Alexis Jenni, profesor de biología, remueve los fantasmas
de su país con ‘El arte francés de la guerra’, su primera novela y ganadora del
Goncourt
CARLES GELI
Barcelona 27 SEP 2012 - 22:12 CET
Sobre las espaldas de un apasionado y romántico profesor de biología,
“escritor de domingos”, hasta hace cuatro días “coleccionista de cartas de
rechazo de las editoriales” y que con su primera obra publicada aspiraba a
hacer “una historia de aventuras”, ha recaído la responsabilidad de haber
tocado la mayoría de los tabús de la historia de Francia, de haber escrito la
“primera gran novela francesa”, según la siempre peripuesta crítica gala. Una
opinión que en lo formal ha remachado la concesión del más prestigioso de los
premios literarios de ese país, el Goncourt.
Jugando con el título del clásico de Sun Tzu, El arte francés de la guerra
(RBA; Edicions 62 en catalán) es, para muchos, un incómodo ajuste de cuentas
con la historia colonial, o sea, con la identidad de todo el país. Y, por
extensión, una lacerante reflexión sobre el horror de cualquier guerra.
“Quizá sea influencia de la
biología, que te lleva a observar primero sin pensar, mirar cómo funcionan las
cosas antes de tener ideas al respecto, por eso creo que mi mirada ha generado
sorpresa… El de la identidad es un tema tan sensible que espontáneamente ya se
toma ante él una posición moral”, argumenta Jenni (Lyon, 1963), didáctico,
cogiendo la cucharilla del revés para ilustrar sus palabras en la mesa,
querencia de su afición por el dibujo, que en la novela traspasa a un militar.
Pedagogía rezuma también la estructura de la obra: un joven cargado de hastío
vital, indolente, conoce al hoy anciano Victorien Salagnon, excapitán de
paracaidistas del ejército galo que ha pasado por todos los conflictos
recientes de su país: la resistencia durante la Segunda Guerra Mundial y las
sucias contiendas coloniales de Indochina y Argelia. Sus recuerdos disparan la
catarsis de los personajes y de los lectores.
“En el libro recojo los fantasmas que van flotando en la sociedad francesa
de hoy”, apunta Jenni. Hay muchos: al parecer, todos los franceses fueron
resistentes en la Segunda Guerra Mundial y nadie entregó a los judíos; las
masacres no se dieron en Vietnam; las torturas no fueron practicadas durante la
guerra de Argelia… “Todos esos hechos son conocidos por los franceses, pero no
hemos sabido, querido o podido construir un relato coherente. Desde 1940 domina
el discurso de Charles De Gaulle, que hizo sobrevivir el mensaje de la Francia
eterna; era indispensable que lo hiciera, pero eso conllevaba disimular estos
episodios que toda la nación sabe; simplificó el discurso en exceso”.
Como ejercicio de síntesis, Jenni lanza, con un punto de ironía
intelectual: “De Gaulle es el gran novelista de Francia…”. Pausa
dramática de corte profesoral: “Con sus memorias y discursos construyó el
relato moderno del país que nos ha permitido resistir como nación; eso ha
conllevado el olvido, pero quizá ha llegado la hora de cambiar la novela
nacional”, dice refiriéndose tácitamente a su obra.
El agujero negro es el tema colonial. “Francia aún no ha resuelto el relato
de la colonización; y es delicado porque si sólo lo escribimos en negativo
millones de pieds-noirs (colonos europeos en Argelia) no tienen ni
derecho a existir; no tenemos su lugar en la historia, los hemos sacrificado”.
El resultado es que en pleno siglo XXI, un país paradigma del Estado y la nación
modernos y poderosos de Europa aún debate sobre su identidad. “En Francia hemos
sabido quienes éramos y adónde queríamos ir hasta hace unos pocos años. ¿Por
qué ahora no? Por la desaparición de generaciones de políticos de talla como De
Gaulle o Mitterrand; por el proceso de disolución del propio país en la
realidad europea y el fenómeno contrario del auge de las regiones y, sobre todo
para mí, por un tema social: qué hacemos con las personas que proceden de
nuestros países colonizados. ¿Quién es francés y quién no? No nos lo habíamos
planteado nunca y ahora es indispensable y no sabemos cómo responder a eso”.
Resumen didáctico de nuevo: “El debate de la identidad nacional es absurdo, no
debería ser un tema de discusión: la identidad se sabe o se siente pero
organizar un debate como hizo Sarkozy cuando yo estaba escribiendo el libro es
ridículo y que, además, al final se acaba reduciendo a si estás a favor o en
contra del islam. Absurdo”.
De la lectura de las más de 600 páginas de la novela se desprende que en
Francia hay quien ha pagado muy caro la divisa del país: libertad, igualdad,
fraternidad… “La situación colonial es como un punto ciego de la República
Francesa; en los territorios coloniales esos valores supuestamente universales
no se aplicaron; ahora todo lo que rodea a la inmigración vuelve a ser un punto
ciego; se les aplica otros valores; el pensamiento colonial ha regresado a
Francia”.
La guerra y su filosofía lo inundan todo en la novela de Jenni, hasta el
extremo del que el narrador plantea la vida en sociedad como otro tipo de
guerra. “Bueno, es una imagen potente que está en el libro pero es que creo que
existe una violencia propia, inherente, una violencia social en Francia con
tradición incluso histórica: la Revolución Francesa, las revueltas de 1830 y
1848… Y hoy no solo en las banlieues, sino también en centros de
ciudades como Lyon; es como si el espacio verdadero de la democracia fuera la
calle; no diré que a los franceses les guste esta situación, pero la revuelta
no la viven como catástrofe”.
Es ese narrador que se plantea la vida como una guerra el
que, con su pose desganada, iconoclasta, ha servido para que se engarce la obra
de Jenni --lector confeso del Soldados de Salamina de Javier Cercas que
le permitió “humanizar a mi militar como él hizo con el intelectual
falangista”-- con la de Houellebecq. “No lo veo, la verdad; mis personajes
reflexionan de manera sentida sobre el paso del tiempo y de la vida, tienen una
relación positiva con el arte y el amor, que para Houellebecq sólo son máscaras
ridículas. Yo creo en el amor y el arte; soy un romántico”. A pesar de --o
por-- las guerras.
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