En 1970 unos estudiantes guipuzcoanos en nombre del
Frente Cultural de ETA lograron en París que Miró, Tàpies, Canogar y Brossa
donaran obras que desaparecieron misteriosamente
Durante los años setenta, bajo los ecos del Mayo del 68, la capital de
Francia, el país de asilo por excelencia, se llenaba de desertores
norteamericanos de la guerra de Vietnam, de panteras negras huidos de Estados
Unidos, de las primeras oleadas de exiliados políticos de las dictaduras
latinoamericanas... Era también, desde 1960, el lugar de residencia de Santiago
Carrillo, el secretario general del partido más activo contra la dictadura de
Franco, el PCE; y en Suresnes, en las cercanías de París, en 1974, el PSOE eligió
a su dirección renovada, con Felipe González al frente. En París recalaban
también las direcciones de los pequeños partidos clandestinos de la izquierda
radical española, entonces muy numerosos. Era la capital del exilio político
español.
Los vascos tenían también sus puntos de encuentro. El más importante era la
Euskal Etxea, en la calle de Singer, en el barrio 16 —situado enfrente de la
Torre Eiffel, separado por el río— donde se impartían clases de euskera y de
baile. Allí coincidían hijos de exiliados de la Guerra Civil, emigrantes
económicos, estudiantes y algunos miembros de ETA, que aparecían y
desaparecían.
Entre los habituales de Euskal Etxea figuraban dos estudiantes vascos
veinteañeros: José Mari Larramendi, que estudiaba Filosofía en Nanterre, la
universidad donde estalló el Mayo del 68, y se sentaba en las mismas aulas que
dos de sus principales líderes, Alain Geismar y Daniel Cohn- Bendit; y Patxi
Apalategi, que cursaba en la Ecole Practique d’Hautes Études. Los dos eran
amigos y guipuzcoanos. Larramendi, junto a otros dos amigos guipuzcoanos, se
costeaba los estudios trabajando en un colegio de élite en Passy-Buzenval, del
que eran alumnos un sobrino del futuro presidente Valéry Giscard d’Estaing y un
hijo de su ministro del Interior, Michel Poniatowski.
En Euskal Etxea, Larramendi y Apalategi entraron en contacto con un
personaje singular, El Catalán, que no tardó en presentarse como militante de
ETA. En el bistró Passy, cercano a Euskal Etxea, se reunían con él y con otros
militantes de ETA, como José María Escubi y Kepa Akizu, que ejercía de
fotógrafo en París y les contaba algunas de sus actividades, como sus
“entrenamientos” en el bosque de Boulogne, donde se tiraba desde coches en
marcha, así como algunas de sus incursiones al “interior”, a España, de donde
iba y venía.
En junio de 1970, El Catalán entregó un folio y medio a Larramendi y
Apalategi. Aquel folio y medio procedía del Frente Cultural de ETA en el que
instaba a la creación de un Museo de Arte Vasco en Gernika (Bizkaia), con
motivo del 35º aniversario de su destrucción el 26 de abril de 1937 por las
bombas nazis.
El Catalán pidió a los estudiantes vascos que conectaran con artistas de
prestigio internacional y legaran obra para establecer el embrión del futuro
museo vasco, que querían inaugurar en 1972, la fecha del 35º aniversario de
aquella tragedia, símbolo de la guerra civil española. Se lo proponía a ellos
porque les consideraba personas de confianza y comprometidas con la causa
vasca. Les adelantó que ya se estaban haciendo gestiones en Gernika para la
localización del museo. “Sabíamos que éramos solo una parte de un proyecto más
amplio. Más adelante supimos también que ETA hizo el mismo encargo a otros
vascos en Barcelona y en América, concretamente en Chile y México”, señala
Larramendi.
La iniciativa parecía una locura. Pero la gran incógnita consistía en si
grandes artistas de prestigio internacional estarían dispuestos a realizar una
obra específica para un museo vasco en Gernika a instancias de unos jóvenes que
hablaban en nombre del Frente Cultural de ETA y a los que ni siquiera conocían.
Larramendi lo cuenta así: “En 1970, las cosas no se veían como ahora. Había
una dictadura en España y la lucha del pueblo vasco suscitaba una enorme
simpatía. Desde 1968, desde que ETA mató al comisario de la Brigada
Político-Social y torturador Melitón Manzanas, el Gobierno de la dictadura
decretó el estado de excepción durante nueve meses seguidos en el País Vasco,
donde la policía del régimen cometió numerosas arbitrariedades (millares de
detenciones sin garantías legales, torturas, etcétera) que tuvieron enfrente
numerosas huelgas políticas de respuesta, contempladas con creciente simpatía
en España. Había una gran red informal de complicidad en contra de la
dictadura. A esa apelamos y funcionó”.
A Larramendi, que no era ajeno al mundo del arte, aquella iniciativa le
entusiasmó. Había colaborado durante dos años en la Escuela de Arte de Deba
(Gipuzkoa) —de la que luego fue director—, lo que le había permitido tratar muy
de cerca a artistas vascos de prestigio internacional, como el escultor Jorge
Oteiza —a quien siempre se le consideró inspirador del Frente Cultural de ETA—
y a otros como Remigio Mendiburu, Agustín Ibarrola, Nestor Basterrechea, Daniel
Txopitea y Vicente Larrea.
Decidieron empezar por el pintor catalán Joan Miró porque coincidió que en
junio de 1970 exponía en la Galería Maeght, de París. Lo localizaron a través
de una llamada a la galería, que llevaba su obra pictórica. En aquellos
momentos, Miró, que ya contaba con 78 años, gozaba de un extraordinario
prestigio internacional. Acumulaba reconocimientos como el Gran Premio de
grabado de la Bienal de Venecia; la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el
Sabio; Gran Premio de la Fundación Guggenheim; la Legión de Honor de Francia; el
Premio Carnegie de Pintura y el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de
Harvard.
Pese a este currículo avasallador, los jóvenes vascos tenían la esperanza
de que en Miró se removiera su compromiso en contra de la dictadura de Franco.
Sabían que había participado con una obra en el pabellón de la República
Española en la Exposición Internacional de París de 1937, la misma en la que
Pablo Picasso presentó el Guernica. Miró llevó El Segador, que representaba a
un campesino catalán con el puño cerrado en gesto de combate, que desapareció
al desmantelarse la exposición. También había contribuido a la causa
republicana en la Guerra Civil con un cartel propagandístico: ¡Ayudad a España!
Sabían que mantenía vivo su apoyo a la causa catalana y al antifranquismo y en
junio de 1970 se estaba en vísperas del juicio de Burgos, en el que la
dictadura pedía la pena de muerte para seis militantes de ETA, acusados de
matar a Manzanas, en un juicio sin garantías legales.
Miró se encontró con Larramendi y Etxeberria en una dependencia de la
Galería Maeght en solitario. “Era menudo y con el pelo blanco. Nos recibió con
una sonrisa y unos ojos muy luminosos. Fue muy cordial”, recuerda Larramendi 40
años después.
“Nos presentamos como enviados del
Frente Cultural de ETA y le pasamos una copia del folio y medio en la que se
exponían las pretensiones de crear el museo vasco en Gernika. Lo leyó y se
emocionó. Enseguida nos dijo que era una iniciativa muy importante y que había
que donar algo con fuerza, una obra trabajada”, añade Larramendi.
Fue una conversación muy breve —no pasaría de veinte minutos— en la que no
hubo comentarios políticos, recuerda Larramendi. Acordaron reencontrarse unos
diez días después en la misma galería. En el reencuentro, apareció Miró con un
grabado, en negro, hecho a plumilla. “Era un grabado con mucha fuerza, como nos
había anticipado. Y, además, nos llegó a preguntar: ¿os parece bien?”.
“Aquel segundo encuentro fue menos emocional. Recuerdo que nos comentó la
obra que tenía expuesta en la Galería Maeght, sus esculturas y cuadros. Pero
nosotros quedamos impresionados por el privilegio que suponía que el propio
Miró nos comentara su obra”.
Antes de despedirse, Miró les dijo que tenía mucha confianza con otros dos
artistas residentes en París. Eran nada menos que el catalán Antoni Tàpies y el
toledano Rafael Canogar, cuyas obras también llevaba la Galería Maeght. Se
prestó él mismo a hacer las gestiones. También les preguntó si habían conectado
con Pablo Picasso. “Cuando le comentamos que no, nos pidió que le esperáramos.
Al rato regresó con la dirección de una de sus colaboradoras, que residía en
París. Picasso se encontraba en la Costa Azul”, dice Larramendi.
Larramendi se presentó en el domicilio de la colaboradora de Picasso, que
residía en el distrito 16, cerca de la Torre Eiffel. Le entregó el folio y
medio del Frente Cultural de ETA. “Estaba al tanto del proyecto de museo. Se lo
debían haber contado los de la Galería Maeght o quizás el propio Miró, que fue
la figura clave de esta historia. Quedó en llamarme, una vez que hubiera hablado
con Picasso y tuviera una cita para mí”.
Mientras, se movieron las gestiones de Maeght en torno a Tàpies y Canogar.
A las dos semanas de la gestión de Miró, Maegth llamó a Larramendi y le citó en
la galería. Allí le entregaron sendos lienzos de Tàpies y Canogar. “Yo conocía
la obra de Tàpies y el lienzo que nos entregó era un genuino Tàpies. A Canogar
no le conocía y tengo un recuerdo borroso”, añade Larramendi.
Tàpies tenía entonces 47 años, pero ya era un artista de prestigio
internacional. Desde que en 1960 participó en el New Spanish Painty and
Sculpture en el MOMA de Nueva York, su obra se abrió a todo el mundo. En 1967
ya había obtenido premios en Tokio, Nueva York y Menton, y formaba parte de la
Galería Maeght.
Cuando Larramendi y sus compañeros llamaron a su puerta atravesaba por un
momento de fuerte reivindicación catalanista y en contra la dictadura de
Franco. En marzo de 1966 participó en la encerrona en los Capuchinos de Sarriá
que creó el Sindicato de Estudiantes de Cataluña. En 1970 estuvo en Montserrat,
en la protesta contra la condena a muerte a seis militantes de ETA en el
proceso de Burgos, en la que fue detenido y encarcelado.
Antes de la visita a Picasso, conectaron con Joan Brossa. Patxi Apalategi
se presentó el mismo día de la inauguración de su exposición en París. En 1970,
a sus 51 años, Brossa ya era un artista poliédrico muy reconocido
internacionalmente, además de comprometido políticamente.
Apalategi le entregó el folio y medio del Frente Cultural de ETA a un
Brossa eufórico que, inmediatamente, se comprometió a donar una obra para el
museo. En pocos días, Apalategi apareció con un lienzo. “Era muy cromático. No
era figurativo. Tenía muchos rojos y mucha fuerza”, recuerda Larramendi.
Al mes del contacto de Larramendi con la colaboradora de Picasso en París,
esta le llamó para pasarle la cita con Pablo Picasso. Iba a ser en Saint Paul,
en su residencia de la Costa Azul. Larramendi decidió acudir a la cita con una
amiga suya, Marie Pierre, hija de un pintor local, de Niza, que conocía al
artista malagueño, para que le facilitara el contacto. “La vivienda de Picasso
era la típica de la zona. No muy grande, con un jardín muy cuidado. Recuerdo
que nos recibió en una sala inmensa, él solo. Vestía de modo muy informal,
larga camisa floreada y pantalón corto”, recuerda Larramendi.
“No me hizo falta contarle nuestra petición. Ya la conocía. Le adelanté que
otros ya se habían comprometido. Se mantuvo frío y distante. Pero sí nos dijo
que debía hacer otro Gernica. El encuentro no llegó al cuarto de hora. Salí con
la impresión de que no había nada que hacer. Pero Marie Pierre pensó lo
contrario. Se quedó con la idea de que le interesaba el proyecto”, añade
Larramendi. Al regresar a París, conectó con la colaboradora de Picasso, que se
comprometió a avisarle en cuanto supiera algo.
Mientras tanto les llegaron lienzos procedentes de pintores chilenos y
mexicanos. Todas las obras se iban depositando en la buhardilla parisiense de
Apalategi, en el distrito 16. Larramendi calcula que unas dieciocho, todas
ellas de artistas de reconocido prestigio internacional, como les reclamó El
Catalán.
Larramendi visitó varias veces a la colaboradora de Picasso en París. En la
última de ellas, en septiembre de 1970, le dijo: “Está complicado. Tiene muchos
compromisos”. Larramendi dice que siempre ha pensado que “si hubiera sido más
persistente, lo hubiera logrado”.
En algún modo fue mejor que Picasso no llegara a donar su lienzo porque el
final de la historia fue rocambolesco. En el otoño de 1970 se presentó en la
buhardilla de Apalategi un militante de ETA armado y le exigió todos los
lienzos, que estaban almacenados debajo de la cama. Desde entonces, no se ha
sabido más de ellos. Ni nadie ha dado explicación alguna. Alguien ha dicho que
los habían tirado a la basura.
Una explicación a este desenlace tiene como clave la asamblea que ETA
celebró el verano de 1970 en Bayona. Se dividió en tres partes: ETA V, ETA VI y
las células rojas. Es posible que una de las facciones se llevara los lienzos y
los vendiera para sobrevivir a la crisis interna. Pero no deja de ser una
especulación.
Larramendi concluye: “Algo de tanto valor que fue donado
por grandes artistas internacionales, de manera solidaria y generosa, al País
Vasco debía revertir a sus instituciones públicas y no ser privatizado. Algunos
se han apropiado de una obra que es de todos los vascos. ¿Dónde está esa obra?
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