EL PAÍS 12/06/2012 Verónica Sierra Blas
Adorada Carmina y querido Guillermo:
Extasiado y sumido en la fragancia más pura de mi
amor hacia vosotros, en los últimos días de una vida que fue consagrada a
adquirir el vuestro, os dedico estas letras emocionadas, cálidas y tiernas. El
destino me separa de vosotros, me elimina de la vida; lo afronto con entereza,
porque sé que vuestra vida habrá de ser modelo y ejemplaridad, cúmulo de
honradez. No os paréis jamás a culpar a nadie de mi suerte. Tú, Carmina, como
esposa y madre, cuida y educa a nuestro hijo, hazlo hombre de provecho. Recibe
un beso emocionado de Humberto.
Esta es la última carta que desde la Cárcel de El
Coto (Gijón), Humberto Alonso escribió a su mujer, Carmina, y a su hijo,
Guillermo, la noche del 28 de mayo de 1938, tan sólo unas horas antes de su
ejecución. Tenía 26 años y muchas ganas de vivir. Natural de Soto del Barco y
pintor de profesión, como su padre, Humberto procedía de una familia
«tranquila, apolítica y de pocas palabras», pero el destino quiso que desde muy
joven se viera involucrado en distintos acontecimientos que marcaron un antes y
un después en la vida de todos los españoles: la Revolución de 1934 y la Guerra
Civil. Humberto pisó la cárcel por primera vez poco antes de nacer Guillermo.
Con la victoria del Frente Popular en 1936 fue liberado y pudo, por primera
vez, coger a su hijo en brazos. Al estallar la contienda combatió en las filas
republicanas. Cuando la entrada de las tropas de Franco en Gijón era ya
inminente, trató de huir a Francia para reunirse con su familia, que había
abandonado Asturias a principios del mes de octubre de 1937. Sin embargo, nunca
pudo llegar a su destino. El barco que le conducía a la libertad fue
interceptado por un buque italiano y todos los tripulantes hechos prisioneros.
Condenado a muerte el 18 de marzo de
1938, desde ese día y hasta su último suspiro escribió varias
cartas a sus padres, a sus hermanos, a su mujer y, especialmente, a su hijo, a
ese niño del que apenas había podido disfrutar y a quien quiso dejar por
escrito todo el amor que no podría darle.
Guillermo Alonso tenía tres años cuando su padre le
escribió esas cartas desde su celda de El Coto en los últimos meses de su vida.
Sólo pudo leerlas 69 años después. A pesar de que su madre y su tía guardaron
las misivas «como oro en paño», éstas se perdieron. Guillermo estuvo
buscándolas sin suerte durante mucho tiempo y, de pronto, gracias a una noticia
de la prensa local se enteró de que el Museo del Pueblo de Asturias (Gijón) las
había casualmente encontrado y rescatado. Allí ha querido que se conserven los
originales, para que no vuelvan a extraviarse nunca y para que puedan servir
para dar a conocer la historia de su padre y la de todos y todas los que, como
él, fueron ejecutados por el régimen franquista. Cuando, por fin, pudo tener
las cartas en sus manos, Guillermo copió una a una las palabras de su padre en
un cuaderno, para así poder releerlas siempre que quisiera y sentirse, de este
modo, más cerca de él. Ha hecho de ellas su credo. Y ha cumplido con su última
voluntad: «Cuando seas hombre, acaso te des perfecta cuenta de quién fue tu
padre, cómo pensaba y quién lo fusiló […]. Vivid, quereros todos […]. No
llevéis el odio como lema, sino la justicia […]. Quereros y amaros hasta el fin
de la vida».
La carta que Humberto Alonso escribió a su mujer y a
su hijo es sólo una de las miles y miles de misivas que, como última voluntad
concedida por las autoridades penitenciarias, los condenados y condenadas a
muerte por el Franquismo dedicaron a sus seres queridos en las horas previas a
su ejecución. Sin embargo, una vez que los presos y presas eran «bajados a
capilla», donde esperaban la llegada del piquete, no siempre pudieron disponer
del papel y pluma prometidos. A pesar de tener ese derecho a despedirse de los suyos,
se vieron obligados en numerosas ocasiones a ceder ante distintos chantajes
para poder escribir a casa, siendo uno de los más habituales tener que
confesarse y comulgar antes de morir.
Generalmente, los condenados y condenadas a muerte
pasaban sus últimos momentos de vida en compañía de uno o varios religiosos,
cuya función principal era asistirles espiritualmente, o dicho de otro modo,
«conseguir su conversión para que no murieran en pecado», según afirma en sus
memorias el fraile capuchino Gumersindo de
Estella, Fusilados en Zaragoza, 1936-1939. Tres años de
asistencia espiritual a los reos. Cumplir con los santos sacramentos, de hecho,
no sólo fue un requisito para poder escribir, sino también, y sobre todo, una
exigencia para asegurar la llegada de las cartas a su destino.
Los prisioneros y prisioneras hicieron todo lo
posible para defenderse de estas traiciones y abusos. Frente a las cartas
escritas en capilla que fueron cursadas por esta vía oficial, aunque no por
ello segura, los reclusos y reclusas idearon numerosas estrategias para enviar
sus misivas por otros cauces fuera de la legalidad. Entregadas a compañeros y
compañeras de presidio que lograrían con el tiempo pasarlas al otro lado de las
rejas o escondidas entre los objetos personales que, tras su ejecución, serían
devueltos a sus familias, muchas de las cartas de despedida de los condenados y
condenadas a muerte consiguieron escapar de censuras y miradas ajenas.
Clandestina u oficialmente, de forma permitida o
saltándose las normas establecidas, los presos y presas de Franco hicieron uso de
su derecho a escribir siempre que pudieron y no dejaron escapar esta postrera
oportunidad que las cartas les brindaban para despedirse de sus seres queridos,
dejando así registrados sobre el papel, a modo de testamento, sus últimos
pensamientos, sentimientos y deseos. Concebidas en el momento más solemne de
sus vidas, con plena lucidez y consciencia, habiendo asumido ya su trágico
final, estas misivas fueron empleadas por los prisioneros y prisioneras para
hacer balance de lo vivido, demostrar su inocencia, reclamar justicia y
defender, además de confirmar, las ideas por las que perdían su vida. Así le
escribía Joan Curto Pla a su mujer, Marina Daufí, desde la Cárcel de Pilatos
(Tarragona) el 19 de octubre de 1939:
Mi amadísima esposa: No sé cuándo podrán llegar
estas líneas a tus manos. Yo ya llevaré algún tiempo en el perfecto descanso
[…]. Mi conciencia es ahora como un lago de aguas profundas y cristalinas en el
que pasan los temporales y borrascas sin agitarlo ni conmoverlo. No me
arrepiento de mi vida, ni de cómo pensé, ni de cómo sentí, ni de cómo obré. Mis
hijas pueden levantar la cabeza con orgullo y pensar que su padre fue un mártir
de un ideal y una víctima de la intransigencia feroz. Les lego mi ejemplo como
norma y mi recuerdo como un tesoro de orgullo inapreciable.
Que morían con la conciencia tranquila y sin
remordimiento alguno; que su muerte no era consecuencia de la culpa, sino del
deber cumplido; eran las claves principales que los condenados y condenadas a
muerte debían transmitir en sus escritos para que los suyos pudieran vivir con
«la cabeza bien alta» y mantenerles con vida en su recuerdo. Sabedores de que
tras su desaparición la escritura cumpliría la función de consolar a sus
familiares y amigos, los reclusos y reclusas trataron de ser pródigos en
agradecimientos y consejos, y no escatimaron esfuerzos en demostrar su amor a
sus seres queridos; un amor que, convertido en una fuerza superior, era ya lo
único que tenían para conseguir vencer a la muerte: «Me despido de vosotros -les
escribía a sus padres y a sus hermanos Eladio Bustillo Mirones desde la Prisión
Provincial de Santander el 23 de octubre de 1939- poniendo en esta despedida
todo el cariño que es capaz de sentir un hijo y hermano que tanto os amó en su
paso por la vida […]. Recibid el último adiós, hasta la eternidad, todos,
impregnado de todo el cariño que siento […], y tener serenidad y paciencia, que
algún día disfrutaréis de felicidad».
Los prisioneros y prisioneras construyeron, de este
modo, el consuelo sobre el sacrificio, intentando hacer comprender a sus
destinatarios que su muerte no era en vano, sino que constituía, en el fondo,
un granito de arena más en la construcción de un mundo mejor, lleno de
esperanza y de vida, que ellos podrían disfrutar en el futuro. Por eso, porque
de lo que se trataba era de seguir adelante, de no mirar atrás, de vivir en
paz, el perdón ganó la batalla a la venganza en sus cartas, como bien se
refleja en este fragmento de la última que Blanca Brissac, una de las Trece Rosas,
le escribió a su hijo Enrique, a lápiz y en papel de seda, desde la Prisión
madrileña de Ventas el 5 de agosto de 1939, la madrugada en que fue ejecutada.
Apenas unas horas antes, su marido, militante como ella de las Juventudes
Socialistas Unificadas (JSU), con quien compartía delito y causa, fue
igualmente fusilado en las tapias del Cementerio del Este (hoy Cementerio de La
Almudena).
Querido, muy querido hijo de mi alma. En estos
últimos momentos tu madre piensa en ti […]. Sólo te pido que seas muy bueno,
muy bueno siempre. Que quieras a todos, que no guardes nunca rencor a los que
dieron muerte a tus padres; no, eso nunca. Las personas buenas no guardan
rencor y tú tienes que ser un hombre bueno, trabajador. Sigue el ejemplo de tu
papachín. ¿Verdad, hijo, que en mi última hora me lo prometes? […]. Enrique, no
se te olvide nunca el recuerdo de tus padres […]. Te seguiría escribiendo hasta
el mismo momento, pero tengo que despedirme de todos. Hijo, hijo, hasta la
eternidad. Recibe después de una infinidad de besos el beso eterno de tu madre,
Blanca.
Enrique García Brissac, cuando hace algunos años fue
entrevistado por el periodista Jacobo García Blanco-Cicerón, le confesó a éste
que guardaba la carta de su madre «como una reliquia». Para Guillermo Alonso,
también las cartas de su padre lo son. No resulta extraño que para los
destinatarios de estas misivas de despedida, éstas constituyan objetos de
culto, casi sagrados. Tampoco lo es que su veneración siga siendo para ellos
una obligación que no pueden ni deben dejar de cumplir, porque hacerlo
supondría faltar a la promesa de recordar eternamente a quienes ya no están
entre nosotros y pidieron, de forma expresa, que no les olvidaran y que se
diera a conocer su historia. Si la escritura hizo posible que los condenados y
condenadas a muerte se sintieran un poco menos solos en sus últimos instantes
de vida, les ayudó a prepararse para morir y actuó como morfina contra el miedo
y la angustia, contra la desesperación y la locura, sus cartas son hoy para
todos nosotros ejemplos de vida, testimonios inigualables para construir
nuestra Historia y para garantizar que sus nombres no se borren nunca de
nuestra memoria.
Verónica Sierra Blas es profesora de la Universidad de Alcalá
y autora del libro Palabras
huérfanas (Taurus).
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