El colectivo Kalis de Cibo lucha contra el abandono
escolar de las niñas romaníes
DIANA MANDIÁ
Santiago de Compostela 25 MAY 2012 - 21:45 CET
Ni Merche, de 29 años, ni Esmeralda, de 32, ni siquiera Loli, de 20, o
Nazaterh, de 19, estudiaron más allá de los 11 o 12 años. Abandonaron sus
estudios al acabar la educación primaria, jamás se matricularon en secundaria
—a pesar de ser obligatoria— y desde ese momento se dedicaron en cuerpo y alma
a la venta ambulante, el negocio familiar. Todas nacieron y se criaron en
Santiago, donde viven todavía, y se felicitan porque las sobrinas y a las
hermanas pequeñas encontrarán el camino de la educación superior más despejado.
Son gitanas y parte de un colectivo, Kalis de cibo (Gitanas de hoy, en romaní)
que renace en la sede de la Fundación Secretariado Xitano de Santiago después
de años de parálisis. Cada dos semanas celebran el Café para todas, encuentros
supervisados por una mediadora en los que las participantes intercambian
consejos sobre salud, alimentación o educación. Con estas jornadas, intentan
que las niñas no dejen sus estudios en plena infancia — ni que los padres las
animen a hacerlo— y que el matrimonio precoz no sea el único destino de su vida
adulta. Solo el 20% de los niños gitanos abandona el instituto con el título de
la ESO bajo el brazo, según la propia Fundación Secretariado Xitano.
“Cuando empezamos, venían chicas que querían trabajar pero no lo hacían
porque sus padres no querían”, explica Esmeralda Jiménez, que llegó a mediadora
por casualidad después de pasarse años en el mercadillo con su familia.
Abandonó los estudios a los 11 años y con el tiempo consiguió vender mercancía
propia para no depender de los ingresos de los suyos. “Tenía hasta coche, no me
faltaba de nada”, recuerda. Pero cuando quiso dejar la venta ambulante y
mejorar sus perspectivas laborales se encontró sin formación en medio de las
turbulencias de un mercado laboral arisco. Asesorada por la anterior mediadora
del grupo, volvió a los libros y ahora estudia para sacarse el graduado escolar
de adultos. “Aunque la educación es obligatoria hasta los 16 años, hasta hace 4
años muchos padres dejaban de llevar a los niños al instituto antes, y eso que
sabían que iban a ser multados o algo peor. Ese problema ya no lo tenemos, es
más, los padres se están volcando en los estudios de sus hijos”, cuenta.
Su compañera Loli, doce años más joven, sufrió atrancos casi idénticos
antes de volver al instituto y poder beneficiarse de la bolsa de trabajo para
azafatas de congresos que la Fundación mantiene con Ecotur. Tiene 20 años y en
6º de Primaria, su familia decidió que no seguiría estudiando. Sus padres
tenían miedo, cuenta. “al que dirán”. También recelaron de su primer trabajo en
un cafetería y del curso de azafatas que siguió para competir por un puesto en
Ecotur. “Al final me dejaron ir porque les convencí de que era importante para
mi futuro. A los 15 años conocí a la mediadora del grupo, todo lo que tengo es
por ella. Por entonces yo no veía más que las cuatro paredes de mi alrededor”,
recuerda.
“El salto que
hemos dado las mujeres gitanas es grandísimo. Hasta 1978 no se nos reconoce la
igualdad ante la ley. Dos tíos de mi madre fueron fusilados por unos
falangistas por el simple hecho de ser gitanos. Están enterrados en Caldas de
Reis”, añade Merche, 29 años, casada a los 26 y madre de dos hijos. Más que un
retraso en la edad del matrimonio, que advierten que no es generalizado,
defienden que lo que ha transformado sus vidas es la posibilidad de escoger el
momento y la persona con la que casarse. Defienden a ultranza las reglas de la
comunidad — entre ellas, la virginidad como argumento para la confianza de
marido y familia— pero insisten en que los cambios son muchos. Merche, la única
del grupo que tiene esposo e hijos, pone el ejemplo de su madre, pedida a los
14 años. El novio, de 20, la conoció en una boda, le gustó y la pidió al padre,
muy reticente a sacar a su hija de casa por miedo a que alguien quisiera
casarse con ella. Pero esa noche estaba borracho y aceptó; la palabra de la
hija valía poco si el padre ya había dado su consentimiento al enlace, así que
con 15 la recién casada tuvo su primer hijo. Ahora, insiste, a nadie se le
impone el matrimonio. “Antes, si los padres lo aceptaban, ella no decidía nada,
pero ahora, si la mujer no quiere, no hay matrimonio”, aclara Esmeralda. Las
cuatro se declaran enemigas del concepto “integración” y hasta piden que no se
mencione. “No queremos integración, queremos convivencia. No nos gusta ese
concepto porque nos despoja de nuestra identidad”, advierte Loli. “No dejamos
de ser gitanas por estudiar o trabajar”, recalca, ante el gesto de asentimiento
de sus compañeras.
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