Su nueva novela, titulada ‘14’, que sale hoy a la venta,
narra la historia de cinco amigos de provincias que van juntos al frente
El apabullante talento de Jean Echenoz,
posiblemente uno de los más elegantes escritores de esta época, ha vuelto a
conquistar a la crítica. Su nueva novela, titulada 14, sale
hoy a la venta en Francia, y tras haber llenado docenas de columnas de elogios
y alabanzas, es seguro que los fieles lectores que tiene Echenoz harán cola
esta mañana para devorarse los 15 capítulos y 128 páginas con la baguette
y el café.
Aunque haya habido reseñas tan estúpidas como para revelar una parte del
desenlace, lo que se puede contar de 14, por los pasajes revelados y las
reseñas menos arrogantes, es que Echenoz se traslada con su sabiduría para
contar los hechos y los datos de la forma más sobria posible a los sangrientos
días de la Gran Guerra, aquella “ópera sórdida y pestilente”, según la define,
que, a modo de un obús en miniatura, cambiará las vidas de cinco jóvenes amigos
de la provincia de Vendée, el brumoso litoral atlántico del Loira, cuando
estalla el conflicto en agosto de 1914.
La lacónica contraportada de la editorial, Editions de Minuit, resume
así la historia: “Cinco hombres se van a la guerra, una mujer espera el
regreso de dos de ellos. Falta saber si volverán. Cuándo. Y en qué estado”.
Se trata de Anthime, de Charles, su novia, la joven y dulce Blanche, y
otros tres amigos, llamados Padioleau, Bossis y Arcenel. La primera escena del
libro recuerda a Lucien Lacombe, la película de Louis Malle:
Anthime, el protagonista, un discreto contable de 23 años, recorre en bicicleta
diez kilómetros de carreteras planas y de campo, bajo un amable sol atlántico
de agosto, para encontrarse con Charles, fotógrafo aficionado, que cuando llega
está leyendo el periódico. “Es cosa de 15 días”, le anuncia.
Antes de eso, los cinco amigos se reúnen una mañana en el cuartel con todos
los reservistas de la aldea. El discreto Anthime, de 23 años, “sujeto de talla
media y rostro corriente”; el bromista Charles, que enseguida se convierte en
hermano mayor del primero; y los secundarios Padioleau, Bossis y Arcenel,
“camaradas de pesca y de café”, han sido inscritos en el 93º regimiento de
infantería, el mismo número que eligiera Victor Hugo para su novela 93,
a la que, según recuerda el crítico de Libération, Echenoz rinde
tributo.
La crítica de Telerama, estupendamente escrita, rendida a Echenoz,
se pregunta qué puede aportar el autor de Ravel a una guerra que ya
contaron escritores magníficos, actores y víctimas que vivieron aquella guerra
“grande” y vieron la muerte de cerca, gente como Maurice Genevoix, Blaise
Cendrars, Henri Barbusse o Louis-Ferdinand Céline.
El propio Echenoz responde a esa duda en un pasaje de la novela:
“Habiéndose descrito mil veces, puede ser que no valga la pena demorarse más en
esa ópera sórdida y pestilente. Puede ser, incluso, que no sea útil ni
pertinente comparar la guerra a una ópera, y menos aún si no nos gusta la ópera
y si, como es, es grandiosa, enfática, excesiva, llena de esperas penosas que
hacen mucho ruido, y a menudo, a la larga, son bastante aburridas”.
“Echenoz no se demora en describir las trincheras, el fango, el frío, el
gas, los obuses, los cuerpos despedazados”, escribe en Telerama Nathalie Crom.
“Sin eludir la violencia ni el espanto, compone, por así decir, una partición
entrecerrada y lacónica, todo salvo hiperbólica. La novela es fulgurante,
precisa, grave; la guerra se convierte en una circunstancia crucial,
perturbadora, para el destino anunciado de los individuos a los que ha decidido
pegarse”.
“Asistimos a su marcha, en uniforme y con gran fanfarria, hacia la línea
del frente, a la que también asiste, vestida de domingo, la dulce Blanche,
novia y amante de Charles, que la estrecha en sus brazos, mientras con la
mirada ella dedica a Anthime un adiós tardío”, describe la especialista de
Telerama.
A lo largo de los quince capítulos, la paleta de Echenoz va dejando otros
tantos cuadros de colores cada vez más plomizos, con su gusto por el detalle,
“como si estuviera en medio de los personajes”, con una “prosa impecable,
clara, estilizada, atenta a los pequeños gestos”, dice Crom, con el puntillismo
que ya aparecía en la trilogía de las vidas imaginarias: Maurice Ravel (Ravel),
Emil Zátopek (Correr), y el ingeniero
Nikola Tesla (Relámpagos).
“La melancolía, mezclada con ironía, vivacidad y elegancia”, anota Crom,
“rechaza el énfasis trágico, pero la novela está impregnada de un pesar
indecible, de un fatalismo enunciado a media voz. Una meditación sobre el
destino del individuo, pero también el de las generaciones. Llevada por un
fraseo que alcanza su perfección. Controlado, agitador, soberbio”.
Libé destaca el gusto enciclopédico, el sentido
flaubertiano de la gramática y el ritmo; afirma que a ratos recuerda a película
muda y otras veces a un cuadro cubista. Y resume que su espíritu es un
“antimilitarismo detallado, absoluto”. “La guerra destruye lo que el libro
cose. En ese sentido, el ejercicio de estilo es, como la muerte, un acto del
corazón”.
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