Hoy se cumplen veinte años de la muerte del artista que
reinventó Lanzarote
JUAN CRUZ
Lanzarote 25 SEP 2012 - 14:09 CET
A mediodía de un día como hoy, hace veinte años, César Manrique, el artista
que reinventó Lanzarote, salió de su casa en Tahiche, convertida ya entonces en
la sede de su fundación, se subió al coche grande que conducía y se dispuso a
caminar hasta Haría, al norte de la isla, donde dos años antes había fabricado
una casa rodeada de silencio y de palmeras. Eran las dos de la tarde. Al entrar
en el cruce que le daba acceso a la carretera, un automóvil cuya llegada él no
advirtió arremetió contra su carrocería y acabó con su vida.
César había nacido en Arrecife en 1919. Fue pintor, intentó la aventura de
Nueva York cuando el arte tenía allí su destino y su frontera, pero un día de
primeros de los años 60 volvió a la isla urgido por una pasión: quitarle a
Lanzarote la maldición de la pobreza, convertir su belleza oculta en una obra
de arte. Consiguió la complicidad del presidente del Cabildo isleño de
entonces, Pepín Ramírez, y comenzó, con él, a descubrir algunos de los lugares
que luego fueron muchas de las maravillas que él acondicionó para que fueran
tesoros públicos de la isla que reinventó. En primer lugar, la Cueva de los
Verdes y los Jameos del agua.
Desde entonces, ayudó a arquitectos a tratar la isla con extrema
delicadeza, él mismo se puso a la tarea de acondicionar espacios dejados de la
mano de Dios (como los volcanes de Timanfaya), y creó una especie de libro de
estilo que fijó en Lanzarote algunas líneas rojas que nadie podía cruzar. Era
una isla, pero él la trató como una obra de arte, como su gran pintura o como
su gran escultura. Su casa, fabricada en cuevas volcánicas que él descubrió en
Tahiche, en el municipio de Teguise donde luego encontraría la muerte, fue uno
de los emblemas de ese territorio que él convirtió, a su manera, en una especie
de paraíso que él defendió, mientras vivió, como si estuviera en guerra
permanente contra los bárbaros que trataban de llenar la isla de carreteras y
autopistas que iban a inundar de automóviles el espacio de una isla que él
consideraba milagrosa.
En medio de esa guerra, que lo llevó a ir contra todos, contra las
autoridades, aún las más altas, porque consentían el maltrato del paisaje,
César Manrique buscó, poco después de cumplir los setenta años, una cierta paz,
un lugar donde pasar el tiempo que le quedaba; quería ir dejando en manos de
otros (en manos de su ahijado, Pepe Juan Ramírez, hijo de Pepín, presidente de
la Fundación César Manrique desde que murió el artista) la gestión más
inmediata de sus obsesiones medioambientales, y se fue a vivir a una casa en
Haría, al norte de la isla, en medio de un palmeral que incrementa el aire de
silencio que domina esa zona y que él quería para regresar a la pintura y al
sosiego, sus pasiones de los últimos tiempos. Esa paz le duró dos años, hasta
que aquel automóvil segó su paso y él pasó a ser una leyenda gracias a la cual
los depredadores que él denunciaba no han podido acabar, aún, con el Lanzarote
que él había soñado en Nueva York.
Ese César en guerra es protagonista ahora de una película, Taro. El eco
de Manrique, que se estrena esta noche en la Fundación César
Manrique de Taro de Tahiche, al lado de donde murió el artista hace
veinte años. En la película, realizada por el cineasta Miguel García Morales, a
partir de documentos filmados de César, se ve al inventor de la isla en plena
guerra, en plena tarea de denuncia de lo que él creía que conspiraba en contra
de la belleza de Lanzarote. Ahora esos caminos que recorría César con su
altavoz ideológico y medioambiental precisarían de nuevo de su grito; este eco
de Manrique es considerado aquí ahora como la reverberación de una
preocupación, la suya, que ahora crece de nuevo ante la evidencia de que
aquellos depredadores que él denunciaban se han hecho ahora, sin sujeción
alguna, con las riendas de un desarrollo que amenaza otra vez con ser
desaforado.
Mientras tanto, en Haría, que era su destino veinte años
atrás, su casa rodeada de palmeras era ayer un monumento al sosiego que él
buscó después de tanta guerra. Pero él ya no está. Y los que han seguido su eco
consideran, con la razón que se ve desde las cunetas, que la isla peligra si el
espíritu de Manrique desaparece.
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