del papel
español. A pesar de haber sido un frente en la batalla de la información y una
prestadora de servicios, “el país no logró el reconocimiento internacional”. Ni
Alfonso XIII fue el mediador que soñó ser ni España accedió al selecto club de
las potencias. Y ahí sigue.
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