El museo madrileño exhibe por primera vez en España la obra de Jean-Léon
Gérôme
JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS - Madrid - 14/02/2011
Edipo, 1886 |
El pintor francés Jean-Léon Gérôme era un profesional, esto
es, un artista cada vez más raro en un tiempo en el que, a efectos de historia
del arte, importaba más el genio que el oficio. Tal vez por eso se evadió en
oriente y se refugió en la historia. Entre su nacimiento (1824) y su muerte
(1904) estalló el impresionismo y se gestó la revolución cubista, pero él se
mantuvo voluntariamente al margen de toda veleidad revolucionaria, subido al
trono de las academias. Dicen que, en 1900, cuando el presidente de la república
francesa estaba a punto de entrar en la sala dedicada a los impresionistas en
la Exposición Universal de París, el artista gritó: "¡Deténgase, señor
presidente, aquí está el deshonor de Francia!".
Adorado por eso que llaman el gran público en un tiempo en el que el público todavía
no era grande, Jean-Léon Gérôme pasó hace años al limbo de los pintores de género.
Desde mañana y hasta el 22 de mayo, el Museo Thyssen expone casi 60 obras suyas entre
pinturas y esculturas. El objetivo de la muestra no es "rehabilitar"
al artista de Vesoul "ni hacer un alegato en su defensa, sino ponerlo ante
nuestros ojos, ante un público de comienzo del siglo XXI que lo conoce poco y
mal". Esa ha sido la pretensión de los comisarios de la exposición:
Laurence des Cars (directora científica de la Agence France-Múseums), Dominique
de Font-Réaulx y Édouard Papel (conservadores jefes del Louvre y del Museo
d'Orsay, respectivamente).
Al llegar a las salas subterráneas del Thyssen el visitante se
encontrará con una desconcertante bienvenida: La jugadora de bolas
(1901), un desnudo de mujer que parece haberse adelantado casi un siglo a la
mezcla de pop y kitsch intelectualizado de Jeff Koons. Al menos en sus tiempos
de idilio con aquella estrella del porno llamada Cicciolina. La comparación se
impone. El universo de Gérôme queda en apariencia tan lejos del gusto moderno
que, paradójicamente, la tentación es buscarle referentes contemporáneos.
Curioso destino para un "archiacadémico" y
"ultrarreaccionario" como él. Las comillas son de Guillermo Solana,
director artístico del museo madrileño.
Pese a la tentación, una exposición como esta enseña a valorar en su
contexto histórico la obra de un pintor que recorrió todas las estaciones que
hasta el siglo XIX recorrían los de su gremio: del trabajo en el taller de un
maestro (Paul Delaroche en su caso) a la labor de copia en las salas del Louvre
pasando por un viaje a Italia y varios más a Egipto, Argelia o Turquía. Ese
viaje termina, ya dijimos que Gérôme fue un profesional, en un lugar muy
concreto: el mercado. Lo que no quiere decir que su obra -popularizada en su
tiempo por multitud de reproducciones- carezca de esos fogonazos de
expresividad que dicen que el dinero no puede comprar. Ahí están obras como La
bacante (1853) o el retrato que hizo en una misma tabla de 20 centímetros
de lado a su padre y a su hijo entre 1866 y 1867. Sin olvidar su serie de
autorretratos en el taller o el desasosegante La Verdad saliendo del
pozo armada con su azote para castigar a la humanidad (1896).
Todas ellas pueden verse en el Thyssen durante un recorrido en el que tienen
especial protagonismo sus cuadros de tema oriental e histórico. Los
primeros, troquelados por el exotismo de la época, son fruto de una mezcla
entre los viajes del artista y la demanda de sus clientes. Los segundos nacen
tanto de la documentación -de la que Gérôme era un obseso- como de la evocación.
Sus cuadros de gladiadores tienen, así, un aire teatral y cinematográfico de película
de romanos, más de Cecil B. de Mille que de Suetonio.
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