Javier Cercas vuelve a implicarse en la ficción con 'Las
leyes de la frontera'. Una novela nítida y compleja, trepidante y melancólica
que retrata la delincuencia juvenil que floreció en España durante los años
setenta y ochenta
Casi todas las novelas tratan de cómo su autor se encontró con ellas y cómo
luego fue contándoselas a sí mismo, antes de hacerlo a los demás. Muchos
relatos no hacen explícitas estas dos frases del proceso pero, desde el Quijote,
bastantes otros detallan esos preliminares. No creo que tal cosa resuelva la
identidad escurridiza de lo que se ha dado en llamar autoficción, ni tampoco
que agote la forma de narrar de Javier Cercas, tan cercana a este marbete que
parece hecho a su medida. El autor explícito de Las leyes de la frontera
es sólo un interrogador sin nombre que surge para provocar y enhebrar las
confesiones de un abogado penalista de éxito, un director de prisión y un
policía, ambos dos al borde del retiro. El motivo: saber de la vida y la
leyenda de Antonio Gamallo, alias El Zarco, al que todos ellos
conocieron. La sustancia moral y la estrategia literaria que todo esto comporta
lo aclara el entrevistador cuando dice al director de la cárcel: “Al principio,
la idea era esa, sí: escribir un libro sobre El Zarco donde se denunciasen
todas las mentiras que se han contado sobre él y se contase la verdad o un
trozo de la verdad. Pero uno no escribe los libros que quiere, sino los que
puede o los que encuentra y el libro que yo he encontrado es ese y no es ese
[…]. Lo sabré cuando termine de escribirlo”.
Puede que entonces tampoco lo sepa él y por eso deje solamente complejas
pistas al lector. Cercas ha sentido otra vez la necesidad imperativa
(¿superstición, quizá?) de implicarse en la ficción que cuenta o, mejor todavía,
de arrastrar en la red de su invención un montón de pecios colectivos. Las
pequeñas miserias de la vida académica fueron el humus en que arraigaron
y crecieron El inquilino y El vientre de la ballena; la
responsabilidad y quizá la culpa de escribir, o de haber escrito, anida en El
inquilino y La velocidad de la luz, mientras que la comezón de
entender lo que sólo se supo vagamente está en Anatomía de un instante,
como la de participar en un turbio pasado común inspiró Soldados de Salamina.
La razón de esto viene al final del libro, de nuevo en boca del interrogador:
“La ficción siempre supera a la realidad, pero la realidad es mucho más rica
que la ficción”. Y el riesgo vale la pena aunque no asegure ninguna especie de
definitiva certidumbre; cuando acaba esta novela nítida y compleja, trepidante
y melancólica, Ignacio Cañas, el penalista, se lo dice al inspector Cuenca: “No
sabía nada”. Porque el conocimiento de una historia sólo engendra dolor y más
ignorancia, ya que siempre hay en ella “una ironía infinitamente seria o una
malicia absolutamente irónica o un enorme malentendido”.
El héroe principal, El Zarco, que se refleja en las palabras de los otros
se parece mucho a Juan José Moreno Cuenca, El Vaquilla, muerto en Can
Rutí en 2003 (también su cronista cinematográfico, el director Bermúdez, tiene
algo que ver con José Antonio de la Loma, pero su desastrado final se parece
más al de otro apasionado del mundo quinqui, Eloy de la Iglesia). Cercas ha
escrito de la época que creó la delincuencia juvenil y que, con inconsciencia
cínica, la mitificó (dos personajes, El Lute y El Vaquilla, marcaron la
Transición: el primero era tranquilizador, en el fondo; el segundo, un muñeco
trágico). Pero, más que de Gerona y de 1978, Cercas habla de las fronteras en
que se desarrolla la vida. La primera es la que separa el héroe y el histrión y
en ella habita El Zarco. Las fronteras de Ignacio Cañas, su compinche y
abogado, se sitúan entre la admiración y la mala conciencia, entre el egoísmo y
la debilidad, entre la amistad masculina y la rivalidad. Pero también hay una
frontera de uso colectivo donde confluyen la simpatía y el esperpento. Y otra
que debería separar el bien y el mal, aunque sean reversibles; lo sabe el
director de la cárcel, un personaje espléndido (como el inspector Cuenca o el
conmovedor padre de Ignacio): “¿Está usted seguro de que el bien y el mal es lo
mismo para todo el mundo?”.
Aquí y allá la novela evoca el recuerdo de la serie de la
televisión japonesa La frontera azul, que se emitió en España justo en
1978 y que trataba de un ejército chino de proscritos, de sus legendarias
peleas y de su redención final, al servicio de un benévolo Emperador. Una
visita a eso que llaman “foros sociales” de Internet permite comprobar que
todavía tiene añorantes, como lo son Ignacio Cañas, El Zarco e incluso Tere,
además de Javier Cercas. Las leyes de la frontera respira con toda
naturalidad mitologías narrativas, ecos de cine negro o del cine otoñal del
Oeste, y de estos últimos viene la sensación de melancólica irremediabilidad
que encarna el abogado Cañas, cínico a veces, crédulo otras. Porque la frontera
principal es, sin duda, la del pasado y el presente. Ignacio ha probado, al
pasarla por última vez, “la sensación de malentendido y de vida prestada” que
al final queda. Aunque también permanezcan en su memoria (y en la nuestra) los
ojos verdes de la Tere, aureolada, como las heroínas trágicas, de un halo
tentador de sexualidad, incesto y traición. Es un personaje digno de Juan
Marsé…
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