martes, 2 de outubro de 2012

Lo pasado, pasado no estaba


Los investigadores Antony Beevor y Max Hastings publican historias globales de la Segunda Guerra Mundial, que narran el conflicto desde los que sufrieron
'Patada aos alemáns'. Toulon, Francia, setembro de 1944.
(Do libro 'La Segunda Guerra Mundial. Imágenes para la historia'.
Paco Elvira. Prólogo de Jorge M. Reverte. Lunwerg, 2012)
George Orwell, uno de los intelectuales que mejor entendieron y explicaron el siglo XX, resumió la Segunda Guerra Mundial en una frase: “Según escribo estas líneas, seres humanos sumamente civilizados me sobrevuelan intentando matarme. No sienten ninguna enemistad personal hacia mí, ni yo hacia ellos”. El conflicto es infinito, no solo por la dimensión de la catástrofe —la mayor en términos absolutos, con cerca de 70 millones de muertos—, sino por la profunda incomprensión que sigue generando. ¿Cómo pudo ocurrir algo así? ¿Qué hizo del hombre una alimaña en tantos lugares diferentes? Más allá de Auschwitz o Treblinka, el horror máximo, existen tantos ejemplos de barbarie que resulta difícil centrarse en uno. Durante el primer invierno del sitio de Leningrado murieron de hambre y frío unas 620.000 personas. En la ciudad asediada por los nazis, se comieron hasta los perros de Pavlov. Como afirmó Hans Frank, gobernador de Polonia y uno de los peores asesinos nazis: “Humanidad es una palabra que nadie se atreve a emplear. Tener poder para utilizar la fuerza sin ninguna resistencia es el veneno más dulce y nocivo que cualquier gobierno pueda utilizar”.
Ninguna otra guerra ha generado tanta y tan buena investigación como esta, casi desde que terminó. El primer clásico sobre el conflicto se publicó en 1947, Los últimos días de Hitler, de Hugh Trevor-Roper. Y siguen publicándose obras importantes y produciéndose revelaciones, como ocurre con el último libro del historiador británico Antony Beevor, que relató minuciosamente las batallas de Creta, Stalingrado, Berlín y Normandía, y que acaba de publicar una monumental historia global del conflicto, La Segunda Guerra Mundial (Pasado y Presente). Unos meses antes, Max Hastings, otro gran investigador, había publicado Se desataron todos los infiernos. Historia de la Segunda Guerra Mundial, que Crítica acaba de reeditar. Beevor utiliza la técnica que le ha llevado a convertirse en un best seller y a la vez en un respetado investigador, una mezcla de relato histórico clásico, con mucho trabajo en los archivos, y testimonios de aquellos que lo vivieron. Hastings aplica la historia de las mentalidades a la Segunda Guerra Mundial y quiere alejarse de los grandes nombres y del desarrollo de las batallas para explicar cómo este Armagedón afectó a seres humanos concretos.
Como en sus obras anteriores, Beevor demuestra un gran talento para el relato, pero también para encontrar nuevas vías de investigación. La Segunda Guerra Mundial ofrece detalles insólitos —a causa de la falta de vitaminas e higiene la mayoría de la población alemana sufría halitosis, con lo que el hedor en los refugios era insoportable—, novedades atroces —ha descubierto en los archivos australianos y estadounidenses que los soldados japoneses practicaron el canibalismo organizado, con prisioneros como “ganado humano”, que eran asesinados de uno en uno para ser devorados, aunque este hecho se ocultó para ahorrar sufrimientos a las familias de las víctimas—, incluso establece un nuevo principio para el conflicto —en Manchuria, en agosto de 1939, con una batalla entre japoneses y soviéticos, no en Polonia, en septiembre, con la invasión nazi—. Pero, sobre todo, traza un panorama global de una guerra que afectó a casi todo el planeta y que, con el exterminio del pueblo judío, llevó las fronteras de la barbarie hasta límites incomprensibles. Todo esto, por encima de cualquier otro factor, se debió a un solo hombre: un cabo de la Primera Primera Guerra Mundial, pintor mediocre, desquiciadamente antisemita, charlatán de cervecería, llamado Adolf Hitler, un hombre que no quiso ver ningún muerto, ni ninguna batalla, pero que fue capaz de destruir el mundo.
“Seguramente se hubiese producido algún tipo de conflicto como resultado de la Primera Guerra Mundial y del Tratado de Versalles”, explica en un largo correo electrónico Antony Beevor, que la semana que viene estará en España para presentar su libro y asistir al Hay Festival de Segovia. “La ruptura de cuatro imperios —ruso, germano, austrohúngaro y otomano— combinada con el nacionalismo militar de la época estaba destinada a crear problemas. Las nuevas naciones que surgieron de esos imperios estaban llenas de minorías. Y la crisis económica de 1930 produjo a su vez una crisis de la democracia liberal, que llevó a muchos a creer en regímenes autoritarios, ya sean de izquierdas o de derechas. Es muy importante recordar aquí que las democracias no luchan las unas contras las otras, no es la Unión Europea lo que ha evitado un nuevo conflicto, es la democracia. Pero sin Hitler el conflicto hubiese sido diferente. Hitler fue la fuerza motriz de la guerra y por encima de todo el arquitecto de la aniquilación que se produjo”, prosigue Beevor.
A pesar de sus numerosas diferencias a la hora de relatar el conflicto, el factor humano es lo que une a Beevor y Hastings. Ambos relatan la guerra a través de los seres humanos que la provocaron, lucharon en ella y, sobre todo, la sufrieron. Quizás, porque como escribió William Styron en el prólogo de La decisión de Sophie, “la negra noche del alma humana cuando millones de personas morían y sufrían bajo la dominación total de los nazis es el tema más formidable, trágico y desafiante de nuestro tiempo”. Los de Hastings y Beevor no son los primeros libros globales sobre el conflicto, pero la diferencia con otros está en la capacidad que ambos tienen para sumergirse en las profundidades de la IIGM, para describir el hedor en un refugio antiaéreo o encontrar el testimonio de una joven rusa, Irina Dunaevskaya, cuando vio los cadáveres bajo el Neva helado, “como si estuviesen en un sarcófago de cristal”.
 “No soy historiador militar, no quiero saber nada más de lo que hacían los generales sino la gente normal”, explica Max Hastings en una conversación telefónica desde Londres. “Lo que es casi imposible de entender para las generaciones que no hemos vivido aquella guerra es el sometimiento permanente a hombres con armas. Es horroroso, especialmente para las mujeres, puesto que las violaciones fueron masivas. O el problema de la comida, el hambre, las carencias constantes. Todo eso me interesa mucho más que la diferencia entre un carro de combate Panzer y un Tiger”.
Beevor se pronuncia en un sentido muy parecido. “La Segunda Guerra Mundial fue tan descomunal, tan grande, que afectó a la vida de casi todo el mundo, y la envergadura de la experiencia humana es casi infinita”, señala. “Vivimos en una sociedad posmilitar, en un ambiente seguro, y por eso no es sorprendente que aquellos que no puedan imaginar lo que significa el totalitarismo bélico se muestren intrigados. Muchos se preguntan si hubiesen sido capaces de sobrevivir a un sufrimiento de esas dimensiones, físico y psicológico. También pueden preguntarse si hubiesen tenido el valor de rechazar matar a prisioneros o a civiles. La clave está en que vivimos en una sociedad en la que no se toman ese tipo de decisiones trascendentales y la esencia del drama es la elección”.
La IIGM es inabarcable, desde el punto de vista militar, económico, histórico y, sobre todo, humano. No se puede entender sin los investigadores que en Benchley Park lograron descifrar los códigos alemanes, ni sin la batalla de Stalingrado, ni sin la decisión de Franco de no invadir Gibraltar, ni sin la astucia del general Zhúkov, que derrotó a los japoneses en el río Khalkin-Gol y disuadió a Tokio de abrir un nuevo frente en la retaguardia de la URSS, ni sin la Shoah, la exterminación de los judíos que nunca hubiese podido producirse sin la guerra. Casi cada página de estos dos libros podría ser a su vez otro libro. La División Azul, por ejemplo, solo ocupa dos párrafos en el invierno decisivo de 1942 a 1943, el momento crucial en el que los nazis perdieron la guerra. ¿Qué sabemos de la hambruna de Tonkin, provocada por los japoneses, que entre 1944 y 1945 mató a dos millones de vietnamitas, mucha más gente de la que murió en toda la Guerra Civil española?
Beevor cree que los archivos todavía pueden reservarnos algunas sorpresas y actualmente está trabajando en un libro sobre el frente occidental en 1944, que apenas ocupa un capítulo de su historia global. Hastings mantiene que donde hay que seguir excavando es en la experiencia humana. “Quizás haya cosas en los archivos soviéticos”, señala. “Para mí, el último secreto realmente importante se reveló en los años setenta, cuando se hizo público todo lo relacionado con la ruptura de los códigos. El gran misterio tal vez nunca tenga explicación: ¿cómo fue posible que un pueblo civilizado y culto como el alemán siguiese a Hitler y a su banda de gánsteres?”.
Quizás por eso haya que buscar respuestas no solo en la historia, sino también en la literatura. Para Beevor la primera elección de lectura sobre la Segunda Guerra Mundial sería el periodista soviético Vasili Grossman, del que editó junto a Luba Vinogradova sus crónicas del conflicto (Un escritor en guerra. Vassili Grossman en el Ejército Rojo, 1941- 1945. Crítica) y autor de la monumental Vida y destino (Galaxia Gutenberg / La Butxaca). “Grossman fue el observador más perspicaz y honesto”, explica. Su libro está lleno de referencias a sus crónicas y sobre todo a su forma de narrar “la brutal verdad de la guerra sin olvidar el valor moral y físico”. “Para Grossman, el deber de los supervivientes es intentar identificar a los millones de fantasmas enterrados en fosas comunes como individuos, no como gente sin nombre en categorías caricaturizadas, porque eso es precisamente lo que quisieron los perpetradores”, escribe sobre su obra en una frase que bien podría aplicarse también a la Memoria Histórica en España. Otras dos obras fundamentales para Beevor son la trilogía Espada de honor, publicada por Cátedra, del novelista británico Evelyn Waugh, y Una mujer en Berlín (Anagrama), el testimonio anónimo de una mujer en la capital alemana conquistada por los soviéticos, un relato a la vez espeluznante y cercano sobre la capacidad de supervivencia de los seres humanos. Hastings también escoge esta obra entre sus libros fundamentales, al igual que los diarios del escritor judío rumano Mihail Sebastian —Diario (1935-1944), Destino—, que nunca vio un campo de batalla, pero que construyó una obra maestra que trata de explicar algo incomprensible, el antisemitismo, uno de los motores del nazismo y de la guerra. Sebastian murió atropellado tras haber sobrevivido a la IIGM. Pero, para Hastings, el gran libro sobre el conflicto es Suite francesa (Salamandra / Quinteto), de Irène Némirovsky, una escritora asesinada en Auschwitz en 1942, que relata la caída de Francia en 1940. “El manuscrito fue escrito con una letra minúscula, testimonio de la escasez de papel y tinta”, señala Hastings, quien asegura que Némirovsky aúna “un análisis frío e irónico con una cálida compasión”. La novela no fue publicada hasta 2004, rescatada por sus hijas, y se convirtió en un fenómeno mundial, un testimonio más de la historia sin fin de la IIGM.
Hastings recupera una frase sobre el conflicto en Yugoslavia de Milovan Djilas, segundo de a bordo de Tito que acabó convertido en disidente: “Fue una guerra en la que lo pasado pasado no estaba”. Parte de nuestra fascinación por la IIGM viene por su inmensidad y parte porque queremos pensar que eso lo hicieron y lo sufrieron otros seres humanos, porque el pasado forma parte del pasado. Libros como los de Beevor y Hastings nos enseñan muchas cosas sobre aquella guerra, pero sobre todo una: por muy incomprensible que nos resulte, pudimos ser nosotros, las víctimas. O los perpetradores.
La Segunda Guerra Mundial. Antony Beevor. Traducción de Joan Rabasseda y Teófilo Lozoya. Pasado y Presente. Barcelona, 2012. 1.200 páginas. 39 euros.
Se desataron todos los infiernos. Historia de la Segunda Guerra Mundial. Max Hastings. Traducción de David León, Gonzalo García, Cecilia Belza Crítica. Barcelona, 2012 / 2011. 880 / 896 páginas. 23,90 / 32 euros.
Militar convertido en historiador, Antony Beevor, de 66 años, había publicado unos cuantos ensayos cuando saltó a la fama en 1998 con Stalingrado, su narración de la batalla decisiva de la Segunda Guerra Mundial, traducida a casi 30 idiomas. Aparte de las novedades que encontró en los archivos soviéticos, inauguró una forma de narrar la guerra que mezclaba la microhistoria con la gran historia. Desde entonces, ha editado obras tan importantes como Berlín. La caída, 1945 o El día D. El desembarco de Normandía. Está investigando su último libro sobre la IIGM antes de lanzarse a una biografía de Napoleón. 
Cuando escribe sobre la guerra, Max Hastings, de 76 años, sabe de lo que habla: como periodista de la BBC y del Evening Standard cubrió 11 conflictos bélicos y fue el primer reportero que entró en Port Stanley durante la guerra de las Malvinas en 1982. Es autor de ensayos sobre los bombardeos británicos durante la IIGM, la batalla de Inglaterra y sobre la Operación Overlord, el desembarco de Normandía, pero, sobre todo, de libros fundamentales sobre el fin de la guerra en Oriente, Némesis. La derrota del Japón (1994-1945), y en Occidente, Armagedón. La derrota de Alemania (1944-1945).

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