Es una triste ironía que sea hoy Ratzinger, que
llegó a escribir un libro contra el concilio, el que deba celebrar el
cincuentenario de su celebración
Estaba comenzando mis andanzas periodísticas en el vespertino Pueblo
de Madrid, hace ahora 50 años, cuando llegó la noticia de que el anciano Papa
Juan XXIII, hijo de campesinos, había convocado un Concilio Ecuménico.
Pocos, entonces, en la oscura España de Franco, sabían del todo lo que eso
podía suponer para el mundo. Yo acababa de licenciarme en Teología en la
Universidad Gregorina de Roma, y allí me mandaron corriendo, como enviado
especial, Emilio Romero, Jesús de la Serna y Juan Luis Cebrián, que eran el
trio que dirigía el periódico.
Llegué a Roma y corría la voz de que el entonces conservador arzobispo
cardenal de Génova, Giuseppe Siri, había reunido a una docena de cardenales
para estudiar la posibilidad de deponer a Juan XXIII por su “locura” de haber
convocado un Concilio Universal de la Iglesia, cuando aún Europa sufría las
consecuencias de la II Guerra Mundial y la Iglesia tenía obispos encarcelados
por los regímenes comunistas del Este de Europa.
Juan XXIII, que según su secretario Loris Capovilla se olvidaba hasta de
ser Papa y le pedía que en algunas cuestiones “consultara con el Pontífice”,
convocó el Concilio con la mayor naturalidad. Llegó a decir que se le había
ocurrido la idea “mientras se afeitaba una mañana”. Era una forma de quitar
importancia a su grave decisión y los cardenales quisieron aprovechar para
boicotear la idea.
Roma ya ni se acordaba de la última vez que un Papa había convocado a todos
los obispos del mundo para discutir juntos los problemas más universales de la
Iglesia católica, que en aquel momento, después del polémico pontificado de Pío
XII, acusado de no haberse atrevido a condenar el nazismo, estaba sufriendo un
gran bloqueo internacional.
Era una Iglesia profundamente conservadora, aunque algunos episcopados del
centro de Europa vivían internamente una revolución y aplaudieron la idea del
Concilio como una posibilidad de abrir puertas y ventanas de la Iglesia a una
idea más moderna de entender la fe. Fueron aquellos episcopados los que
llevaron como asesores a los jóvenes teólogos Hans King y Joseph Ratzinger, el
actual pontífice, que entonces militaba en las filas del progresismo.
Nada más anunciarse el Concilio, la Curia romana se armó para convertirlo
en un instrumento para fundamentar las ideas más conservadoras y hasta
prepararon un documento con los temas que debería tratar el congreso. Algunos
tan peregrinos como que un sacerdote no podía viajar en coche con una mujer
aunque fuera familiar suyo.
Juan XXIII, que de tonto no tenía nada, quiso enseguida desbaratar aquella
estrategia de la Curia y ya en su discurso de apertura trazó las líneas
maestras de lo que pretendía con el Concilio, condenando desde el primer
momento a los conservadores, a los que llamó “profetas de desventuras”.
Convocó aquella noche a los fieles de Roma a la plaza de San Pedro y,
señalándoles la luna llena, les invitó a tener esperanza y a rezar para que el
Concilio fuera capaz de renovar la Iglesia.
No fue fácil para un joven periodista como yo, a pesar de haber estudiado
en Roma, adentrarse en los entresijos de aquel Concilio con 3.000 obispos de
todo el mundo conspirando muchas veces entre ellos y con fuerzas enfrentadas
como los progresistas episcopados de Alemania, Bélgica, Francia y Holanda y el
ultraconservador episcopado español que había estado comprometido con la dictadura
franquista. Y menos fácil fue informar entonces de aquel acontecimiento con
tantos aspectos políticos entrelazados con los teológicos para un diario que
sufría aún la censura franquista.
Recuerdo las dificultades para dar título a un artículo. A veces La Serna y
yo pasábamos media hora al teléfono para concretar el titular que dijera sin
decir.
Una de las estrategias fue entrevistar a famosos cardenales progresistas
extranjeros, ya que se pensaba que Franco no iba a censurarles por miedo a las
críticas internacionales. Y así lo hicimos.
Recuerdo, sin embargo, las dificultades para entrevistar, por ejemplo, al
que era el primer cardenal africano de la Iglesia, Laurean Rugambwa. Era de una
sencillez aplastante que contrastaba con la pompa y la majestad de los
cardenales europeos. Sentado en el filo de una silla del locutorio de unas
monjas, esperaba mis preguntas como un colegial que iba a ser examinado. Y, sin
embargo, me dio una de las mayores lecciones de mi vida periodística. Le
pregunté qué significaba el Concilio para él. Y él me preguntó, a su vez, para
qué parte del mundo. Entendí la ironía y le repliqué que para África, por
ejemplo. Volvió a la carga: “¿En qué parte de África?”. En su diócesis,
Eminencia. Y de nuevo: “¿En qué parte de mi diócesis?”. Cuando me vio desarmado
me explicó sin arrogancia que ese era el peligro del Concilio y de la Iglesia:
querer promulgar normas universales cuando en su misma diócesis lo que servía
para una tribu no servía para la otra. Y me recordó también como, por ejemplo,
para los cristianos africanos el celibato obligatorio no tenía sentido ya que
para ellos un varón sin esposa y sin hijos era algo incomprensible y hasta
humillante.
El Concilio Vaticano II no consiguió toda la renovación que querían los más
avanzados, pero tampoco lo que hubiesen deseado los más conservadores. Fue de
algún modo una primavera en la Iglesia. Los obispos de todo el mundo pudieron
durante tres años desentrañar los problemas aparcados durante decenios y de sus
documentos salieron las líneas maestras, por ejemplo, para la Teología de la
Liberación, una nueva teología del laicado y una liturgia celebrada en las lenguas
vernáculas.
El entonces arzobispo cardenal de Sevilla, al volver a su diócesis, dijo a
sus sacerdotes: “Y ahora a esperar que las aguas vuelvan a su cauce”.
Volvieron, por desgracia, aunque solo en parte, gracias a la resistencia que al
Concilio hiciera más tarde el teólogo Ratzinger que de joven asesor progresista
del episcopado alemán pasó a ser el cancerbero de la inteligencia de la
Iglesia, condenando a sus mejores teólogos.
Es una triste ironía que sea hoy Ratzinger, que llegó a escribir un libro
contra el Concilio, el que deba celebrar el cincuentenario de su celebración. Y
lo hará con el Vaticano bajo proceso involucrado en sucias intrigas palaciegas
como en los tiempos de tinieblas de la Edad media. Y, sin embargo, el Concilio
Vaticano II no fue inútil y dejó profundas huellas de renovación en la Iglesia.
Las polémicas entre los diferentes episcopados del mundo, que llevaron al
centro de la cristiandad los problemas más agudos y actuales de las iglesias
periféricas, fueron a veces durísimas. Sobre todo cuando, a mitad del Concilio,
falleció Juan XXIII. Le sustituyó en el papado, y por tanto fue el continuador
del Concilio, el intelectual Pablo VI, que fue vigilado, cuando era cardenal,
por la Congregación de la Fe por sus posturas progresistas.
Sin embargo, los episcopados más conservadores influyeron con el Papa
Montini, que entre sus defectos tenía el de dudar continuamente, hasta el punto
de ser llamado el Papa hamlético, para frenar a las alas más avanzadas que
habían acabado con Juan XXIII dirigiendo los trabajos del Concilio. Y gracias
ya entonces a aquellas presiones sobre Pablo VI, algunos avances ya proyectados
en las discusiones se quedaron en el tintero.
Algunos, no obstante, siguieron adelante y ciertos documentos del Concilio
supusieron una revolución en la Iglesia de entonces anclada a la defensiva del
mundo.
El Vaticano II acabó dando un espaldarazo al llamado “mundo laico”, a los
cristianos seglares que habían estado siempre marginados en una Iglesia
profundamente clerical. Fueron discutidos a fondo los temas sobre el triunfo en
el mundo del comunismo ateo.
Recuerdo que el cardenal arzobispo de Cracovia, que acabaría siendo Juan
Pablo II, Joseph Wojtyla, que era el obispo más joven de todo el Concilio,
presentó un documento alternativo al aprobado por mayoría en el congreso en el
que se acusaba a la Iglesia de su divorcio del mundo obrero de entonces, de
haber dejado espacio al comunismo ateo. Wojtyla echó todas las culpas al
comunismo, que pidió que fuera condenado por el Concilio.
Otro tema espinoso discutido fue el de la sexualidad, en el que la Iglesia
siempre acababa tropezando. Si hasta entonces era vista por la Iglesia solo
como un instrumento para la procreación, considerando pecado cualquier otra
motivación, el Concilio discutió por primera vez la posibilidad para los
cristianos de que el ejercicio de la sexualidad pudiera ser visto también como
“una nueva forma de diálogo” entre las personas.
Una de las mayores dificultades del Concilio, sobre todo en los temas más
delicados, fue que los progresistas, por miedo a que las cuestiones más
avanzadas pudieran ser rechazadas de plano, aceptaban muchas veces un texto
llamado “de compromiso”, en el que se dejaba espacio también para la tesis
contraria. En algunos de esos textos, que acabaron siendo ambiguos, se basaron
después los conservadores para rechazar lo que el documento tenía de innovador
para poner el énfasis en la parte conservadora del texto.
Lo más importante quizás de aquel Concilio fue que por primera vez asuntos
que hasta entonces eran tabúes en la Iglesia se sometieron a discusión y en
público. Fue un debate entre los 3.000 obispos del mundo hecho a la luz de
todos que permitiría a muchos episcopados que estaban ya abiertos a la
renovación de la Iglesia a volver a sus diócesis con las manos más libres para
imponer reformas audaces hasta entonces imposibles.
Una de las reformas más profundas fue la de la liturgia, que de alguna
forma simbolizaba el atraso ideológico de la Iglesia con sus misas celebradas
frente a la pared, en latín, que nadie entendía sin participación del laicado.
Hoy nos parece normal ver a un seglar distribuir la Comunión en la misa, o ver
a una monja actuando en el altar. Entonces era un sacrilegio. Los conservadores
que no aceptaron nunca la apertura del Concilio, lo primero que hicieron más
tarde fue volver a las misas en latín y celebradas de espaldas a los fieles.
En el campo teológico, el Concilio llevó a cabo una de las mayores
revoluciones pasando de una teología que se servía de los textos bíblicos como
comodines para probar sus tesis, a, al revés, dar paso a los estudios bíblicos
como fundamento de la teología. Si hasta entonces existía solo la teología
dogmática creada por la Iglesia, de espaldas a los textos bíblicos, después del
Concilio la teología más importante fue la que arrancaba del análisis
hermenéutico de los textos sagrados. Hasta el punto de que los primeros
teólogos, sacerdotes y religiosos que abandonaron la Iglesia fueron los
expertos en temas bíblicos. El Concilio les hizo tomar conciencia de que la
Iglesia había abandonado el estudio del corazón del cristianismo, como lo son
los Evangelios y la Biblia en general, para elaborar una teología a la pura luz
de la filosofía aristotélica. Fue el primer gran éxodo de sacerdotes que se
pasaron a la vida secular.
Aquellos estudios bíblicos dejaron claro, por ejemplo, que la prohibición a
la mujer de ejercer funciones sacerdotales no tenía fundamento bíblico, pues
las mujeres habían ejercido funciones sacramentales ya en el siglo primero del
cristianismo. También se quedó sin fundamento bíblico la imposición del
celibato obligatorio, ya que hoy, con un análisis hermenéutico de los textos
bíblicos, no es difícil probar que Jesús estaba casado como lo estaban todos
los apóstoles, ya que lo extraño era que un judío no formara una familia.
En ningún momento se dice en los textos sagrados que Jesús fuera virgen.
Antes del Concilio era totalmente imposible ni siquiera discutir estos temas.
Hoy, como mínimo, existe esa libertad sin caer en la hoguera de la Inquisición.
Hay quien piensa que este sería un buen momento para convocar un nuevo Concilio
que recogiera la bandera del Vaticano II, que continuase la renovación de la
Iglesia a la luz de los nuevos descubrimientos de la ciencia que cuestionan
viejos dogmas y tabús católicos. Un Concilio que acabara, por ejemplo, con el
absurdo de un sucesor de Pedro, jefe de Estado, de un Estado Vaticano, regalo
de Mussolini al Papa, antro tantas veces de las peores intrigas y crímenes
ocultos tanto humanos como financieros.
Claro que la convocatoria de un Concilio es un arma de doble filo. En manos
de un Papa conservador puede suponer una vuelta atrás en lo ya conquistado. Con
Juan XXIII, la Curia romana probó a domesticar el Concilio. No lo consiguió
gracias a la visión profética del Papa hijo de campesinos y del fino
intelectual Montini. Hoy, por ejemplo, con el Papa Ratzinger, que llegó a
escribir un libro condenando el Vaticano II y sosteniendo que la Iglesia
entonces se había equivocado, un Concilio sería un verdadero desastre.
Mejor que los teólogos más abiertos aprovechen este 50
aniversario del que fue apellidado “el Concilio de la esperanza” para mostrar
sus luces, que tantos intentan enterrar.
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