El Guggenheim exhibe los sobrecogedores dibujos del
expresionista austriaco
El centenar de obras procede de la colección del
Albertina de Viena
Dúas nenas sentadas, 1912 |
La mano arqueada sobre la cadera, todo el peso del cuerpo sobre una pierna,
la mejilla procazmente apoyada sobre un hombro y todos los argumentos
explícitos del desnudo integral resumidos en un cuerpo andrógino, imperfecto,
irresistible, reflejado en un juego invisible de espejos. Y al fondo el
artista, tomando apuntes del natural, con el rostro hecho un naufragio. Y, si
siguiésemos explorando, toda la desolación del mundo, también toda la rebelión
frente a toda idealización de la belleza, también la irremediable evidencia,
ayer como hoy, de estar ante la desintegración de un mundo sin un futuro claro.
Es la vida en la Viena de principios del siglo XX, o es la vida según algunos,
por ejemplo según Egon Schiele
(Tulln, 1890-Viena, 1918), apóstata de la idea preconcebida y del prejuicio
expresivo.
Podían elegirse otros muchos, pero este fascinante dibujo a lápiz sobre
papel de embalaje, Schiele con modelo desnuda ante el espejo (1910),
resume de un plumazo los cómos y los porqués de la obra del gran expresionista
vienés, cuya obra gráfica sobre papel (dibujos, acuarelas, gouaches, tintas,
carbones, tizas…) se despliega desde hoy y hasta el 6 de enero en las salas del
Guggenheim Bilbao: un
centenar de obras procedentes de los ingentes fondos del Museo Albertina de Viena, que posee el
mayor fondo mundial de obra gráfica del artista y es, junto con el Museo
Leopold de la capital austriaca, el mayor baúl del tesoro para sus seguidores.
La muestra supone uno de los platos fuertes en la celebración (en concreto el
próximo día 19) de los 15 años de vida del museo.
Nada es lo que parece en los laberintos de Schiele, un creador de quien los
historiadores y los críticos del arte siguen haciéndose preguntas. Preguntas
tales como qué hubiera pasado si la gripe española no se lo hubiera llevado del
mundo con 28 años (tres días de hacer lo propio con su esposa, Edith,
embarazada de seis meses), cuando empezaba a disfrutar de un auténtico estatus
de estrella en los medios artísticos de Viena.
La masiva presencia en el Guggenheim de los fondos del Albertina,
comisariada por el propio director del museo vienés, Klaus Albrecht Schröder,
retrata a fondo la evolución sin desmayo de la obra del artista desde lo
conceptual, lo formal y lo temático. Un artista lleno de desazón y de
inconformismo que aprendió a romper las reglas del color y del trazo tras
contemplar la obra de Van Gogh y de Munch.
Discípulo de Gustav Klimt, su auténtico
maestro y mentor, y coincidente en ciertos ámbitos con la personalidad y la
obra del gran expresionista vienés en el arranque del siglo, Oskar Kokoschka,
el legado artístico de Schiele queda resumido en este conjunto de obras
ejecutadas sobre un papel de no muy buena calidad apoyado en madera rugosa.
El viaje es agotador: la formación academicista de la que pronto huiría
como del demonio, el idilio inicial con el Modernismo vienés y el movimiento de
Secesión capitaneado por Klimt, la nueva ruptura y la incursión salvaje en los
territorios del expresionismo: contar, por encima de las apariencias, lo que el
'yo' expresa o puede que quiera expresar… Y también las no siempre confesadas
vocaciones del artista: el arte como un juego de papeles donde él mismo (era un
maniático del autorretrato, narcisista como pocos sostenía que su mejor modelo
era él) se representaba con mil caretas, su gusto por el espiritismo y por las
fotografías de fantasmas y las imágenes de enfermos esquizofrénicos, su pasión
por la teosofía y el aura de las personas y, por supuesto, lo que siempre
consideró como una misión innegociable: bucear —a buen seguro siguiendo las
enseñanzas de su compatriota Sigmund Freud— en los insondables barrancos de la
pulsión sexual.
Eso incluía dibujar y pintar el sexo de forma explícita, y eso incluía
dibujar y pintar el sexo de los niños de forma igualmente explícita. “Es
increíble, habéis olvidado cómo nos fascinaba el sexo cuando éramos críos”,
contestó a quienes arremetieron contra él por pintar niños desnudos en su
estudio de la pequeña localidad de Krumau, a donde había escapado huyendo de la
asfixiante y biempensante sociedad vienesa de la época.
La exposición muestra algunos de los dibujos y acuarelas incluidas en la
estremecedora Serie de la cárcel, realizada por Schiele durante sus tres
semanas de encierro tras ser condenado por “resguardo insuficiente de dibujos
eróticos”. La cárcel fue un trauma para Egon Schiele, un tipo que, al contrario
de lo que contaba en sus autorretratos, era alguien vitalista, divertido,
vividor y lleno de humor. Aunque fue un mal menor: la acusación inicial, finalmente
desestimada, había sido de “secuestro y abuso de menores” porque un oficial de
la marina austriaca le había denunciado por llevarse a Viena —en compañía de su
esposa Edith— a su hija de 13 años, una de las niñas que le servían de modelos.
Egon Schiele en el Guggenheim: cuerpos maltrechos como
metáforas de la maltrecha condición humana, embarazadas de rictus desolador,
anoréxicas de mirada perdida, mujeres histéricas, sexos abiertos al espectador
como trasuntos expresionistas de El origen del mundo de Courbet, cuerpos
descoyuntados, gestos dislocados y, en definitiva, la conclusión salvaje,
irremediable, de su arte: el vacío. Estamos solos. Nos hemos distanciado tanto
de nosotros mismos que somos muñecos rotos. Todo está perdido, o al menos
empieza a parecerlo. ¿Les suena?
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