martes, 1 de febreiro de 2011

Cuántas lágrimas verdes cuesta una esmeralda


Por Henrique Mariño
 “Paz. Dios lo ve todo”. Unas letras gigantes de color blanco, similares a las del parque Griffith de Hollywood, observan desde lo alto de la ladera a los habitantes de Muzo, un municipio colombiano a seis afanosas horas de Bogotá que saluda al forastero con un cartel que ilustra las bondades de la tierra: “Bienvenidos a la capital mundial de la esmeralda”.
Puede que Dios todo lo escrute, pero raramente se lo muestra a los cientos de desharrapados que merodean en el exterior de las minas donde se extraen estas piedras preciosas de color verde, que han hecho ricas, sin embargo, a un puñado de familias desde hace varias décadas. El mensaje de concordia tiene más sentido, puesto que aquí, en la provincia de occidente del departamento de Boyacá, la sangre ha corrido sin control durante 30 años, en lo que se conoció como la Guerra Verde.
Mónica Moya se sintió atraída por esta singular zona perdida del planeta cuando percibió el bullicio que genera en el centro de Bogotá, donde vive, el comercio callejero de esmeraldas. El cruce de la Avenida Jiménez y la Séptima está sembrado de vendedores que despliegan hojas de papel dobladas donde esconden ora generosas gemas, ora diminutas chispitas. Las cifras, en pesos, son de cinco y seis ceros, aunque un extranjero puede llevarse varios ejemplares a casa por unos 200 o 300 euros, siempre y cuando sea precavido y vaya acompañado de un experto, pues las falsificaciones están a la orden del día y, sobre todo, a la caza del turista.
“Es un mundo cerrado en el que no es fácil entrar”, asegura Moya, quien tuvo que comenzar a rodar el documental Esmeralderos para descubrir realmente el negocio (y la ruina) que subyace tras este preciado mineral. Aquellos comisionistas que se ganaban la vida en la calle eran, simplemente, un eslabón más de una cadena que comienza a decenas de metros bajo tierra, donde el oxígeno escasea, la respiración apenas alcanza y el insufrible calor se torna soportable sólo ante la idea de que tras la roca palpite el corazón verde.
Muzo, que debe su nombre a los belicosos indígenas que antaño poblaban la zona, es el epicentro mundial de las esmeraldas, que según una leyenda precolombina se precipitaron en la cordillera de los Andes desde los ojos de una diosa arrepentida de haber cometido una infidelidad. Habitado por 10.000 personas arremolinadas en torno a las minas, casi ocho de cada diez se dedican a la explotación y comercio de esta variedad del berilo, que se gesta en las profundas galerías y termina en países tan lejanos como India, adonde llega en bruto y, tras ser tallado, multiplica con creces su valor. El negocio no es el que fue, pero aún así sigue reportando a Colombia (responsable del 60% de la producción mundial) unos 56 millones de dólares anuales, bastante menos que los 400 millones que se llegaban a contar en los noventa. Europa, seguido de Taiwán, EEUU, algunos países árabes e Israel, son los principales destinos de exportación.
40º grados, 100% de humedad
De este dinero, los sufridos trabajadores que se encargan de su extracción no ven un peso. Trabajan de diez a doce horas diarias por la comida y la dormida en condiciones deplorables: 40 grados de temperatura y 100% de humedad. “Sueñan con que la mina pinte”, explica Moya. O sea, con encontrar una veta que les permita, si logran evitar la vigilancia de los responsables del yacimiento, llevarse una pepita a la boca, un “robo consentido” que supondrá su único salario. A veces, pasan las semanas sin que se produzca ningún hallazgo, deslomándose por un mísero jornal. Y, sin embargo, dentro de este durísimo contexto, eminentemente masculino, pueden considerarse unos privilegiados, puesto que están integrados en la llamada minería formal.
La informal se da fuera del filón y está formada por un heterogéneo grupo de personas en busca de los desechos del yacimiento. Son los guaqueros, término que define a quienes escudriñan tesoros ocultos: estos lavan la tierra ya tamizada en el interior de la excavación para dar, oculta entre los desperdicios, con la morralla, piedras bastardas cuya venta apenas da para una humilde vestimenta y un plato de frijoles. En el peor de los casos, el hallazgo de una gema está hipotecado, puesto que hay comerciantes que les prestan dinero para ropa, comida y herramientas a cambio del compromiso de que se las venderán cuando las encuentren, y suele ser a un precio injusto para el endeudado. En el mejor, el dinero se irá como vino, casi por arte de magia: cuando alguien se enguaca, un hecho extraordinario, no piensa en el día de mañana y echa la casa por la ventana.
“Todo se desvaneció, se fue en buena vida”, le relató a Moya un comisionista llamado Uver que en el pasado se ganaba las habichuelas en el exterior del pozo. “Cuando se acaba la plata, se acaban los amigos y las amigas. Ya nadie lo mira a uno y, entonces, le toca nuevamente volver a guaquear”. Por suerte, en una ocasión, optó por no malgastar el dinero obtenido con la venta y se compró una casa. “Sólo aproveché una guaca por consejo de mi mamá”, reconoce Uver, que recuerda la época de bonanza, allá por los ochenta y noventa, cuando la guaquería era libre porque los filones abundaban y poco importaba que las esmeraldas menos refinadas llegasen a manos de estos buscadores de proletarias riquezas.
Paradójicamente, las cifras comenzaron a menguar en los noventa con la pacificación de la zona, que ocupa unos 3.000 kilómetros cuadrados del occidente de Boyacá. Tiempo atrás, Muzo y otros municipios limítrofes estuvieron inmersos en un conflicto armado por el control de las explotaciones esmeraldíferas. Una tradición con tintes negros que se remonta a la época de los conquistadores a la procura de El Dorado y que aquí, como en otras latitudes, terminó con un ingente derramamiento de sangre, todo fuese por hacerse con las gotas de aceite, como se les conoce a las piedras más finas y deseadas.
Años de cuchillo y plomo
Desde 1557, cuando los españoles descubrieron las minas de Muzo y Chivor, hasta el auge contemporáneo, pasaron cuatro siglos. Éste se produjo a mediados de la pasada centuria, cuando el Estado nacionalizó su extracción, lo que provocó oleadas de inmigrantes a la caza de fortuna. La pésima gestión gubernamental hizo que el tráfico ilegal de esmeraldas fuese superior al oficial y el propio Banco de la República llegó a reconocer, a finales de los sesenta, que el 95% del negocio mundial dependía del mercado negro. Para tratar de encauzar la situación, inviable por la corrupción generalizada (de los empresarios a los representantes gubernamentales, pasando por los soldados que debían velar por los intereses del Estado), una ley dispuso finalmente que las vetas se otorgasen en concesión a empresas privadas.
Ésta benefició particularmente a determinados clanes, que adquirieron el estatus de empresarios legales frente a otros que continuaron al margen de la ley, pero para entonces la Guerra Verde (una lucha enconada de los potentados por proteger y ampliar su riqueza, para lo que se dotaban de seguridad privada) ya había comenzado. Fueron años de peleas a cuchillo y plomo, de patronos enfrentados entre sí por un territorio limitado a tres o cuatro municipios, de asesinatos y venganzas. Claudia Steiner, antropóloga de la Universidad de los Andes, considera que estos señores de la Guerra Verde cimentaron su poder en “una cultura campesina, en donde el honor, la palabra, la violencia y la lealtad forman parte importante de las redes de poder”.
En la memoria de aquella estación sangrienta, la figura de Efraín González, un fugitivo contratado por los líderes locales para defender su autoridad en las minas, expuestas al saqueo y a la desesperación de las gentes con ansias de dinero rápido. González, apodado el Siete Colores porque usaba cualquier pigmento del arcoiris para camuflarse y burlar a sus perseguidores, ha sido reivindicado como un “bandolero social”. Un híbrido entre jefe militar y Robin Hood guerrillero que se ganó la veneración del pueblo, los curas y los caciques, a quienes le atribuía, partiendo de un discurso regionalista, el derecho frente al Estado de explotar los tesoros ocultos. Su aura romántica comenzó a desvanecerse el día que cometió el error de secuestrar al hijo de un millonario: la leyenda cuenta que hicieron falta cientos de soldados, miles de balas, un tanque blindado y nueve horas de metralla para arrebatarle el alma. Conservador, católico y enemigo de liberales, este “fantasma forjado por miles de mentes” murió a los 32 años en Bogotá, tras eludir en innumerables ocasiones el cerco del Ejército, como relata Pedro Claver Téllez en Efraín González. La dramática vida de un asesino asesinado.
El Gobierno, por su parte, hizo la vista gorda tiempo después con el comercio de la esmeralda y sus daños colaterales (se han llegado a cifrar en 4.000 las víctimas por muerte violenta) para garantizarse una zona libre de guerrilla. “Y es cierto, allí no la hay, pero tampoco hay Estado”, añade Steiner. “La zona esmeraldera es más un territorio en concesión cedido a los zares, quienes lo han logrado mantener con sus propias leyes y cultura”, aunque la irrupción de traficantes y paramilitares ha mudado recientemente este conflictivo escenario. La simbiosis ha favorecido tanto a los empresarios como al Estado, que “obtiene una fortaleza contra la expansión de la guerrilla y los narcos, algunos ingresos a través de impuestos y niveles bajos de homicidios”, explican Francisco Gutiérrez y Mauricio Barón en Órdenes subsidiarios, coca, esmeraldas: la guerra y la paz.
Paz significa recesión
El cese del alto el fuego se firmó en 1991 y el pacto para lograrlo incluyó a los esmeralderos informales, que habían quedado excluidos en las concesiones de los años anteriores. “Paradojas del destino, cuando llegó la paz se produjo el fin de la bonanza y bajó la producción”, rememora Moya. “Aunque se dice que no se ha extraído ni el 10% de las esmeraldas existentes en Colombia, tal vez porque los métodos utilizados han sido rudimentarios. A pesar de las matanzas, todos echan de menos aquella época, cuando había plata”. Un declive, insiste, que ha coincidido con la proliferación de las plantaciones de coca, que ocupan más de 100.000 hectáreas de cultivos en zonas mineras de Boyacá.
Aunque muchos mineros y guaqueros se han ido quedando sin ingresos, los dueños de las minas, venidos a más, comenzaron a adoptar modos y modas extranjeras, influir en política y usar el negocio como herramienta de ascenso social y económico. Hasta ellos acuden compradores extranjeros para adquirir directamente las esmeraldas, aunque también frecuentan las oficinas de la Avenida Jiménez en Bogotá, donde los comerciantes ofrecen las gemas ya pulidas por los talladores, otro eslabón fundamental de esta cadena, que se completa con los que allá abajo, a pie de calle, regatean a conciencia para llevarse al bolsillo la mayor comisión posible

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