Se publican por primera vez en español las legendarias
memorias de guerra del escritor Keith Douglas, oficial en la campaña contra
Rommel
JACINTO ANTÓN
Barcelona 2 JUN 2012 - 20:34 CET
Los escenarios norteafricanos de la II Guerra Mundial están llenos de gente
interesante: Rommel y Montgomery, sin ir más lejos, por no hablar de Von
Stauffenberg, que se dejó allí medio cuerpo; Ramcke, el jefe de los
paracaidistas de la brigada Afrika; el alado as Hans Marseille, Stirling,
creador de los comandos del SAS; Bagnold, el rey de las dunas y las patrullas
del desierto, o, claro, el conde Almásy, el escurridizo y romántico merodeador
de las arenas. Pero ninguno de ellos escribía como Keith Douglas.
Dotado de un enorme talento literario y gran poeta, alabado por T. S Eliot
y Lawrence Durrell, Douglas luchó como oficial de blindados al mando de un
carro Crusader Mk. III del Real Cuerpo de Tanques (RCT) en la batalla de El
Alamein y luego siguió la campaña del Octavo Ejército hasta Túnez. Portaba una
edición de Penguin de los Sonetos de Shakespeare, un ejemplar de Así
habló Zaratustra recogido del enemigo cuyo propietario había subrayado las
frases aplicables al ideario nazi, y una petaca de whisky. Tenerle a él allí,
en África, fue como tener a Jenofonte en la retirada de los diez mil o a
Tucídides batiéndose el cobre (más bien el bronce) contra los espartanos en los
primeros compases de la guerra del Peloponeso.
Equivalente en la segunda contienda mundial de los grandes poetas de guerra
de la primera -Sassoon, Owen, Edward Thomas-, culto, sensible, observador,
curioso y dotado de una alegre socarronería digna de mejor marco ("mis
sentidos de la proporción y del humor expulsaron al poeta trágico"), Keith
Douglas nos ha dejado en su crónica De El Alamein a Zem Zem (1946), uno
de los mejores, más esclarecedores y conmovedores libros sobre la guerra, sobre
cualquier guerra, jamás escritos. Reino de Redonda acaba de publicarlo ahora
con traducción y notas de Antonio Iriarte y un entusiasta prólogo del cineasta
Agustín Díaz Yanes. En la pluma de Douglas, los carros semejan sapos agazapados
en la penumbra, los soldados saliendo de las trincheras recuerdan a los
guerreros sembrados por Cadmo, y unos bersaglieri caídos, con sus cascos
emplumados agitándose en la brisa de la mañana, están desparramados "como
excursionistas que se hubiesen puesto enfermos". En el fragor del tanque,
el mundo exterior parece misteriosamente silencioso y el territorio en que se
adentra, punteado de carcasas humeantes de pánzers del enemigo, "una
tierra de ilimitada extrañeza".
Obra sobre la camaradería, el miedo, el valor y la piedad, pleno de valor
histórico y literario, lleno de aventuras, De El Alamein a Zem Zem (Zem
Zem es el nombre de un wadi tunecino) nos mete en la guerra de las arenas y nos
hace vivir episodios dignos de Tobruk o Las ratas del desierto
con toda la intensidad del combatiente. Una vez el tanque de Douglas avanza
junto a una columna alemana sin que ni unos ni otros se aperciban,
inicialmente. Otra, el Crusader se enzarza en un mortal juego del ratón y el
gato con pánzers y 88 mm entre las dunas, dejando en el interín Douglas una
frase de leyenda: "Y en el mismo momento en que desde lo alto de la
torreta veo doce tanques enemigos a cincuenta metros, alguien me alcanza un sándwich
de queso".
En muchas páginas testimonia la prosa del poeta el inmenso horror de la
batalla. "Se distinguía que era un ser humano solo por la ropa. No tenía
cara: en su lugar había una enorme leguminosa amarilla en la que unos ojos sin
pestañas parpadeaban". En una ocasión, al averiarse su Crusader y
proporcionarle el mando otro cuya tripulación había sido abatida, el poeta
chapotea literalmente en sangre. Ante un soldado muerto: "Su expresión de
agonía parecía tan viva y apremiante, su mirada fija tan salvaje y
desesperada... Me llenó de inútil compasión". Una mosca en el ojo seco de
otro cadáver le hace pensar en Rimbaud, un Sherman ardiendo en el crepúsculo,
en Ambrose Bierce. Al meterse en un averiado carro M 13 italiano, del que surge
un olor dulzón, para inspeccionarlo, apunta: "La tripulación estaba, por
así decir, distribuida alrededor de la torreta. Al principio me resultó
entender cómo estaban colocados sus miembros. Yacían en un torpe abrazo, sus
blancas caras aún más blancas, como siempre estaban las de los muertos en el
desierto, por la ligera capa de polvo que las recubría. Uno tenía un gran
agujero en la cabeza, con todo el cráneo hundido por detrás de lo que quedaba
de una oreja".
Son muchas las escenas atroces en las dunas. Pero también hay lugar para la
cotidianeidad de las raciones y las lecturas, la mecánica y la búsqueda de souvenirs
del enemigo: las pistolas Luger y Beretta. Y para la exultante sensación de
haber vencido y seguir con vida entre tantas cruces que jalonan el camino:
"Nos repartimos el botín con el júbilo inmemorial de los conquistadores y,
bajo la vieja manta del cielo comida por las estrellas nos acostamos a soñar
con la victoria". No hay en Douglas sin embargo ni pizca de crueldad y sí
una enorme dosis de humanidad hacia los vencidos, al cabo la de África del
Norte una Krieg ohne Hass, una guerra sin odio, en palabras del zorro
mariscal. Hay algún episodio con una chica (Milana Gutiérrez) en Alejandría que
hace pensar en el durrelliano Cuarteto.
Es fácil entender qué fibra sensible del editor Javier Marías han tocado
estas memorias bélicas: Douglas muestra un carácter deliciosamente inglés y su
relato está lleno de descripciones, apreciaciones y comentarios sobre la
curiosa y hasta excéntrica -a veces ridícula- vida británica en campaña para
chuparse los dedos. Por ejemplo, el uso de alusiones a los caballos y al
cricket como clave en las comunicaciones entre tanques que en absoluto
confundía a los alemanes. O las arengas del coronel Picadilly Jim a sus
estirados oficiales. Como escribe el propio Douglas en uno de sus poemas (que
figuran en todas la antologías de poesía de guerra: mi favorito es
Vergissmeinnicht, sobre la visión del cadáver de un tanquista alemán y la foto
de su chica, Stefi), "¿cómo puedes vivir entre esta amable, / obsolescente
raza de héroes, y no llorar?".
Nacido en 1920 en Tunbridge Wells, Kent, hijo de un
capitán del ejército, Douglas tuvo una infancia infeliz por la enfermedad
crónica de su madre, el abandono de su padre y las estrecheces económicas.
Imaginativo y sensible, estudió Historia en Oxford. Individualista, algo
anárquico y contradictorio, pese a ser declaradamente antimilitarista se enroló
al empezar la II Guerra Mundial y recibió formación de oficial en Sandhurst.
Enviado al cuartel general en El Cairo como teniente especialista en camuflaje,
se escapó y se unió en octubre de 1942 a su regimiento (los Sherwood Rangers,
que ya es nombre sugerente) en primera línea a tiempo de participar en la
batalla de El Alamein, donde fue herido al pisar una mina de la clase denominada
Bety la saltarina. Tras la victoria en África y ya como capitán, desembarcó en
Normandía el día D y murió al ser alcanzado por fuego de mortero tres días más
tarde cerca de Bayeaux. Lo enterraron bajo un seto. Tenía 24 años y siempre
supo que no sobreviviría a la guerra.
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