Emili Teixidor vuelca en un álbum sus recuerdos sobre los núcleos
textiles
CARLES GELI - Barcelona - 07/02/2011
Colonia Viladomiu Nou (Gironella) en 1905 |
De las madrugadas frías y oscuras, aún desde la cama, el niño que fue
Emili Teixidor recuerda cómo oía a las chicas del barrio vecino que pasaban por
la carretera gritar a la ventana de la rezongona, que respondía a voces que ya
bajaba; también algunas campanadas, que los avezados distinguían cuándo
indicaba nacimiento de varón o de hembra y, claro, el runrún silbante de los
telares. Todo tenía que ver con las colonias textiles, de las que el futuro
escritor tenía tres alrededor de su Roda de Ter.
Cuesta también olvidar la sensación de vacío que provocaba ver cómo, poco
a poco, todos los compañeros iban desapareciendo de la escuela. "Muy pocos
escolares de pueblos o colonias empezaban bachillerato. (...) Era una guardería
o una sala de espera hasta el momento de la llamada al mundo adulto del trabajo
marcado". Y rememora al pequeño compañero Miquel Martí i Pol que un día, a
sus 14 años, dejó de ir a clase para incorporarse a La Blava, como ayudante de
escribiente. De esa clase de sentimientos y recuerdos nutre el autor de Pa
negre el libro fotográfico Vida de colònia (Angle Editorial), que la
experta Rosa Serra complementa desde el apartado histórico.
La foto de los encargados de Can Riva (Masíes de Voltregà) da miedo. Ya
avisaba el padrenuestro de Martí i Pol ("perdoneu els nostres pecats / així
com nosaltres perdonem / els dels nostres encarregats / i no ens deixeu caure a
les mans del director,/ ans advertiu-nos si s'apropa, / amén"): las
colonias tenían siempre un aire entre carcelario y monacal, como de colonia
penitenciaria. Tanto, que hasta la de Cal Pons (impulsada por Josep Pons,
algodonero, político y fundador de Caixa Manresa) estaba rodeada por muros: de
ahí no salía nadie más tarde de las 9 de la noche. Sólo con los años y la
llegada de las motos los más jóvenes podrían empezar a escapar de la colonia.
Desde la primera, Can Rosal, fundada el 1860 cerca de Berga, flotaba en
la colonias un aire lúgubre, al que no ayudaba la cantidad de niños de entre
siete y nueve años que, hasta 1910, eran mano de obra notable: ponían las
tramas para tejer un algodón que provenía de EEUU, Egipto y la India; las
mujeres eran mayoría: ocho a dos en relación a los hombres. Fácil de entender:
cobraban casi el 60% menos por el mismo trabajo; ellos hacían faenas mejor
pagadas (carpinteros, paletas y los más prestigiosos y mejor retribuidos: mecánicos)
y ostentaban todos los cargos de autoridad y el control en las oficinas. Batas
y monos de trabajo ayudaban a la sensación de uniformización.
Recuerda Teixidor la figura de la dona de l'escudella, la mujer
que salía media hora antes de fábrica para entrar en las casas de los
trabajadores y tirar la pasta a la olla para que sus compañeras la tuvieran a
punto. También para asegurar el trabajo femenino, y no por altruismo,
aparecieron las guarderías a finales del XIX, donde se cuidaba de los niños
hasta que cumplían los 15 meses.
Se trataba, además, de que las colonias fueran tan autosuficientes como
pudieran en miras a tener un elevado control social de los trabajadores,
aislados de todo mal sindical, como pensaba Enric Prat de la Riba, según el
escritor. Así, había tiendas y economatos (regentadas por familias fieles a los
amos o ya eran negocios vinculados directamente a ellos; en realidad, todo era
suyo), casinos, iglesias, escuelas... Los curas (escogidos y respondiendo
incluso a requisitos previamente fijados por los dueños de la colonia en vez de
por los obispos) solían hacer doblete: también ejercían de maestros.
En algunos casos, había comunicación directa de la iglesia con la torre
de los amos, espectacularmente suntuosas en relación a los edificios de los
obreros. Teixidor habla de la existencia de unos pavos reales paseando por el
patio de una torre y de los propios amos repartiendo regalos a los hijos de los
trabajadores el día de Reyes, muestra del paternalismo de un sistema donde la
gente llegó a trabajar en jornadas de hasta 11 horas, con fábricas que no
paraban nunca y mujeres que se quedaban a dormir a pie de máquina toda la
semana.
Y es que la mano de obra venía del pueblo
próximo pero también de otros de la comarca. Podía ser interesante ir porque si
uno se casaba con alguien de la colonia adquiría ventajas como tener piso
asegurado, escuela para los hijos, trabajo estable... Las empresas fletaban
autocares que iban recogiendo a las jóvenes. Eran la envidia de sus colegas de
la colonia por el espacio de libertad del que gozaban. Cuenta Teixidor que en
las últimas filas del vehículo, los chicos aprovechaban para cortejarlas.
"Y así se alzaban famas y se bajaban virtudes", escribe. Y hasta dio
pie a coplas: "Les noies de Folgueroles [pero ahí podía ponerse el nombre
de cualquier pueblo] / són maques i ballen bé; / per cinc cèntims s'arremanguen
/ i per deu s'ho deixen fer". Lo que podía la colonia...
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