Por: Carmen Morán | 28 de mayo de
2012
De todos es sabido que la República lo fue muy principalmente de los
maestros. Pero en el tiempo actual se hace imprescindible poner en la memoria
histórica el foco de las diferencias de sexo. Y aquí las hubo, tanto en el
papel que desempeñaron las mujeres como enseñantes como en la universal
depuración que sufrió el colectivo finalizada la Guerra Civil. De aquella tarea
y de su posterior castigo, de la pena en la cárcel y en el exilio tratan
algunos de los ensayos recogidos en un libro titulado Las maestras de la
República, editado por Catarata. El volumen es fruto de un trabajo
encargado por la Fundación Pablo Iglesias y la Federación de Enseñanza de UGT
que culminó con la entrega de un premio-homenaje a todas aquellas
maestras entregado el 8 de marzo, Día de la Mujer.
El gran legado de la República al feminismo fue la igualdad legal
proclamada, al menos, en el papel, dice en este libro María del Carmen Agulló
Díaz. Muchos muros fueron cayendo, no sin ruido, primero y muy simbólico el que
dividía a los niños de las niñas en las escuelas. También los docentes, ellos y
ellas, pudieron compartir entonces el desempeño escolar como iguales. No era
poca cosa para las mujeres, un sexo acostumbrado a ejercer su pequeño reinado
de puertas adentro, en la casa, en el hogar, tenía ahora un completo
reconocimiento en el trabajo profesional. Y eso ya constituyó una enseñanza en
sí mismo. Que alumnos y alumnas tuvieran delante cada día a una mujer dueña de
su vida, liberada, moderna e independiente, ejerciendo su labor remunerada y
tratándose con sus colegas masculinos de tú a tú lanzaba y propagaba a la
sociedad un nuevo modelo de relaciones: el de la igualdad.
Eran, además, muchas de ellas mujeres ideologizadas, sindicalizadas,
territorios que siempre fueron varonías. De modo que, cuando las sublevadas
botas militares aplastaron todo aquello, las maestras fueron un grupo “valorado
cualitativamente con mayor escrúpulo”, dice Sara Ramos Zamora, y se ejerció
sobre ellas una represión con un carácter “más preventivo y ejemplarizante”. Se
puso una doble lupa a su trayectoria, la que las juzgaba como enseñantes y como
mujeres. Si bien el castigo fue mayor para los hombres –paternalismo, quizá-
las libertades que estas mujeres habían conquistado se miraron con indisimulado
asco. Las Comisiones Depuradoras franquistas, por las que tuvo que pasar todo
el colectivo docente, “veían más grave que las maestras tuvieran ideas de
izquierdas que las tuvieran los maestros”. Porque feo y escandaloso, venían a
decir, es que un maestro con sus ideas “convierta la escuela en un semillero de
comunistas; pero en una maestra sube de punto lo pernicioso de tales
escándalos”, señalaba un miembro de aquellas comisiones. Y las maestras
acusadas de pertenecer a la federación de Enseñanza de UGT, la FETE, se
calificaron directamente como “un caso perdido”. “Llega a ser repulsiva la
conducta de esa maestra, de veintisiete años de edad, en plena juventud ya
pervertida”, decían en la Comisión de Toledo sobre alguna pobre muchacha. El
régimen veía en ellas la incalculable traición de haber abandonado “su
condición femenina y haberse distanciado de su papel de esposas y madre”,
recuerda Agulló Díaz.
Gran pecado que encima remataban al impartir una educación laica,
igualitaria, alejada de los valores cristianos que habían de formar a la mujer
para ser ama de casa, amantísima madre y esposa, buena cocinera y todas esas
cosas de sobra cacareadas. Por eso, entre las acusaciones destinadas a las
maestras figuraban en mayor medida que los cargos hacia los hombres, aquellas
de “haber contraído matrimonio civil”, “profesar el amor libre” o “alentar a su
esposo a bajas pasiones por acabar con viejos prejuicios”. Hombre, por Dios,
hacer esas cosas.
El franquismo volverá a imponer a las maestras la tarea de prolongar en la
escuela los valores de la familia –la familia del régimen, claro-. O sea,
religión, maternidad, cocina (las tres K del nazismo), por simplificar.
Mientras, en la cárcel, las republicanas seguían desempeñando su magisterio
completo, y en el exilio, capítulos ambos que pueden leer en el libro que
motiva este texto.
Si el papel de la mujer se ha silenciado tanto tiempo, subsumido en genéricos
masculinos, parecido le ocurre muchas veces al mundo rural, que no tiene su
capítulo propio cuando sus diferencias son muchas. En este libro Carmen María
Sánchez Morillas le abre su espacio a las maestras rurales, “anónimas unas
veces, otras conocidas, que esperaban a sus niñas al borde del camino […]
anhelando que no faltase, esta vez, ninguna, y que acudieran algunas nuevas.
[…] No temían a los hombres, más bien eran ellos los que les guardaban cierto
recelo, recelo por ser mujeres, recelo por tener estudios y, en definitiva, por
saber y por conocer”.
Aquellas maestras, que “transformaron el mundo con un
arma poderosa: un sencillo lápiz”, también hicieron familia, quizá no del gusto
del régimen, sino la que constituía su grupo escolar y el afán diario de
desasnar las rústicas mentes infantiles. Antes de que llegaran las misiones
pedagógicas, con más medios y mayor acompañamiento, las maestras combatían como
podían la mucha miseria del mundo rural. Andrea, nonagenaria hoy, siempre
recordó como una maestra en El Torno (Cáceres), su maestra, le regaló un par de
zapatillas para que no acudiera descalza a la escuela. Fue, seguramente, el
primer calzado que tuvo. Esta anéctota es de la abuela de quien escribe. Lean
el libro. Hay muchas más.
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